miércoles, 6 de febrero de 2008

Rocky Lunario-René Rebetez-Colombia

rené rebetez

ROCKY LUNARIO

"Ay destructores de los muros

de vuestra casa, que en un amargo

reinar teníais puestos los ojos,"

Esquilo

Rocky Lunario estaba impaciente porque su provisión de chicle se había terminado.

Se agachó, recogió un puñado de luna-luna blanca, como cal muy fina y lo arrojó lejos de sí. Hizo una nubécula a medio metro de altura y luego cayó oblicuamente, muy despacio.

Miró allá arriba la Tierra llena, y su depósito de oxígeno, se llenó de nostalgia al presentir los lugares más queridos que albergaba su detector de recuerdos; la vieja Sicilia de sus abuelos, y el Drugstore del Brooklin nativo. Su mirada se apartó con dificultad del planeta y escrutó luego el inmenso espacio negro-azul hasta detenerse en la galaxia C-419 que parecía un inmenso helado de crema –casi al alcance de su mano– tan apetitoso como los que preparaba el viejo Buck.

Nuevamente la nostalgia se puso a hacer burbujas en el oxigeno y, de nueva cuenta, como le ocurría desde un año para acá, echó rabiosamente de menos la alberca y el sol, y los largos muslos de las bañistas en el Prívate Club de Port Lauderdale, Florida, a donde solía escaparse cada vez que le daban un respiro en el entrenamiento, los lanzacohetes de la base. Después de muchos ensayos infructuosos la cosa había resultado y los relevos comenzaron inmediatamente. Cada hombre debía permanecer un año en la base lunar, y cuando llegó su turno ya estaban listas todas las instalaciones para descubrir satélites extraños, explosiones atómicas en el ámbito terrestre, interceptores de cohetes piratas y el gigantesco lanzabombas, que debía estar siempre listo para entrar en acción, y que había garantizado la primacía total. Los robots mineros extraían material radiactivo que se enviaba a la Tierra, para regresar al poco tiempo embutido en las espoletas de las relucientes bombas que se apiñaban en los 126 silos atómicos especialmente concebidos para el caso.

Sus deberes consistían primordialmente en pasar revista al inmenso tablero de control lunar, que daba los datos exactos sobre el funcionamiento de toda la instalación automática, y sobre el rendimiento de mineral durante la jornada de trabajo. Enviaba muestras de minerales desconocidos y fotografías telescópicas para estudiar la composición de planetas distantes y estrellas desconocidas, siguiendo siempre un riguroso orden alfabético.

Realmente se podía estar orgulloso de aquella gigantesca empresa que podía ser manejada por un solo hombre con el mínimo esfuerzo y el máximo de rendimiento; sin embargo, recordaba cómo fueron de incomparablemente más divertidos aquellos meses en la zona del canal, y las escapadas a los bares de la zona roja, rebosantes de mujercitas morenas de a dos dólares.

En la Luna, nada de eso. En la luna, sólo el pasearse por las explanadas de talco, o asomar la cabeza por los inmensos cráteres, como un ratón perdido en un inmenso queso gruyere. La lucha entre Rocky Lunario y el hastío no era nueva, sin embargo.

Había comenzado al mismo tiempo que él y desde niño la angustia que se le había aparecido muchas veces, siempre inopinadamente, al cruzar una esquina, o al terminar un partido de béisbol. Una ira desazonada se apoderaba de él, y tenía necesaria, imprescindiblemente, que dar un puntapié a una lata de conservas, romper una vidriera o un espejo, morder el labio inferior de la muchacha más cercana, o irse a ochenta millas por hora, en sentido contrario, por la autopista de Key West.

Luego siempre volvía la paz, escanciada en un dry martini, al borde de la alberca, en el Prívate Club.

Ahora, en aquel estúpido satélite, ni siquiera podía tranquilizarse un poco mascando con furia un chicle de menta.

Encaminó su pasos, extrañamente ágiles bajo la envoltura de oso polar, hacia el ciclotrón que parecía una inmensa clepsidra tendida en el mar de polvo blanquecino. También podría haber sido una caja de guitarra o un gigantesco torso femenino mutilado. De su interior se escapaba el ronroneo de los átomos dispersos y el sibilar de las partículas alfa que los desintegraba. Un sonido monótono y familiar aquél, que recordaba al conjunto de jazz de W. Fisher.

Ahogó un bostezo con la palma del guante, dobló por el recodo antes de llegar al ciclotrón y tomó el camino que lo llevaba al edificio blanco. Al pasar por ahí, muchas veces se había dicho que ésta sería la calle central cuando llegaran los civiles. Se la imaginaba rebosante de gente, con los borrachos de narices rojas saliendo de los bares y cantinas, bajo la magia de los anuncios de neón. Por ahora no había otra cosa que el edificio blanco. De apariencia inofensiva, casi insignificante, la construcción se erguía a cincuenta metros de allí como una pequeña prisión coronada Por una cápsula semejante a las que tienen los observatorios en las ciudades de provincia.

Al llegar frente a la estrecha puerta de metal, accionó con soltura el mecanismo disimulado que, al mismo tiempo que desconectaba el sistema automático de defensa, abría la puerta blindada de esteatita. Pasó por el estrecho vestíbulo y subió a grandes brincos deportivos la escalera de caracol, hasta llegar al control de mando.

Las relucientes palancas de metal y los taburetes giratorios hacían del recinto algo tan familiar como una fuente de sodas.

Se acomodó en el sillón central y se quitó los guantes y la escafandra, ya que allí había un ambiente similar a las condiciones de vida terrenal. Respiró con fruición, se pasó la mano por el rubio cabello húmedo de sudor y enfocó la mira macroscópica hacia la Tierra. Primero, como lo hacía todos los días, recorrió las líneas sinuosas de los continentes y las brillantes planicies de los mares, para accionar luego el sistema de acercamiento que le permitía planear sobre ciudades y pueblos como si estuviese a bordo de un avión corriente. Sus dedos tamborilearon sobre las tres teclas del tablero de mando, que accionaban el lanzamiento de los proyectiles.

Al apretar la tecla central –la de potencia máxima– quedó asombrado al no escuchar ningún ruido. Dos segundos más tarde vio elevarse al silencioso cohete.

Tardaría doce horas en llegar.

Del bolsillo trasero del pantalón sacó el cuaderno de tiras cómicas; se echó hacia atrás en el asiento, puso los pies sobre el tablero de control y se dispuso a esperar el momento en que la Tierra sería borrada del firmamento.

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