viernes, 29 de febrero de 2008

Roog-Philip K. Dick

Roog- Philip K. Dick

_¡Roog! _dijo el perro.

Apoyó las patas en el borde de la cerca y miró en torno suyo.

El Roog irrumpió corriendo en el patio.

Despuntaba la mañana y el sol aún no había salido. El aire era gris y frío, y las paredes de la casa estaban cubiertas de una película de humedad. Sin dejar de mirar, el perro entreabrió las fauces y clavó las garras negras en la madera de la cerca.

El Roog se detuvo junto a la puerta abierta del patio. Era pequeño, delgado y blanco, y las patas apenas parecían sostenerlo. El Roog parpadeó, y el perro le enseñó los dientes.

—¡Roog! —repitió.

El eco repitió el sonido en la silenciosa penumbra matinal. Todo estaba callado y apacible. El perro se puso a cuatro patas y atravesó el patio en dirección a la escalera del porche. Se sentó en el primer peldaño y, miró al Roog. Éste le devolvió la mirada. Luego alargó el cuello hacia la ventana de la casa y la husmeó.

El perro cruzó el patio a la carrera. Golpeó la cerca y el portón tembló y crujió bajo la fuerza del impacto. El Roog se alejó a toda prisa por el sendero con un trotecillo ridículo. El perro se echó junto a los maderos de la cerca, con la respiración agitada y la lengua roja colgando fuera de la boca. Siguió contemplando al Roog mientras se alejaba.

El perro yació en silencio. Sus ojos negros brillaban. Amanecía. El cielo empezó a clarear. El aire de la mañana transportó los sonidos de la gente que despertaba. Las luces se encendieron detrás de los visillos. Una ventana se abrió al frío de la mañana.

El perro continuó inmóvil. Vigilaba el sendero.

La señora Cardossi vertió agua en la cafetera. Una nube de vapor la cegó por un instante. Dejó el pote en el borde de la cocina y entró en la alacena. Cuando salió, Alf estaba en la puerta poniéndose las gafas.

—¿Tienes el periódico? —preguntó.

—Está fuera.

Alf Cardossi atravesó la cocina. Corrió el pestillo de la puerta trasera y salió al porche. Contempló la mañana húmeda y gris. Boris estaba echado junto a la cerca, negro y peludo, con la lengua fuera.

—Mete la lengua dentro —dijo Alf. El perro levantó la vista al momento. Golpeó la tierra con la cola—. La lengua. Mete la lengua dentro.

El perro y el hombre intercambiaron una mirada. El perro gimoteó. Tenía los ojos brillantes y enfebrecidos.

—¡Roog! —dijo suavemente.

—¿Qué? —Alf miró a su alrededor—. ¿Viene alguien? ¿El chico de los periódicos?

El perro le miró con la boca abierta.

—Hace unos días que te veo alterado —dijo Alf—. Deberías tranquilizarte. Ya somos demasiado viejos para estas excitaciones.

Entró en la casa.

Salió el sol. La calle se llenó de luz y color. El cartero hacía su ruta habitual, cargado de cartas y revistas. Los niños correteaban, riendo y charlando.

A eso de las once, la señora Cardossi barrió el porche delantero. Hizo una pausa y aspiró una bocanada de aire.

—Hoy huele bien —comentó—. Hará buen tiempo.

Cuando el sol de mediodía comenzó a castigar la tierra, el perro negro se estiró bajo el porche. Su pecho se movía al compás de la respiración. Los pájaros jugueteaban en el cerezo, graznando y parloteando entre sí. Boris levantaba la cabeza de vez en cuando y los miraba. Al cabo de un rato se levantó y trotó hacia el árbol.

Entonces fue cuando reparó en los dos Roogs sentados en la cerca. Tenían los ojos clavados en él.

—Es grande —dijo el primer Roog—, más que la mayoría de los Guardianes.

El otro Roog asintió con un balanceo de la cabeza. Boris, muy quieto, los vigilaba, con el cuerpo rígido. Los Roogs permanecían en silencio mientras contemplaban al enorme perro con la golilla de pelo blanco hirsuto que adornaba su cuello.

—¿Cómo está la urna de las ofrendas? —preguntó el primer Roog—. ¿Está casi llena?

—Sí —confirmó el otro—. Casi a punto.

—¡Eh, tú! —gritó el primer Roog—. ¿Me oyes? Esta vez hemos decidido aceptar las ofrendas. Recuerda que debes dejarnos entrar. No queremos más tonterías.

—No lo olvides —añadió el otro—. No durará mucho.

Boris no dijo nada.

Los dos Roogs saltaron de la cerca y fueron hasta el sendero. Uno de ellos sacó un mapa y ambos lo consultaron.

—Esta zona no es la más adecuada para un primer ensayo —dijo el primer Roog—. Demasiados Guardianes... En cambio, la zona norte...

—Ellos ya han decidido —dijo su compañero—. Hay tantos factores...

—Por supuesto.

Echaron una mirada a Boris y se apartaron un poco más de la cerca, El perro no pudo escuchar el resto de la conversación.

Después los Roogs guardaron el mapa y se alejaron por el sendero.

Boris se acercó a la cerca y olfateó los maderos. Cuando descubrió el olor enfermizo y hediondo de los Roogs se le erizó el pelo de la espina dorsal.

Cuando Alf Cardossi llegó a casa por la noche, el perro montaba guardia junto al portón, escudriñando el sendero. Alf entró en el patio.

—¿Cómo estás? —preguntó, palmeando el costillar del perro—. ¿Continúas preocupado? Últimamente estás muy nervioso. No eras así antes.

Boris gimoteó y miró a su amo con insistencia.

—Eres un buen perro. Boris. Demasiado grande, sin embargo. Seguro que ya no te acuerdas de cuando eras un cachorrillo.

Boris se restregó contra la pierna del hombre.

—Eres un buen perro —volvió a repetir Alf—. Me gustaría saber qué te preocupa.

Entró en la casa. La señora Cardossi estaba preparando la mesa para cenar. Alf fue a la sala de estar y se quitó el sombrero y la chaqueta. Dejó la fiambrera sobre la mesa y volvió a la cocina.

—¿Qué sucede? —preguntó la señora Cardossi.

—El perro debería dejar de ladrar y hacer ruidos. Los vecinos volverán a quejarse a la policía.

—Ojalá no tengamos que regalárselo a tu hermano —dijo la señora Cardossi con los brazos cruzados—. A veces parece que se haya vuelto loco, en especial los viernes por la mañana, cuando vienen los basureros.

—Quizá se le pase pronto —repuso Alf. Encendió su pipa y fumó con solemnidad—. Antes no era así. Espero que recobre la tranquilidad.

—Ya veremos —dijo la señora Cardossi.

El sol salió, frío y ominoso. La niebla colgaba de los árboles y se situaba en las partes más bajas.

Era el viernes por la mañana.

El perro negro estaba tendido bajo el porche, con el oído alerta y los ojos bien abiertos. Tenía el pelaje endurecido por el rocío y al respirar desprendía nubes de vapor que se mezclaban con el escaso aire que corría. De repente, ladeó la cabeza y se enderezó de un salto.

Un débil pero penetrante sonido llegaba desde la distancia.

—¡Roog! —gritó Boris mirando alrededor.

Corrió hacia el portón, se alzó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en la cerca.

El sonido se repitió de nuevo, más fuerte, no tan lejano como antes. Era estridente y metálico, como si algo rodara o una gigantesca puerta se abriera.

—¡Roog! —gritó Boris.

Escudriñó ansiosamente las ventanas oscurecidas que había por encima de su cabeza. Nada se movió. Nada.

Y entonces vio que los Roogs avanzaban por la calle. Los Roogs y su camión avanzaban bamboleándose, traqueteando sobre las piedras con gran estrépito.

—¡Roog! —volvió a gritar Boris.

Sus ojos brillaban en las tinieblas. Luego se calmó. Se echó en el suelo y esperó, atento al menor sonido.

Los Roogs detuvieron el camión frente a la casa. Pudo oír cómo se abrían las puertas y bajaban a la calzada. Boris empezó a correr en círculos. Gimió y apuntó con el hocico hacia la casa.

El señor Cardossi se incorporó un poco en la tibia oscuridad del dormitorio y echó un vistazo al reloj.

—Maldito perro —murmuró—. Maldito perro.

Hundió el rostro en la almohada y cerró los ojos.

Los Roogs bajaban por el sendero. El primer Roog empujó la puerta hasta que cedió. Los Roogs entraron en el patio. El perro retrocedió.

—¡Roog! ¡Roog! —gritó.

El horrible y acre olor de los Roogs le hizo salir huyendo.

—La urna de las ofrendas —dijo el primer Roog—. Creo que está llena. —Sonrió al aterrorizado perro—. Muy amable de tu parte.

Los Roogs se acercaron al cubo de metal; uno de ellos quitó la tapa.

—¡Roog! ¡Roog! —gritaba Boris, acurrucado junto al primer escalón del porche.

Temblaba de miedo. Los Roogs levantaron el cubo y lo pusieron de costado. El contenido se desparramó sobre el suelo y los Roogs destrozaron las bolsas de papel. Eligieron las mondaduras de naranja, los trozos de pan tostado y las cáscaras de los huevos.

Uno de los Roogs se metió una cáscara de huevo en la boca y la destrozó con un crujido.

—¡Roog! —gritó Boris casi para sí, perdida toda esperanza.

Los Roogs casi habían terminado de recoger las ofrendas. Hicieron una pausa y miraron a Boris.

Entonces, lenta y silenciosamente, alzaron la vista hacia la casa y examinaron las paredes, el estuco y la ventana con el visillo de color pardo todavía corrido.

—¡ROOG! —chilló Boris, y avanzó hacia los intrusos con ágiles movimientos, enfurecido y asustado al mismo tiempo.

Los Roogs se apartaron de la ventana a regañadientes. Salieron por el portón y lo cerraron.

—Miradlo —dijo el último Roog con desprecio mientras levantaba el extremo de la manta hasta la altura del hombro.

Boris cargó contra la cerca, con las fauces abiertas y dispuestas a triturar. El Roog más grande agitó los brazos frenéticamente y Boris retrocedió. Se estiró al pie de la escalera del porche, con la boca aún abierta. Dejó escapar un terrible gemido de desdicha, un aullido que expresaba toda su tristeza y desesperación.

—Vámonos —dijo uno de los Roogs al que permanecía junto a la cerca.

Caminaron por el sendero.

—Bueno, excepto estos lugarejos custodiados por los Guardianes, la zona ha quedado despejada —dijo el Roog más grande—. Me alegraré cuando hayamos acabado con este Guardián en particular. Nos causa muchos problemas.

—No te impacientes —sonrió otro Roog—. Tenemos el camión repleto. Dejemos algo para la semana que viene.

Todos los Roogs rieron. Ascendieron el sendero transportando las ofrendas en la manta sucia que se hundía por el centro.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Big wheel-Tori Amos

Big Wheel / Rueda de la Fortuna-Tori Amos

Traducción de Gael Olliver-Méjico-

Anduve del otro lado.Me relamí los labios y ahora los tengo secos
Entonces me llamas para que venga
Piensas que soy de tu propiedad.
Te estás metiendo con una sureña
Pero mi receta está en marcha
Y con tu aliento rancio, está que arde
Pero, nene, no necesito tu dinero
así que quizá deje, nene, que

tu rueda de la fortuna gire mi fantasía
No me eches tu sombra
Me he estado bebiedo tu dolor
voy a convertir ese whiskey en lluvia
y borrarlo
borrarlo
borrarte, chico.
¡Vámos!

He andado de rodillas
Pero te pones tan duro
tan duro de complacer
¿Me tomaste, me tomaste el pelo?
Conque eres una súper estrella
bájate de la cruz que necesitamos la madera
De alguna manera te vas a levantar
pero sin herramienta.
Cariño, sé que eres de lo mejor
Pero, nene, no necesito tu dinero
Mami ya lo tiene todo bajo control

Rueda de la fortuna gira mi fantasía
No me eches tu sombra
He estado bebiendo tu dolor
Voy a convertir ese whiskey en lluvia y
borrarlo
borrarlo, chico
borrarte, ahora

dame 8, dame 7, dame 6
dame 5, dame 4, dame 3

I. I. I am a M-I-L-F / Soy, soy soy una mamacita

[Siglas en inglés de " Mother I'd like to Fuck", en español "Madre que me gustaría cogerme", con esto se hace referencia a una mujer madura sensual]

no se te olvide
M-I-L-F mamacita, no se te olvide
M-I-L-F mamacita, no se te olvide

nene, no necesito tu dinero
así que quizá deje que tu

rueda de la fortuna le de vuelta a mi fantasía
no me eches tu sombra
he estado bebiendo tu dolor.
voy a convertir tu whiskey en lluvia, cariño
voy a convertir tu whiskey en lluvia, muchacho y
borrarlo.
Borrarte, muchacho,
acabar contigo.
Rueda de la fortuna.



domingo, 24 de febrero de 2008

Se vence el plazo para el concurso de Sinergia

Quedan pocos días para que se venza el plazo de recepción de cuentos de Sinergia y me parece que voy a quedar afuera si no me pongo las pilas.No hay forma de que me alcance el tiempo para redondear el relato con el que pienso/pensaba? participar.

Si te pasa lo mismo,apuráte,no seas un gil como yo.No saques a pasear al perro,no lavés el auto esta semana,ni se te ocurra ponerte a hacer un asado;mirar televisión ¿Para qué?,a los chicos que los lleve a pasear tu mujer,que para eso está.Si llega alguien a cobrarte algo,aprovechá y decile:-Podés pasar el mes que viene que tengo que resolver un asunto muy delicado del que puede depender mi futuro?.

Personalmente,voy a terminar lo mejor que pueda mi relato,así que aprovechen la oportunidad que les brindo al auto-dejarme prácticamente descartado en un concurso que de haber contado con el suficiente tiempo para desarrollar mi cuento,hubiera sido el casi seguro ganador.

Ahora tienen chances.No dejen pasar la oportunidad.

sábado, 23 de febrero de 2008

Little wing-Stevie Ray Vaughan

Simplemente,uno de mis videos favoritos.



Money -Pink Floyd

Money-Pink Floyd

Dinero,lárgate.

Consigue un empleo con más paga y estarás bien.

El dinero es un gas.

Agarra ese dinero con ambas manos y haz una fortuna,

coche nuevo, caviar, ensueños de cuatro estrellas,

creo que me voy a comprar un equipo de fútbol.

Dinero, vuelve.

Estoy bien, marinero, quita tus manos de mi fortuna.

El dinero es un acierto,

no me des gato por liebre.

Soy de los que viajan en alta fidelidad de primera clase

Y creo que necesito un jet privado.

El dinero es un crimen;

compartelo equitativamente pero no agarres ni un trocito de mi pastel.

El dinero, según dicen,

es la raíz de todos los males de hoy en día.

Pero si pides un aumento no es ninguna sorpresa

que no te concedan nada



jueves, 21 de febrero de 2008

La mente Alien-Philip K.DICK

LA MENTE ALIEN-Philip K.Dick

Inerte en las profundidades de su cámara theta, oyó el tono débil y después la sensivoz.

—Cinco minutos.

—De acuerdo —dijo, y se esforzó por salir de su sueño profundo. Tenía cinco minutos para ajustar el curso de la nave; algo había funcionado mal en el sistema de autocontrol. ¿Un error de su parte? No era probable; nunca cometía errores. ¿Jason Bedford cometer errores? Jamás.

Mientras se dirigía tambaleante hacia el módulo de control, vio que Norman, a quien habían enviado para divertirlo, también estaba despierto. El gato flotaba lentamente en círculos, dándole golpecitos con las patas a una lapicera que alguien había dejado suelta. Extraño, pensó Bedford.

—Creía que estarías inconsciente conmigo.

Revisó las lecturas del curso de la nave. ¡Imposible! Un quinto de pársec apartada de la dirección de Sirio. Agregaría una semana a su viaje. Con hosca precisión reacomodó los controles, después envío una señal de alerta a Meknos III, su destino.

—¿Problemas? —contestó el operador meknosiano. La voz era seca y fría, el monótono sonido calculador de algo que a Bedford siempre lo hacía pensar en serpientes.

Explicó su situación.

—Necesitamos la vacuna —dijo el meknosiano—. Trate de mantener su curso.

Norman, el gato, flotó majestuosamente junto al módulo de control, tendió una zarpa, y manoteó al azar; dos botones activados soltaron tenues bips y la nave cambió de curso.

—Así que tú lo hiciste —dijo Bedford—. Me humillaste ante la mirada de un alienígena. Me redujiste a la imbecilidad de cara a la mente alien.

Atrapó el gato. Y apretó.

—¿Qué fue ese sonido extraño? —preguntó el operador meknosiano—. Una especie de lamento.

Bedford dijo sereno:

—No queda nada por lamentar. Olvide que lo oyó.

Cortó la radio, llevó el cuerpo del gato al orificio para la basura, y lo eyectó.

Un instante después había regresado a la cámara theta y, una vez más, se adormeció. Esta vez no habría quien se metiera con los controles. Durmió en paz.

Cuando la nave amarró en Meknos III, el jefe del equipo médico alien lo recibió con un pedido curioso.

—Nos gustaría ver su mascota.

—No tengo mascota —dijo Bedford. Lo cual, por cierto, era verdad.

—Según la planilla que nos enviaron por adelantado...

—Realmente no es asunto suyo —dijo Bedford—. Ya tienen la vacuna; despegaré enseguida.

—La seguridad de cualquier forma de vida es asunto nuestro —dijo el meknosiano—. Revisaremos su nave.

—En busca de un gato que no existe —dijo Bedford.

La búsqueda resultó inútil. Con impaciencia, Bedford miró cómo las criaturas alienígenas escrutaban cada depósito de almacenamiento y cada pasillo de su nave. Por desgracia, los meknosianos encontraron diez bolsas de comida para gatos deshidratada. En su propio idioma, se desarrolló una prolongada discusión.

—¿Ahora tengo permiso para regresar a la Tierra? —preguntó Bedford con aspereza—. Tengo un horario ajustado.

Lo que los extraterrestres estaban pensando y diciendo no le importaba; sólo deseaba regresar a la silenciosa cámara theta y al sueño profundo.

—Tendrá que pasar por el procedimiento de descontaminación A —dijo el jefe médico meknosiano—. Para que ninguna espora o virus...

—Me doy cuenta —dijo Bedford—. Que lo hagan.

Más tarde, cuando la descontaminación quedó completa y estuvo de regreso en la nave para activar el arranque, la radio sonó. Era uno u otro de los meknosianos; para Bedford todos se veían iguales.

—¿Cómo se llamaba el gato? —preguntó el meknosiano.

—Norman —dijo Bedford, y apretó el botón de arranque. La nave se disparó hacia arriba y él sonrió.

No sonrió, sin embargo, cuando descubrió que faltaba el suministrador de energía para su cámara theta. Tampoco sonrió cuando tampoco pudo localizar la unidad de repuesto. ¿Se había olvidado de traerla?, se preguntó. No, decidió; no haría algo así. La sacaron ellos.

Dos años hasta llegar a la Tierra. Dos años de conciencia plena por su parte, privado del sueño theta; dos años de sentarse o flotar o —como había visto en los holofilms de entrenamiento para estado físico militar— enroscado en un rincón, totalmente psicótico.

Lanzó un pedido radial para regresar a Meknos III. Ninguna respuesta. Bueno, lo mismo daba.

Sentado en el módulo de control, encendió de un golpe la pequeña computadora interna y dijo:

—Mi cámara theta no funcionará; la sabotearon. ¿Qué me sugieres hacer durante dos años?

HAY CINTAS DE ENTRETENIMIENTO DE EMERGENCIA.

—Correcto —dijo—. Tendría que haberlo recordado. Gracias.

Apretó el botón indicado para que la puerta del compartimiento de cintas se abriera deslizándose.

Ninguna cinta. Sólo un juguete para gatos, una bolsita en miniatura para presionar, que habían incluido para Norman; nunca había alcanzado a dárselo. Por lo demás... estantes vacíos.

La mente alien, pensó Bedford. Misteriosa y cruel.

Hizo funcionar la grabadora de audio de la nave, y dijo con calma y con la mayor convicción posible:

—Lo que haré es construir mis dos años siguientes alrededor de la rutina diaria. Primero, están las comidas. Pasaré todo el tiempo posible planificando, preparando, comiendo y disfrutando platos deliciosos. Durante el tiempo que me queda por delante, probaré toda combinación posible de víveres.

Tambaleante, se paró y se dirigió al enorme armario contenedor de comida.

Mientras se quedaba con los ojos muy abiertos ante el armario apretadamente lleno, apretadamente lleno de hilera tras hilera de envases idénticos, pensó: Por otro lado, no hay mucho que hacer con una provisión de dos años de comida para gatos. En el sentido de la variedad, ¿serán todos del mismo sabor?

Eran todos del mismo sabor.

FIN

martes, 19 de febrero de 2008

Criaturas del apogeo-Brian W. Aldiss

CRIATURAS DEL APOGEO

Brian Aldiss

Título original: Creatures of Apegee

Traducción: M.S.

Desde la distancia, el palacio de un solo piso parecía flotar en el océano como una oblea.

De los iluminados cuartos del palacio, detrás de la larga columnata, salieron saltando tres seres, él, Ella y ella. Corrieron por las losas, riendo. La noche crepitaba allá arriba en tonos de azul oscuro y almíbar. La alegría chispeaba como relámpagos uniendo dos puntos opuestos.

La música rebosaba de las habitaciones. En esa música sólo se movía la armonía misma, en cadencias perfectas, aunque llevaba en el tono una referencia indirecta a los peculiares y profundos cambios de tiempo en ese mundo. Las cosas crecían, los ojos brillaban, los cuerpos eran ágiles; pero se trataba de ese planeta funesto y no de otro en el universo.

La gran terraza, por ejemplo, pavimentada con losas donde la mica centelleaba bajo los pies: sobre su extensión la luminosidad jugaba con tantas variaciones como la música. La propia noche era una gran fuente de luz y, como un enorme caldero invertido, el cielo derramaba sus alimentos sobre el complicado edificio. Hasta el abovedado techo, detrás de las columnatas, llevaba el mar sus secretos mensajes de luz, pues los océanos, para el calor y para el día, tienen mejor memoria que el aire.

También los glaciares, y siete lunas pequeñas, contribuían con su cuota de brillo.

Y las tres criaturas que corrían riendo, él, Ella y ella, se regocijaban en la noche, a causa de cuyas propiedades vivían. Ahora habían llegado al borde de la terraza, y descansaron apoyados en la última y esbelta columna adornada con descoloridas pinturas de hechiceros y de cefalópodos. Dirigieron primero la mirada, instintivamente, hacia las susurrantes olas, como si quisieran traspasarlas y ver las criaturas que en las profundidades esperaban la estación apropiada. Sonrieron con una mueca. Levantaron la cabeza. Juntos, contemplaron el mar matutino, observando los inmensos glaciares que flotaban sobre las frías almohadas de su propio aliento. Llegaba la aurora. La aurora, sin la correspondiente palidez en el cielo.

La aurora, el imán de la vida. La atención de aquellos grandes ojos, en rostros pálidos, evanescentes, barrocos, fue atraída por un iceberg que flotaba en el este. Un iceberg que descansaba en las profundidades como un monumento al tiempo mismo.

Los acantilados fueron de un gris recordado, sombríos, pétreos... hasta el momento del alba. Entonces el hielo se encendió como una señal distante.

Como una flor que se desdobla saliendo del capullo, mostrando voluptuosos pliegues rosados, el iceberg cambió de color. El gris se volvió gris paloma. El gris paloma se volvió gris tiza y adquirió luego un tierno tinte rosado, todo promesas.

Entre el día y la noche no existía separación: auroras como esa no podrían interrumpir el abrazo. Mientras el sol subía un poco más, mientras el iceberg, olvidado por el portador de la lámpara, se volvía a hundir en la oscuridad, no fue el resplandor lo que cambió sino el sonido. La música cesó. Incómodos dentro de los trajes de raso, los músicos retornaban furtivamente a casa.

El sol no era más que un implorante punto de luz, demasiado distante de todo para poder reinar. Una perla arrojada al cielo habría despedido más brillo.

Los tres se volvieron, él, Ella y ella. Con mucha tranquilidad, tomados de la mano, caminaron por el borde de la terraza, donde las profundas aguas amoniacales del océano les lanzaban reflejos al semblante, como pensamientos fugaces.

- ¿Es más brillante? - preguntó ella refiriéndose al Sol.

- Más brillante que en nuestra niñez - respondió él.

- Más brillante aún que ayer - dijo Ella.

Ahora que la música de la noche había enmudecido, los susurros del océano y del aire se acercaban más, hablándoles del conmovedor fulcro de la existencia. Allá arriba, un ave marina voló entre los elevados arcos, saliendo momentáneamente de la nada y entrando en la órbita de la civilización antes de desaparecer de nuevo en el vacío. A sus pies, una sucesión de olas arrojaban espuma sobre la terraza, donde pronto se evaporaba hacia el espacio.

Los tres compartían un intenso amor, así que se acercaron más y caminaron como uno solo. Además de ser corta, la vida (cosa verdaderamente patética) era cíclica. Las hojas que se secaban y morían brotarían verdes de nuevo muchas generaciones más tarde.

- Estamos ahora tan lejos del apogeo - dijo él.

- El sol se acerca más y más al Tiempo de Cambio - dijo Ella.

- Nuestro mundo tiene su rumbo trazado... sin rumbo no existiría el mundo - dijo.

El silencio fue una forma de asentimiento; pero por dentro, donde las cosas tangibles se unían a las cosas intangibles, tenían una gran sensación de temor, una sensación que trascendía la alegría o la pena, al considerar los movimientos planetarios dentro de los cuales se representaba su delicado papel; Ellos eran la vida de su mundo; pero en ese mundo toda la vida era como la imagen en un espejo.

Existían dos tipos de vida, tan diferentes, tan dependientes como yin y yang... y sin embargo nunca se encontraban, y nunca se trataban, y ni siquiera podían respirar la atmósfera de la otra. Cada tipo de vida prosperaba sólo en la muerte del otro. En el

Tiempo de Cambio, los siglos de existencia cambiaban de centinelas.

- Como criatura del apogeo, temo... - dijo Ella.

A lo que ella agregó:

-...pero forzosamente amo a las criaturas del perihelio.

Y que él remató:

- Porque juntos, ellos y nosotros debemos formar el sueño y la vigilia de un mismo

Espíritu.

Se detuvieron a mirar otra vez por encima de los ondulados líquidos, como si esperaran ver a ese Espíritu antes de tomar la decisión de entrar en el palacio. Al volverse, fijaron la vista común en un ancho tramo de escaleras que bajaban de la terraza al océano. No era ese el camino que debían tomar. Otros pies, de diferente forma y propósito, usarían esas escaleras cuando pasase el terrible Tiempo de Cambio.

Las escaleras estaban gastadas, obnubilada la piedra misma, tanto por los siglos como por las pisadas. Sobre ellas habían circulado muchas atmósferas, muchos océanos, mientras el mundo se movía en su atenuada trayectoria elíptica. Era un mundo pequeño, esclavo de esa letárgica órbita; pues en el curso de un año, desde los calores del perihelio hasta los fríos del apogeo y viceversa, no sólo vidas sino generaciones enteras sufrían el ciclo de nacimiento y extinción, nacimiento y extinción.

Mientras observaban los anchos escalones que conducían a los opacos fluidos del océano, los tres sabían lo que habría de pasar en la primavera, cuando el sol fuese un disco y el Cambio destronase a su raza.

Entonces los océanos hervirían con furia.

Se retirarían las mareas.

Se secarían los escalones.

El palacio - su palacio - se transformaría, y aparecería sólo como el último piso de una enorme pirámide de muchos pisos. Los escalones llevarían al suelo distante. Ese suelo, ya no un lecho oceánico, quedaría allá abajo, a diez kilómetros de la cima.

Todo enmudecería después de las tormentas del Cambio, menos el llanto de la atmósfera con los nuevos vientos.

Aparecerían entonces las criaturas del perihelio y comenzarían a subir por la escalera. Bajo el ardor de ese sol hinchado, marcharían hasta la cima. En sus propias lenguas, con sus propios gestos, obedecerían a sus propias divinidades.

Hasta que volviese otra vez el otoño.

Los tres seres se apretaron con más fuerza y se retiraron al palacio, a descansar, a dormir, a soñar.

FIN

sábado, 16 de febrero de 2008

En la noche-Ray Bradbury

Ray Bradbury

EN LA NOCHE[1]


La señora navárrez gemía toda la noche, y los gemidos llenaban la casa de vecindad como una luz encendida en todos los cuartos, de modo que nadie podía dormir. La mujer mordía la almohada, rechinando los dientes, toda la noche, y retorcía las manos delgadas, gritando:

—¡Joe, querido!—.

A las tres de la madrugada la gente de la casa, abandonando toda esperanza de que la mujer cerrase alguna vez la boca pintada de rojo, se levantó, furiosa y decidida, y se vistió para tomar un ómnibus que los llevase a la parte baja de la ciudad a algún cine nocturno. Allí Roy Rogers perseguía a los hombres malos a través de velos de tabaco rancio y hablaba sobre los suaves ronquidos de la sala oscura.

Al alba, la señora Navárrez aún sollozaba y chillaba.

Durante el día no era tan terrible. Entonces el coro de los niños que gritaban aquí o allí en la casa añadía un elemento que era casi armónico. Las máquinas de lavar se agitaban entonces ruidosamente en el porche de la casa, y mujeres con vestidos de felpilla, de pie en las empapadas tablas del porche, se transmitían rápidamente sus murmuraciones mexicanas. Pero de cuando en cuando, sobre las agudas voces, el lavado, los niños, uno podía oír a la señora Navárrez como una radio vociferante:

—¡Joe, oh, mi pobre Joe!

Ahora, al atardecer, los hombres llegaban con el sudor del trabajo bajo los brazos. Tendidos en frescas bañeras, por toda la casa, mientras se preparaban las comidas, maldecían y se llevaban las manos a las orejas.

—¡Todavía está en eso! —rabiaban desesperados. Un hombre hasta pateó la puerta—. ¡Cállese, mujer! —Pero sólo logró que la señora Navárrez gritara con más fuerza—. ¡Oh, ah! ¡Joe, Joe!

—¡Esta noche cenamos afuera! —les dijeron los hombres a sus mujeres.

En toda la casa, los utensilios de cocina volvieron a sus estantes y se cerraron las puertas mientras los hombres hacían correr a sus perfumadas mujeres llevándolas por los pálidos codos.

A medianoche, el señor Villanazul abrió su puerta vieja y descascarada, cerró los ojos y se quedó así un momento, balanceándose. A su lado estaba su mujer Tina, con tres hijos, y dos hijas, una en brazos.

—Oh, Dios —susurró el señor Villanazul—. Dulce Jesús, baja de la cruz y haz callar a esa mujer—. Entraron en el oscuro cuartito y miraron la luz azul de la vela que llameaba bajo un crucifijo solitario. El señor Villanazul sacudió filosóficamente la cabeza—. Está todavía en la cruz.

Estaban en cama como animales en el asador, y la noche de verano los rociaba con sus propios líquidos. La casa ardía con el grito de aquella mujer enferma.

—¡Me ahogo!

El señor Villanazul corrió por la casa, escaleras abajo hasta el porche, con su mujer, dejando arriba a los niños que tenían el grande y milagroso don de poder dormir a pesar de todo.

Unas figuras oscuras ocupaban el porche; una docena de hombres silenciosos, en cuclillas, con cigarrillos que humeaban y brillaban entre los dedos morenos, mujeres en batas de felpilla que trataban de aprovechar el escaso viento nocturno. Se movían como figuras de sueño, como alambres y rodillos envueltos fuertemente en ropas de momia. Tenían los ojos hinchados y las lenguas espesas.

—¿Y si entramos a su cuarto y la estrangulamos? —dijo uno de los hombres.

—No, eso no estaría bien —dijo una mujer—. Arrojémosla por una ventana.

Todos se rieron cansadamente.

El señor Villanazul parpadeaba perplejo. Su mujer se movía perezosamente a su lado.

—Uno podría pensar que Joe es el único hombre del mundo que se ha alistado en el ejército —dijo alguien, irritado—. ¡La señora Navárrez, bah! Este marido de ella pelará papas. ¡El hombre más seguro en infantería!

—Hay que hacer algo —dijo el señor Villanazul sorprendido ante la dura firmeza de su propia voz.

Todos lo miraron.

—No podemos seguir así otra noche —continuó el señor Villanazul bruscamente.

—Cuanto más le golpeamos la puerta, más grita —explicó el señor Gómez.

—Vino el cura esta tarde —dijo la señora Gutiérrez—. Lo llamamos desesperados. Pero la señora Navárrez no le quiso abrir la puerta, a pesar de todos sus ruegos. El cura se fue. El oficial Gilvie le gritó, también, ¿pero creen ustedes que ella oyó algo?

—Debemos probar otro método, entonces —musitó el señor Villanazul—. Alguien debe mostrarse... simpático con ella.

—¿Y qué nuevo método sería ese? —preguntó el señor Gómez.

El señor Villanazul pensó un momento.

—Si al menos hubiese un hombre soltero entre nosotros —dijo al fin.

Dejó caer la frase como una piedra fría en un pozo profundo. Esperó a que llegara al fondo y que las ondas desapareciesen.

Todos suspiraron.

Era como si se hubiese levantado una brisa de verano. Los hombres se enderezaron un poco; las mujeres se movieron más rápidamente.

—Pero —replicó el señor Gómez echándose hacia atrás— todos somos casados. No hay solteros.

—Oh —dijeron todos, y se hundieron en el cauce vacío de la noche, y el humo se elevó en silencio.

—Entonces —dijo el señor Villanazul alzando los hombros, endureciendo la boca—, ¡tiene que ser uno de nosotros!

Otra vez sopló el viento de la noche, estremeciéndolos.

—¡No es hora de egoísmos! —declaró Villanazul—. ¡Uno de nosotros debe hacerlo! ¡O si no, pasaremos otra noche infernal!

La gente del porche se apartó del señor Villanazul, parpadeando.

—¿Usted lo haría, no es cierto, señor Villanazul? —preguntaron.

El hombre se endureció. El cigarrillo casi se le cayó de los dedos.

—Oh, pero yo ... —objetó.

—Usted —dijeron los otros—. ¿Sí?

El señor Villanazul agitó febrilmente las manos.

—Tengo mujer y cinco hijos. ¡Uno aún no camina!

—Pero no hay solteros entre nosotros, y ha sido idea suya, y debe usted tener el coraje de sus convicciones, señor Villanazul —dijeron todos.

Villanazul calló, muy asustado. Echó unas rápidas miradas a su mujer.

Tina se balanceaba lentamente en el aire de la noche, mirando a su marido.

—Estoy tan cansada —se quejó.

—Tina —dijo él.

—Me moriré si no duermo —dijo Tina.

—Oh, pero, Tina —dijo él.

—Me moriré y habrá muchas flores y me enterrarán si no descanso —murmuró.

—Tiene mal aspecto —dijeron todos.

El señor Villanazul titubeó sólo un momento- Tocó los dedos calientes y flojos de su mujer. Le tocó los labios, la caliente mejilla.

Dejó el porche sin una palabra.

Podían oír sus pies que subía las polvorientas escaleras de la casa, y llegaban al tercer piso donde la señora Navárrez gemía y gritaba.

Esperaron en el porche.

Los hombres encendieron nuevos cigarrillos y arrojaron lejos los fósforos, susurrando como el viento, y las mujeres se pasearon alrededor de un lado a otro, y todos hablaban con la señora Villanazul, ojerosa, apoyada contra la barandilla del porche.

—Ahora —murmuró uno de los hombres—, ¡el señor Villanazul ha llegado arriba!

Todos callaron.

—Ahora —siseó el hombre con un murmullo teatral—, ¡el señor Villanazul llama a la puerta! Tap, tap.

Todos escucharon, conteniendo el aliento.

Muy lejos se oyó un golpeteo.

—Ahora la señora de Navárrez, ante esta intrusión, ¡se echa otra vez a llorar!

De arriba vino un grito.

—Ahora —imaginó el hombre, inclinado hacia adelante, moviendo delicadamente la mano en el aire—, el señor Villanazul ruega y ruega, dulcemente, en voz baja, ante la puerta cerrada.

La gente del porche alzó las barbillas, tratando de ver a través de tres pisos de madera y yeso hasta el tercer piso, esperando.

El grito se apagó.

—Ahora el señor Villanazul habla rápidamente, ruega, murmura, promete —susurró el hombre.

El grito se transformó en un sollozo, el sollozo en un gemido, y al fin no hubo más que un ruido de respiraciones y corazones que latían y oídos que escuchaban.

Luego de dos minutos de sudar y esperar, la gente del porche oyó que allá arriba se alzaba un cerrojo, se abría una puerta, y un segundo más tarde se cerraba con un murmullo.

La casa estaba en silencio.

El silencio vivía en todos los cuartos como una luz apagada. El silencio fluía como un vino fresa por los túneles de los pasillos. El silencio entraba por las puertas como una brisa fresca desde la bohardilla. Todos respiraron la frescura del silencio.

—Ah —suspiraron.



[1] En castellano en el original.

martes, 12 de febrero de 2008

Street spirit-Radiohead.

street spirit (fade out)

Hileras de casas, todas dirigiendose a mi

Puedo sentir sus tristes manos tocandome

Todas aquellas cosas en todos sitios

Todas aquellas cosas que un día tomarán el control.

Y se desvanece de nuevo, y se desvanece de nuevo...

Esta máquina no comunicará

aquellos pensamientos y el esfuerzo bajo el que estoy.

Se un chico de mundo, forma un círculo

antes de que todos sucumbamos.

Y se desvanece de nuevo, se desvanece de nuevo..

Huevos cascados, pájaros muertos

gritan como si lucharan por vivir.

Puedo sentir la muerte, puedo ver ojos redondos, brillantes y saltones.

Todas aquellas cosas en fruición,

todas aquellas cosas que un día nos tragaremos enteras.

Y se desvanece de nuevo, se desvanece de nuevo....

Sumerge tu alma en amor

Sumerge tu alma en amor


Un inesperado visitante-Angel Arango-Cuba

UN INESPERADO VISITANTE

Angel Arango

Antes de saltar hizo una última señal.

Descendió a través del espacio haciendo el cuerpo más ligero que una pluma, la mente vacía de pensamientos, la sangre detenida, los nervios abiertos dentro de los músculos como las costuras de un paracaídas.

Sin ropa ni equipos, porque la materia de esas cosas no obedecía a su voluntad como la carne.

Desnudo.

Era fácil. Se inhibía de la fuerza de gravedad y dejaba de ser su conductor. Apenas permitía que se hiciese sentir el peso de la piel, apretada en derredor como una coraza para protegerlo del frío.

Al llegar a la superficie del agua, el cuerpo tomó por sí mismo la posición vertical y se orientó a tierra.

Estaba salvado.

La única herida que se había hecho al deshacerse rápidamente de la nave le sangraba, pero no ofrecía peligro, porque a él la sangre se le regeneraba al contacto del oxígeno y dentro de las venas. Era extraordinariamente alto y hermoso, y sus ojos de un color azul marino fulguraban con brillo metálico, y eran penetrantes como los rayos del sol del mediodía.

Aún no tenía barba, porque hacía pocos días que se había afeitado.

- Mi nave habrá caído en el océano - se dijo.

Y echó a caminar por aquel mundo desconocido adonde no había intentado nunca venir y que por un accidente se convertía en su destino.

Comenzó a andar en dirección a los árboles que se estremecían bajo la brisa que soplaba procedente del mar próximo.

Pronto divisó a un grupo de nativos que se dirigía al río y vio cómo vestían. Oculto, logró oír parte de las conversaciones y puso a trabajar su voluntad para que el cerebro funcionase a toda capacidad y le diese el significado de las palabras.

Los siguió. Uno a uno fueron metiéndose en las aguas y se bañaron con alegría.

- Debo acercarme.

Fue hacia donde estaban y entró también en el agua. Uno que parecía dirigir el grupo se le aproximó e hizo una extraña reverencia. El abrió sus brazos, como era costumbre saludar en su planeta.

- Bienvenido - dijo el otro.

- No entiendo nada - respondió el extranjero en su lengua.

El que dirigía el grupo comprobó cuán alto era.

- No eres como nosotros - dijo -. ¿De dónde vienes?

El cerebro le trabajaba febrilmente; las palabras iban y venían por sus conductos nerviosos y se revolvían en una confrontación interminable. No sabía qué responder aún y sin embargo, sentía que las palabras últimas eran mucho más fáciles, casi las tenía en su repertorio. De pronto, sin saber cómo, dio la respuesta señalando el punto del océano espacial por donde habla llegado.

Su cerebro, obediente, eficaz, bien alimentado, había encontrado el significado preciso de las primeras palabras. Comenzaba a formar su vocabulario y ahora tendría que aprender a utilizarlo.

- De...

Y su mano volvió a extenderse para señalar el lugar del cielo. El grupo lo contempló en silencio. Quizá no comprendían su respuesta. Quizá no podían imaginarla tan siquiera. Les pidió ropa prestada y se la dieron. Luego se sentó con ellos y conversaron. Ellos hablaban y él contestaba aún con monosílabos. Supo que había allí otros hombres que vestían de hierro y atravesaban a los nativos con sus lanzas.

«Debo permanecer vivo hasta que llegue mi grupo de rescate», se dijo y fue a refugiarse en el desierto, donde podría soportar hasta seis meses sin comer ni beber, gracias a la energía de reserva que tenía acumulada.

El desierto era silencioso y aburrido. Casi como el espacio interplanetario; mirar las dunas era igual que contemplar los caprichosos diseños de las constelaciones. Durante la noche, cuando las formas de la arena se perdían en la gran oscuridad y el único paisaje eran las estrellas, se sentía adolorido y angustiado, porque era terrible verse prisionero de una tierra extraña y ser incapaz de alterar el espectáculo de aquellos puntos fijos. No era como cuando dentro de su nave podía trazar un curso y cambiar el panorama y aproximarse o alejarse de los distintos mundos.

- Terminaré por volverme loco - gritó al mes y se fue hacia la costa, donde encontró una familia de pescadores con los cuales hizo amistad y aprendió a hablar perfectamente el idioma. Luego se embarcó con los pescadores para recuperar el equipo de señales. Descendió a las aguas y recorrió a pie el fondo del mar. Fue inútil. Entonces emitió una señal telepática debajo del agua y ésta atrajo a los peces, que llenaron las redes. Volvió a la superficie, desplazó la atmósfera e hizo en torno suyo el vacío. Por su cuerpo no corría la fuerza de la gravedad: era como un muerto inmóvil y se deslizó así sobre las aguas, erguido sobre sus pies que descansaban en una delgada capa de aire sobre la superficie del mar.

Los marineros que le vieron tenían unas terribles caras de asombro y comprendió que había ido demasiado lejos. Aquel mundo, o aquel lugar del mundo que visitaba, estaba demasiado atrasado.

«Comenzarán a hablar de mí y no me conviene». Se lo dijo a los pescadores:

- No es nada. No lo digan a nadie.

Los pescadores fueron honrados. No dijeron absolutamente nada, pero le trajeron a un amigo ciego para que él lo viese y procurase ayudarlo.

- Por piedad.

Era una voz conmovedora. El hombre estaba con los párpados cerrados y solamente repetía aquello con convicción definitiva.

- Por piedad, por piedad...

- Puedo usar mi voz - pensó - y hacer que rompa el sello que quema su mirada. Pero mí energía está limitada y la que recibo de este mundo es pobre y no puede recompensarme. Mi poder, mi poder debe durarme...

Sin embargo, el hombre ciego permanecía frente a él, y era algo que no podía soportar porque en su mundo no existían esos males.

- Te ayudaré... Acuéstate...

El ciego obedeció y él cubrió sus ojos. Volvió a decirle las mismas palabras varias veces. La vibración de su voz destruyó el virus. Hasta que el otro despertó y vio la luz.

Leyendas e historias fueron tejiéndose en tomo a él y la vida de aquellos hombres se fue cerrando alrededor de la suya, a pesar suyo.

Llamaba la atención por su estatura y por lo fuerte de su mirada y tenía ahora una larga y suave barba y cabellos que le cubrían la nuca. Su presencia era conocida rápidamente y el pueblo se le acercaba y lo rodeaba.

- Extraño pueblo que no conoce el amor y vive siempre alucinado... Extraño pueblo que no conoce el amor.

Le seguían a todas partes y le escuchaban y le observaban; había comenzado a formar parte de la vida de las gentes.

Probó sus poderes. El poder de la mirada, la fuerza de la mirada.

Saludaba abriendo los brazos.

- Lo que llaman riqueza no vale nada en mi país - decía -. El amor es lo importante.

Las mujeres le seguían, pero él sabía que no podía prodigarse porque sus energías se reducían más y más.

- Es un hombre encantador...

- Lo que ocurre es que no nos mira, por eso le amamos.

- Pero estaría dispuesta a seguirlo siempre.

- Dice cosas tan nuevas. Todavía no sé de qué habla, pero hay sentido en su persona.

- Es como si viniera de algún lugar lejano y limpio donde los hombres fuesen más fuertes y seguros y no necesitaran bañarse como aquí.

- El probó sus poderes. El poder de la mirada, la fuerza de la mirada.

- Mi poder, mi poder...

Se le despertó una profunda compasión por aquel pueblo tan necesitado de creer y de amar, a pesar de todo. Y aunque no dejaba de preocuparle el saber que estaba lejos de su mundo «Mi señal perdida y yo sin respuesta» hizo cuanto pudo por ayudar a mejorar la vida y la existencia de los hombres y mujeres que con tanta pasión se le aproximaban. Comenzó a explicarles cosas y lo hizo en forma atractiva, presentándolo como dicho anteriormente por algún personaje histórico que ellos respetasen o como un mensaje nuevo transmitido a través de él. Porque el engaño era necesario.

Habló en metáfora, lo que sirvió para causar una gran impresión a su auditorio y también para que posteriormente fuesen confundidas sus palabras.

- No debo alejarme nunca de los que me siguen. El día que lo haga, los opresores de este país me destruirán y habrá cesado mi última esperanza de ser rescatado. Sé que mi poder no durará siempre...

A pesar de ello, le inquietaba el hambre entre las gentes y sus enfermedades. Y utilizó la frecuencia de las vibraciones de su voz para curar y decidió alimentar a los miles de hombres que pasaban hambre.

- Eso no se conoce en mi mundo. Extraños y pobres seres.

Dejó escapar lentamente la energía que llevaba concentrada en su mente y multiplicó los alimentos terrestres por procesos reproductivos acelerados.

- Aunque yo termine no siendo más que uno de ellos.

Pero había roto la cadena de la historia.

Los soldados no fueron quienes dieron el primer paso para destruirlo. Fueron los comerciantes que vendían la comida.

- Ese hombre debe desaparecer. Nos arruina.

- Que muera. Que muera de una pedrada certera.

Cuando se dispuso a levantar la piedra, el extranjero, que presintió la agresión, se volvió hacia los tableros de mercancías y los volcó sobre el piso. E inmediatamente el pueblo repitió la acción con todos los demás tableros.

Cada minuto que pasa las cosas crecen y se vuelven importantes.

Un silencio penetró los corazones, y hombres y mujeres se postraron ante él. Estaba erguido, él solo, como un rey, en medio de la multitud. El solo, alto y extraordinario, con sus ojos de mirada poderosa, que nadie podía rechazar.

La cena fue una sesión científica. En ella quiso explicar que la materia se adapta a distintos procesos evolutivos, a distintos niveles biofísicos.

- Todo esto no es más que nosotros mismos - dijo poniendo las manos sobre los alimentos -. Yo puedo volver a ser esta materia y ella puede convertirse en persona. La vida no debe perderse más que para cambiar de cuerpo, de medio. Ustedes mueren porque no han aprendido a querer vivir; no quieren vivir más porque sus facultades son poco evolucionadas y le dan una visión estrecha del mundo. Si pudieran disfrutarlo, entonces desearían renovarse eternamente...

Uno le preguntó cómo había logrado revivir a un muerto.

- Mi voz destruyó los gérmenes, repuso el movimiento y rehabilitó la materia. Mi palabra es natural y, sin embargo, da las vibraciones necesarias.

Los soldados marchaban por la carretera de cuatro en fondo. Cantaban un himno. Un hombre saltó al camino y les hizo señas. El grupo se detuvo a las órdenes que impartió el oficial. Este se adelantó al hombre y le preguntó:

- ¿Es usted?

- Sí - respondió el otro temblorosamente.

- Bien; díganos dónde está.

El hombre apretó sus manos con nerviosismo y le susurró al oficial:

- Es el más alto. Tiene los ojos azules y brillantes.

El oficial desplazó a sus hombres y éstos avanzaron en escuadra desplegada sobre el campo para cerrarse alrededor del punto señalado.

Poco después rodeaban al extranjero y el oficial le preguntó:

- ¿Quién eres?

- Yo soy el hijo de un hombre - respondió el extranjero.

- ¡Llévenselo! - dijo el oficial. E hizo señas de que le atasen las manos. Por un instante, el hombre que quería aprovechar el tiempo que vivía fuera de su tiempo para ayudar a un pueblo mucho más atrasado que el suyo contempló el pedazo de soga colgando de las manos del legionario. Por un instante pensó que podría deshacerse de todos ellos con el resto de fuerza que aún le quedaba de reserva. Pero entonces comprendió también que de nada serviría, pues había hecho allí más de lo que podía y nadie le conocía verdaderamente ni sabía quién era. No ganaría ahorrando unas horas más de vida. Su poder se había consumido ayudando al pueblo sometido, multiplicando el alimento, rehabilitando a los enfermos. Tarde o temprano terminaría agotándose. Estaba desarraigado, fuera de los cielos que había surcado a velocidades increíbles, cansado de esperar el resultado de una señal hecha con demasiada precipitación. Una señal demasiado pequeña para un universo tan grande.

Extendió ambas manos y el soldado se las amarró.

Cuando llegaron a la ciudad comenzaron los interrogatorios. Aparecieron muchas personas que decían conocerle y que le atribuyeron frases y hechos. Luego le quisieron hacer confesar cosas que desconocía e insistían una y mil veces en averiguar de quién era hijo.

- ¿Eres príncipe? ¿Eres rey?

- Yo sólo soy el hijo de un hombre - volvió a repetir y entonces, sorpresivamente, le escupieron el rostro y le entraron a golpes y garrotazos.

Era la primera agresión física. Quiso romper sus ataduras y pensó en ellas, únicamente en ellas, a pesar de todo lo que le rodeaba. Se concentró totalmente. Pero las ligaduras no cedieron; estaba perdido, sus últimas fuerzas superiores le habían abandonado. Era un hombre indefenso como los demás, como los habitantes de aquel pueblo sometido.

- Tú eres un conspirador - gritó un viejo histérico al que secundaba todo el Consejo de Ancianos -; te vamos a entregar al ejército...

Y así fue.

Le llevaron ante un militar vestido de hierro como los demás, pero que se envolvía en una capa roja.

Antes de llegar a él tuvo que cruzar entre dos filas de hombres con estandartes. Miró a lado y lado y vio cómo, con el furor de su mirada, los estandartes se abatieron.

- Aún me queda energía.

Volvió a intentar romper las ligaduras. Pero nada, sólo los estandartes se abatían; su última energía los hacía extraordinariamente pesados en las manos de los soldados.

- ¿Quién eres? - preguntó el oficial.

El extranjero miró dudosamente al jefe de los soldados.

- Yo soy un hombre de...

El comandante le interrumpió:

- ¿Eres tú Cristo?

- Ese nombre me das - dijo el prisionero y pensó que si hubiera tenido allí su identificación se la habría mostrado con gusto al oficial.

- ¿Tú eres el rey de esta gente?

- No entiendo lo que dices - respondió el extranjero -. Yo no soy de aquí.

- Tu reino entonces no es éste.

Se volvió a la multitud y les dijo que el hombre alto era inocente del cargo de conspiración.

Pero en primera fila delante de la multitud estaban los comerciantes de quienes el extranjero se había defendido. Y éstos comenzaron a dar gritos de:

- ¡Muerte! ¡Muerte!

Y la palabra asustó al gobernador, que lo entregó a la tropa.

Los soldados se lo llevaron a un sótano donde lo patearon, lo golpearon y, por último, lo amarraron a una silla llenándolo de símbolos extraños como si fuese un espantapájaros.

De allí lo sacaron poco después a la calle y le colocaron una enorme cruz de madera de cedro sobre las espaldas. El hombre sostuvo el peso cuanto pudo, mientras le hacían marchar hacia un monte próximo conocido por «el lugar de la Calavera». A latigazos y lanzazos, como hacían con aquel pueblo sometido, el inesperado visitante fue arrastrándose.

Legó al monte y lo alzaron en la cruz.

Había otros dos ajusticiados a su lado, pero él se veía mucho más grande.

- Quizás hubiera tenido más suerte en la forma de morir, si no hubiera sido por esta costumbre de abrir los brazos...

Uno de los soldados le oyó hablar y le clavó su lanza.

Se relajó definitivamente para no sufrir.

Pero aunque lo consideraron muerto, su corazón latía aún a un ritmo imperceptible para el hombre de la Tierra.

Lo descendieron y lo introdujeron en un sepulcro.

Era mucho más corto de estatura que cuando había descendido del espacio.

Los soldados custodiaron el sepulcro por temor a que algunos curiosos del pueblo pudieran sustraer el cadáver.

La oscuridad vino sobre el mundo. El sol se escondió y el cielo apareció oscuro aun siendo de día. Se vieron las estrellas. La luna, que era como sangre, no brilló en toda la noche.

La patrulla de rescate había hecho dos o tres disparos de efecto sobre la tierra y los edificios. En el cementerio se abrieron las fosas de los muertos. Mientras la nave se mantenía en el aire, próxima a la superficie de la tierra, creando un cielo de tormenta con todos sus reflectores encendidos, dos de los hombres se aproximaron al sepulcro ante el espanto de la guardia. Eran altos y de vistosos uniformes y con facilidad retiraron la piedra que cubría la tumba.

El extranjero torturado se levantó y, caminando por sus propios pasos, fue a reunirse con los dos hombres.

- Vámonos - dijo.

Y desaparecieron en el cielo.

Luego, el pueblo comenzó a contar la historia con grande emoción. Los detractores la deformaron y los admiradores también. Los escritores tomaron todas estas deformaciones e hicieron la obra literaria. Cada cual habló lo que quiso y la humanidad continuó repitiéndolo y sigue en ello. Aún hoy en el año 3.000.

FIN

sábado, 9 de febrero de 2008

El abrasamiento del cerebro-Cordwainer Smith

El abrasamiento del cerebro

Cordwainer Smith

1. DOLORES OH

Les digo: Es triste, es más que triste, es horrendo, porque es terrible salir Arriba-Afuera, volar sin volar, moverse entre las estrellas como una polilla entre las hojas en una noche de estío.

De todos los hombres que llevaron las grandes naves a la plataforma ninguno fue más valiente, ninguno más fuerte que el capitán Magno Taliano.

Los scanners habían desaparecido hacía siglos y el efecto jonasoidal se había vuelto tan simple que la travesía de los años-luz no era más difícil para la mayoría de los pasajeros de las grandes naves que ir de un cuarto a otro.

Era fácil para los pasajeros. No para la tripulación.

Y menos aún para el capitán.

El capitán de una nave jonasoidal que se hubiese embarcado en un viaje interestelar era un hombre sujeto a extrañas y abrumadoras tensiones. El arte de vencer todas las complicaciones del espacio se parecía mucho más a la navegación en mares turbulentos de los antiguos tiempos que a las legendarias travesías a vela en aguas tranquilas.

El capitán de viaje de la Wu-Feinstein, la mejor nave en su tipo, era Magno Taliano.

Se dijo una vez de Taliano: "Era capaz de navegar en el infierno moviendo sólo los músculos del ojo. Era capaz de sondear el espacio directamente con el cerebro si los instrumentos fallaban..."

La mujer del capitán se llamaba Dolores Oh. El nombre era japonés, de una nación antigua. En otro tiempo Dolores Oh había sido hermosa, tan hermosa que quitaba el aliento a los hombres, cambiaba los sabios en tontos y los jóvenes en pesadillas de codicia y deseo. Adondequiera que iba los hombres se peleaban y luchaban por ella.

Pero Dolores Oh era orgullosa, orgullosa hasta más allá de los límites corrientes del orgullo. Se negó a pasar por los procesos del rejuvenecimiento común. Debía de haber sentido un deseo inconmensurable unos cien años atrás. Quizá se dijo, ante la esperanza y el terror de un espejo en un cuarto silencioso:

—Seguramente yo soy yo. Tiene que haber un yo más importante que la belleza de mi cara, tiene que haber algo más que esta piel suave y las arrugas accidentales de la mandíbula y el pómulo.

"¿Qué amaron los hombres si no me amaron a mí? ¿Podré descubrir quién soy o qué soy si no dejo que la belleza muera y no me resigno a vivir en una carne que tiene mis años?

Dolores Oh conoció al capitán y se casaron en seguida; el romance dejó hablando a cuarenta mundos, y pasmó a la mitad de las líneas de navegación.

Magno Taliano empezaba entonces a revelarse como genio. El espacio, podemos asegurarlo, es impetuoso, impetuoso como las aguas turbulentas de un vendaval, repleto de peligros que sólo los hombres más sensibles, rápidos y osados son capaces de vencer.

El mejor de todos, categoría por categoría, edad por edad, por encima de toda categoría, superior a los de mayor experiencia, era Magno Taliano.

El matrimonio con la belleza más hermosa de cuarenta mundos fue para él algo así como los amores de Abelardo y Eloísa, el inolvidable romance de Helen America y Ya-no-cano.

Las naves del capitán de viaje Magno Taliano se volvían hermosas año a año, siglo a siglo.

A medida que las naves mejoraban Magno Taliano obtenía siempre el último modelo. Estaba tan adelantado a los otros capitanes de viaje que era inconcebible que la mejor nave de la humanidad saliese a la incertidumbre y la furia del espacio de dos dimensiones sin Taliano al timón.

Los capitanes de puerto estaban orgullosos de navegar junto con Taliano. (Aunque los capitanes de puerto no tenían otro trabajo que cuidar la conservación de la nave, la carga y la descarga en el espacio normal, eran sin embargo algo más que hombres comunes en los límites del propio mundo, un mundo muy por debajo del universo más majestuoso y arriesgado de los capitanes de viaje.)

Magno Taliano tenía una sobrina que de acuerdo con las costumbres modernas se hacía llamar con el nombre de un sitio: "Dita de la Mansión del Sur".

Cuando subió a bordo de la Wu-Feinstein, Dita ya había oído hablar a menudo de Dolores Oh, la tía política que en otra época había cautivado a los hombre de muchos mundos, Dita se encontró sin embargo con algo que no esperaba.

Dolores la saludó cortesmente, pero esa cortesía fue como una bomba neumática de ansiedad, la afabilidad una burla seca, el saludo mismo un ataque.

¿Qué le pasa a esta mujer? pensó Dita.

Dolores dijo entonces, como respondiendo al pensamiento de Dita:

—Es agradable encontrarse con una mujer que no trata de sacarme a Taliano. Lo amo. ¿Puedes creerlo; ¿Puedes?

—Claro que sí —dijo Dita.

Miró la cara estropeada de Dolores Oh, el terror hipnótico de aquellos ojos, y comprendió que Dolores había dejado atrás todas las pesadillas y había llegado a ser un demonio atormentado, un espectro posesivo que vivía de la vitalidad del marido, que aborrecía la compañía de los otros, odiaba la amistad, rechazaba a la más casual de las conocidas pues tenía miedo, el miedo ilimitado y permanente de que ella misma no valía nada, y que sin la compañía de Magno Taliano se sentiría más perdida que el más negro de los torbellinos en la nada del espacio.

Magno Taliano entró en la habitación.

Vio a la mujer y a la sobrina juntas.

Debía de estar acostumbrado a Dolores Oh. A los ojos de Dita, Dolores era más horrorosa que un reptil caído en el lodo y que alza la cabeza herida y venenosa con un hambre ciega y una rabia ciega. Para Magno Taliano la horrible mujer que estaba de pie a su lado, como una bruja, era de algún modo la muchacha hermosa que había cortejado y desposado ciento sesenta y cuatro años antes.

Taliano le besó la mejilla marchita, le acarició el pelo seco y duro, le miró los ojos codiciosos y cerrados como si fuesen los ojos de la criatura amada. Suave, dulcemente, dijo:

—Sé buena con Dita, querida.

Magno Taliano siguió caminando por el corredor hasta el centro del cuarto de la planoforma.

Lo esperaba el capitán de puerto. Afuera, en el mundo de Sherman, un planeta agradable, soplaban unas brisas perfumadas que entraban en la nave por las ventanas abiertas.

La Wu-Feinstein, la mejor nave de su clase, no necesitaba paredes de metal. Estaba construida para parecerse al antiguo, prehistórico estado de Mount Vernon, y cuando navegaba entre los astros iba encerrada en su propio y rígido campo de fuerza, que se renovaba constantemente a sí mismo.

Los pasajeros pasaban unas pocas horas agradables caminando por la hierba, disfrutando de los amplios cuartos, charlando bajo la maravillosa imitación de un cielo y una atmósfera.

El único que conocía la verdad era el capitán de viaje, en el cuarto de la planoforma. El capitán de viaje, con los hombres de los transfixores al lado, llevaba la nave de una compresión a otra, dando saltos frenéticos y vehementes a través del espacio, a veces un año-luz, a veces cien años-luz, adelante, adelante, adelante, adelante, hasta que la nave, guiada por los leves impulsos de la mente del capitán, dejaba atrás los peligros de millones y millones de mundos, salía al espacio normal en el lugar establecido, y se posaba como una pluma en un campo adornado y decorado donde los pasajeros podían bajar y alejarse como si no hubieran hecho otra cosa que pasar una tarde en una vieja casona, a orillas de un río.

II. LA LÁMINA PERDIDA

Magno Taliano les hizo una seña a los hombres que operaban los transfixores. El capitán de puerto se inclinó obsequiosamente a la entrada del cuarto de la planoforma. Taliano lo miró seriamente, pero con mucho afecto. Mostrando una cortesía formal y austera, le preguntó:

—Señor y colega, ¿está todo listo para el efecto jonasoidal?

El capitán de puerto se inclinó aún más formalmente.

—Todo listo, señor.

—¿Las láminas en su sitio?

—Las láminas en su sitio.

—¿Los pasajeros seguros?

—Los pasajeros seguros, numerados, contentos y dispuestos, señor.

Entonces llegó la preguntá final y más seria.

—¿Los transfixores están ya preparados y listos para el combate?

—Listos para el combate, señor.

El capitán de viaje se retiró. Magno Taliano les sonrió a los operadores. Todos pensaron lo mismo:

¿Cómo un hombre tan notable ha estado casado tantos años con una bruja como Dolores Oh? ¿Cómo ese espanto, ese horror pudo haber sido una belleza? ¿Cómo esa bestia pudo haber sido mujer, especialmente la divina y encantadora Dolores Oh cuya imagen todavía vemos en tri-di de vez en cuando?

No obstante, Magno Taliano era una persona agradable, a pesar de llevar tanto tiempo casado con Dolores Oh. La soledad y la avidez de Dolores podían consumir a un hombre, como una pesadilla, pero las fuerzas de Magno Taliano eran más que suficientes para los dos.

¿No era él el capitán de la mayor de las naves que navegaban entre los astros?

Mientras los operadores lo saludaban aún, sonriendo, la mano derecha de Taliano bajó la dorada palanca ceremonial. Sólo este instrumento era mecánico. Todos los otros controles de la nave, desde hacía ya mucho tiempo, eran telepáticos o electrónicos.

Los cielos negros se hicieron visibles dentro del cuarto de la planoforma, y el tejido de espacio creció alrededor como el agua que hierve al pie de una cascada. Fuera del cuarto los pasajeros paseaban aún por tmos prados fragantes.

Mientras esperaba tiesamente en la silla de capitán, Magno Taliano sintió que en la pared de enfrente se formaba una figura; en trescientas o cuatrocientas milésimas de segundo esa figura le diría dónde estaba y cómo podía moverse.

Magno Taliano manejaba la nave con los impulsos de su propia mente, ayudado por la pared.

La pared era una mampostería viviente de láminas; cartas laminadas, cien mil cartas por pulgada, para todas las eventualidades imaginables del viaje que en cada nueva ocasión llevaba a la nave a través de las casi ignotas inmensidades del tiempo y el espacio. La nave saltó, como lo había hecho antes.

Una nueva estrella entró en foco.

Magno Taliano aguardó a que la pared le mostrara dónde estaba, esperando (en compañía de la pared) llevar otra vez la nave a la estructura del espacio, moviéndola con inmensos saltos de aquí a allá.

No ocurrió nada.¿Nada?

Por primera vez en cien años la mente de Taliano conoció el pánico.

No podía ser nada. Era imposible que fuera nada. Algo tenía que aparecer. Las láminas siempre enfocaban algo.

La mente de Taliano entró en las láminas y descubrló con una desolación que traspasaba todos los límites del común dolor humano que estaban más perdidos que cualquier otra nave de la historia. Por algún error nunca cometido antes, toda la pared era una colección de duplicados de la misma lámina.

Y lo peor era que la lámina de Regreso de Emergencia se había extraviado. Estaban entre estrellas que ningún ser humano había visto antes, quizá tan cerca como a setecientos millones de kilómetros, quizá tan lejos como a cuarenta persecs.

Y la lámina se había perdido.

Y morirían.

Cuando se acabase la energía de la nave, el frío y la oscuridad y la muerte los aplastaría en unas pocas horas. Entonces sería el fin, el fin de la Wu-Feinstein, el fin de Dolores Oh.

III. EL SECRETO DEL CEREBRO OSCURO

Fuera del cuarto de la planoforma los pasajeros de la Wu-Feinstein no podían saber que estaban perdidos en la nada.

Dolores Oh se movía hacia adelante y atrás en una vieja silla mecedora. La cara inexpresiva miraba el río imaginario que corría junto a la hierba. Dita de la Mansión del Sur estaba sentada en una banqueta junto a las rodillas de la tía.

Dolores le hablaba de un viaje que había hecho cuando era joven; una joven de estremecida belleza que llevaba dificultades y odios a todas partes.

—... entonces el soldado de guardia mató al capitán y luego entró en mi camarote y dijo: "Tienes que casarte conmigo, ahora. Renuncié a todo por ti." Y yo le contesté: "Nunca dije que te amase. Me halaga que te hayas metido en una pelea, y supongo que en cierto sentido es un cumplido a mi hermosura, pero eso no significa que yo te vaya a pertenecer toda la vida. ¿Qué crees que soy?"

Dolores Oh lanzó un suspiro seco, feo, como el crujido del viento en unas ramas heladas.

—Así que ya ves, Dita, ser hermosa como tú nada soluciona. Una mujer tiene que ser ella misma antes de descubrir qué es. Sé que mi señor y esposo, el Capitán, me ama porque he perdido mi belleza, y que sin esa belleza sólo puede amarme a mí ¿no crees?

Una curiosa figura salió a la baranda. Era un operador de bombas de luz en traje de combate. Se suponía que los operadores no dejaban nunca el cuarto de la planoforma, y era muy extraño que uno de ellos apareciese ahora entre los pasajeros.

El operador se inclinó ante las dos damas y dijo con la mayor cortesía:

—¿Podrían ustedes, por favor, venir al cuarto de la planoforma? Es necesario que vean al capitán

Dolores se llevó la mano a la boca. El gesto de dolor fue tan automático como la mordida de una víbora. Dita sintió que la tía había estado esperando el desastre durante más de cien años, que había anhelado la ruina del marido, del mismo modo que algunas gentes anhelan el amor y otras anhelan la muerte.

Dita no dijo nada. Dolores, en apariencia después de haberlo pensado bien, tampoco habló.

Siguieron en silencio al operador hasta el cuarto de la planoforma.

La pesada puerta se cerró tras ellos.

Magno Taliano estaba todavía rígido en su silla de capitán .

Habló muy despacio, y la voz le sonó como una grabación pasada demasiado lentamente en un antiguo parlofón.

—Estamos perdidos en el espacio, querida —dijo la voz frígida, espectral del capitán todavía en trance—. Estamos perdidos en el espacio y pensé que si tu mente me ayudaba quizá pudiésemos encontrar el modo de volver.

Dita empezó a hablar, y calló.

Un operador le dijo:

—Adelante, hable, querida. ¿Qué se le ocurre?

—¿Por qué no volvemos, simplemente? Sería humillante, ¿verdad? De todos modos será mejor que morir. Veamos la lámina Regreso de Emergencia, y volvamos ahora mismo. El mundo perdonará a Magno Taliano un solo fracaso, luego de tantos miles de viajes satisfactorios.

El operador, un hombre joven y agradable, habló con tanta calma y amabilidad como un médico que informa a alguien de una muerte o de una mutilación.

—Lo imposible ha ocurrido, Dita de la Mansión del Sur. Todas las láminas están mal. Son todas la misma lámina. Y ninguna sirve para el regreso de emergencia.

Las dos mujeres supieron así dónde estaban. Sabían que el espacio los desgarraría como a una fibra, en hilos, y que todos morirían poco a poco, a medida que pasasen las horas, y que los materiales de los cuerpos irían desintegrándose molécula a molécula. O, de otro modo, podían morir también todos juntos en un instante, si el capitán decidía suicidarse y destruir la nave antes que esperar a una muerte lenta. O, si creían en una religión, podían rezar.

El operador le dijo al capitán, todavía tieso:

—Creemos verle una figura familiar en el borde del cerebro, señor. ¿Podemos mirar dentro?

Taliano asintió muy lentamente, muy seriamente.

El operador no se movió.

Las dos mujeres observaron. No ocurrió nada visible, pero sabían que más allá de los límites de la visión y sin embargo delante de los ojos, se desarrollaba un drama. Las mentes de los operadores sondeaban la mente del rígido capitán, buscando entre las sinapsis el leve indicio de una solución.

Pasaron minutos. Parecieron horas.

Al fin el operador habló.

—Podemos verle la mente, capitán. En el borde de la paleocorteza hay una figura de estrellas que se parece al ángulo posterosuperior de nuestra posición actual:—El operador rió nerviosamente.—Queremos saber, ¿puede llevar la nave de vuelta con el cerebro?

Magno Taliano lo miró con ojos profundos y trágicos. Se oyó otra vez la voz lenta. El capitán ya no se atrevía a abandonar ese estado de trance, que mantenía en estasis a toda la nave.

—¿Quiere usted decir si puedo llevar la nave sólo con mi cerebro? Eso me abrasaría el cerebro y la nave se perdería de todos modos . . .

—Pero estamos perdidos, perdidos, perdidos —gritó Dolores Oh. E rostro de la mujer estaba lleno de horrible esperanza, de hambre de destrucción, de ávidos deseos de desastre. Le gritó al marido—: Despierta querido, y muramos juntos. Al fin podremos pertenecernos el uno al otro, y tanto tiempo, ¡para siempre!

—¿Por qué morir? —dijo el operador suavemente—. Dígaselo, Dita.

Dita dijo: —¿Por qué no prueba, señor y tío?

Lentamente, Magno Taliano se volvió hacia la sobrina. Otra vez sonó la voz hueca.—Si lo hago seré un tonto o un niño o un muerto pero lo haré por ti.

Dita había estudiado el trabajo de los capitanes de viaje y sabía bien que la destrucción de la paleocorteza provocaba un hondo desorden emotivo, aunque el sujeto se mantuviera intelectualmente cuerdo. Sin la parte más antigua del cerebro, los controles fundamentales de la hostilidad, el hambre y el sexo desaparecían del todo. Los animales más feroces y los hombres más brillantes quedaban reducidos a un nivel común: la concupiscencia y los juegos y el hambre apacible e inaplacable eran ahí una constante cotidiana.

Magno Taliano no esperó.

Extendió lentamente el brazo y apretó la mano de Dolores Oh.—Cuando me muera sabrás al fin que te quiero.

Las mujeres no vieron nada. Comprendieron que las habían llamado sólo para que Magno Taliano viera por última vez una imagen de su propia vida.

Un silencioso operador clavó un rayo-electrodo en el cerebro del capitán Magno Taliano, para que le llegase a la paleocorteza.

El cuarto se animó. Alrededor giraron unos cielos extraños, como leche batida en una taza.

Dita advirtió que ella misma estaba viendo la escena en un nivel telepático, aun sin la ayuda de ningún dispositivo. Sintió en la mente la pared muerta de las láminas Sintió las oscilaciones de la Wu-Feinstein mientras iba pasando de espacio a espacio, tan indecisa como un hombre que atraviesa un río saltando y apoyándose en unas piedras cubiertas de hielo.

Hasta sabía, de algún modo, que la paleocorteza del serebro del tío estaba ardiendo al fin, y para siempre, que los mapas de estrellas que habían estado congelados en las láminas vivían aún en el mapa infinitamente complejo de los recuerdos de Magno Taliano; que con la ayuda de sus propios operadores telepáticos Magno Taliano se estaba abrasando el cerebro célula a célula, buscando un modo de llevar la nave a destino. Este era realmente un último viaje.

Dolores Oh miraba a su marido con una hambrienta e inimaginable codicia.

Poco a poco el rostro de Magno Taliano fue mostrando una expresión serena y estúpida.

Dita podía ver ahora cómo le ardía el cerebro medio al tío, mientras los controles de la nave, con el auxilio de los operadores, buscaban en el intelecto más magnífico de la época un último derrotero.

De pronto Dolores se arrodilló, sollozando junto a la mano del marido.

Un operador tomó a Dita de la mano.

—Hemos llegado a destino—dijo.

—¿Y mi tío?

El operador miró a Dita de un modo extraño.

Dita comprendió al fin que el hombre le hablaba sin mover los labios: le hablaba de mente a mente.

—¿No ve?

Dita sacudió la cabeza, aturdida.

El operador pensó de nuevo enfáticamente.

—A medida que el cerebro se abrasaba usted iba adquiriendo las capacidades de su tío. ¿No lo siente? Usted misma es ahora un capitán, y uno de los mejores.

—¿Y él?

El operador esbozó mentalmente un comentario compasivo.

Magno Taliano se había levantado de la silla, y su consorte Dolores Oh lo ayudaba a salir del cuarto. Taliano tenía la sonrisa amistosa de un idiota, y por primera vez en más de cien años la cara tonta y tímida le temblaba de amor.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Rocky Lunario-René Rebetez-Colombia

rené rebetez

ROCKY LUNARIO

"Ay destructores de los muros

de vuestra casa, que en un amargo

reinar teníais puestos los ojos,"

Esquilo

Rocky Lunario estaba impaciente porque su provisión de chicle se había terminado.

Se agachó, recogió un puñado de luna-luna blanca, como cal muy fina y lo arrojó lejos de sí. Hizo una nubécula a medio metro de altura y luego cayó oblicuamente, muy despacio.

Miró allá arriba la Tierra llena, y su depósito de oxígeno, se llenó de nostalgia al presentir los lugares más queridos que albergaba su detector de recuerdos; la vieja Sicilia de sus abuelos, y el Drugstore del Brooklin nativo. Su mirada se apartó con dificultad del planeta y escrutó luego el inmenso espacio negro-azul hasta detenerse en la galaxia C-419 que parecía un inmenso helado de crema –casi al alcance de su mano– tan apetitoso como los que preparaba el viejo Buck.

Nuevamente la nostalgia se puso a hacer burbujas en el oxigeno y, de nueva cuenta, como le ocurría desde un año para acá, echó rabiosamente de menos la alberca y el sol, y los largos muslos de las bañistas en el Prívate Club de Port Lauderdale, Florida, a donde solía escaparse cada vez que le daban un respiro en el entrenamiento, los lanzacohetes de la base. Después de muchos ensayos infructuosos la cosa había resultado y los relevos comenzaron inmediatamente. Cada hombre debía permanecer un año en la base lunar, y cuando llegó su turno ya estaban listas todas las instalaciones para descubrir satélites extraños, explosiones atómicas en el ámbito terrestre, interceptores de cohetes piratas y el gigantesco lanzabombas, que debía estar siempre listo para entrar en acción, y que había garantizado la primacía total. Los robots mineros extraían material radiactivo que se enviaba a la Tierra, para regresar al poco tiempo embutido en las espoletas de las relucientes bombas que se apiñaban en los 126 silos atómicos especialmente concebidos para el caso.

Sus deberes consistían primordialmente en pasar revista al inmenso tablero de control lunar, que daba los datos exactos sobre el funcionamiento de toda la instalación automática, y sobre el rendimiento de mineral durante la jornada de trabajo. Enviaba muestras de minerales desconocidos y fotografías telescópicas para estudiar la composición de planetas distantes y estrellas desconocidas, siguiendo siempre un riguroso orden alfabético.

Realmente se podía estar orgulloso de aquella gigantesca empresa que podía ser manejada por un solo hombre con el mínimo esfuerzo y el máximo de rendimiento; sin embargo, recordaba cómo fueron de incomparablemente más divertidos aquellos meses en la zona del canal, y las escapadas a los bares de la zona roja, rebosantes de mujercitas morenas de a dos dólares.

En la Luna, nada de eso. En la luna, sólo el pasearse por las explanadas de talco, o asomar la cabeza por los inmensos cráteres, como un ratón perdido en un inmenso queso gruyere. La lucha entre Rocky Lunario y el hastío no era nueva, sin embargo.

Había comenzado al mismo tiempo que él y desde niño la angustia que se le había aparecido muchas veces, siempre inopinadamente, al cruzar una esquina, o al terminar un partido de béisbol. Una ira desazonada se apoderaba de él, y tenía necesaria, imprescindiblemente, que dar un puntapié a una lata de conservas, romper una vidriera o un espejo, morder el labio inferior de la muchacha más cercana, o irse a ochenta millas por hora, en sentido contrario, por la autopista de Key West.

Luego siempre volvía la paz, escanciada en un dry martini, al borde de la alberca, en el Prívate Club.

Ahora, en aquel estúpido satélite, ni siquiera podía tranquilizarse un poco mascando con furia un chicle de menta.

Encaminó su pasos, extrañamente ágiles bajo la envoltura de oso polar, hacia el ciclotrón que parecía una inmensa clepsidra tendida en el mar de polvo blanquecino. También podría haber sido una caja de guitarra o un gigantesco torso femenino mutilado. De su interior se escapaba el ronroneo de los átomos dispersos y el sibilar de las partículas alfa que los desintegraba. Un sonido monótono y familiar aquél, que recordaba al conjunto de jazz de W. Fisher.

Ahogó un bostezo con la palma del guante, dobló por el recodo antes de llegar al ciclotrón y tomó el camino que lo llevaba al edificio blanco. Al pasar por ahí, muchas veces se había dicho que ésta sería la calle central cuando llegaran los civiles. Se la imaginaba rebosante de gente, con los borrachos de narices rojas saliendo de los bares y cantinas, bajo la magia de los anuncios de neón. Por ahora no había otra cosa que el edificio blanco. De apariencia inofensiva, casi insignificante, la construcción se erguía a cincuenta metros de allí como una pequeña prisión coronada Por una cápsula semejante a las que tienen los observatorios en las ciudades de provincia.

Al llegar frente a la estrecha puerta de metal, accionó con soltura el mecanismo disimulado que, al mismo tiempo que desconectaba el sistema automático de defensa, abría la puerta blindada de esteatita. Pasó por el estrecho vestíbulo y subió a grandes brincos deportivos la escalera de caracol, hasta llegar al control de mando.

Las relucientes palancas de metal y los taburetes giratorios hacían del recinto algo tan familiar como una fuente de sodas.

Se acomodó en el sillón central y se quitó los guantes y la escafandra, ya que allí había un ambiente similar a las condiciones de vida terrenal. Respiró con fruición, se pasó la mano por el rubio cabello húmedo de sudor y enfocó la mira macroscópica hacia la Tierra. Primero, como lo hacía todos los días, recorrió las líneas sinuosas de los continentes y las brillantes planicies de los mares, para accionar luego el sistema de acercamiento que le permitía planear sobre ciudades y pueblos como si estuviese a bordo de un avión corriente. Sus dedos tamborilearon sobre las tres teclas del tablero de mando, que accionaban el lanzamiento de los proyectiles.

Al apretar la tecla central –la de potencia máxima– quedó asombrado al no escuchar ningún ruido. Dos segundos más tarde vio elevarse al silencioso cohete.

Tardaría doce horas en llegar.

Del bolsillo trasero del pantalón sacó el cuaderno de tiras cómicas; se echó hacia atrás en el asiento, puso los pies sobre el tablero de control y se dispuso a esperar el momento en que la Tierra sería borrada del firmamento.

domingo, 3 de febrero de 2008

¿El hombre vuelve a la luna para quedarse?-Salemo.

¿El hombre vuelve a la Luna para quedarse?-Salemo.

Para el año 2020 el hombre podría vivir en la luna.En realidad,estaría en condiciones de establecer una base permanente en el satélite natural de la tierra.Científicos de distintas nacionalidades están de acuerdo en actualmente se cuenta con la tecnología necesaria para poder llevar a cabo este proyecto,sólo faltaría la aprobación de algunos gobiernos para poder financiarlo.


No supo bien por qué,pero de repente,recordó el momento en que había leído esa noticia,hacia ¿cuántos años? ¿treinta,o más?.Hoy era el 16 de Septiembre de 2038 y estaba en la Luna.Era su cumpleaños y estaba llorando.Si recordaba que era muy joven y cuantas esperanzadoras especulaciones se habian puesto en marcha en su cabeza con sólo leer aquel comentario en un periódico.


¡Que hermoso sería poder participar de un proyecto de ese tipo!Pero participar en serio,dejar de especular con el futuro,de querer generarlo desde unos pretenciosos y ,ahora caía en cuenta,mediocres intentos de poner sus ideas en escritos sobre hipotéticos acontecimientos por venir.


Por suerte,y por primera vez en su vida,tomaría una desición que marcaría su propio futuro.Dejaría de ser solo un espectador pasivo y haría lo posible por formar parte de aquello que se estaba gestando.


Trabajó mucho.Estudió mucho.Se preparó aún mucho más.Se contactó con las personas adecuadas.Y por fín,empezó a formar parte del proyecto del programa que volvería a llevar al hombre a la Luna,esta vez para quedarse a vivir en Ella.


Treinta años.Cuantas cosas pueden pasar en treinta años.Quizás para la historia de la humanidad,era un período de tiempo irrisorio,casi inexistente,una nada.Pero él no era la humanidad,era solo un hombre,y ese período de tiempo,significaban que ya no era joven,que sus hermosos sueños de futuro,eran ahora el presente y no eran tan hermosos.


Si.El hombre había,por fin,podido establecerse en la Luna,y el aportó lo suyo para que esto aconteciera.No había sido fácil.Mucho de lo que había sido planificado y ensayado mil veces en la Tierra,hasta no tener fallas,como suele suceder con muchos emprendimientos ,al llevarlos a la práctica en el terreno,habían fracasado.Pero fueron perseverantes,y,finalmente,el hombre logró conquistarla.Había señales inequívocas de que la humanidad había hecho pié en ella y ya no retrocedería hasta hacer del satélite "un nuevo hogar para los hombres y mujeres que quieran habitarla"como rezaban los anuncios oficiales de los gobiernos involucrados en el proyecto.


En los dos últimos años,una serie de acontecimentos producidos en su suelo,daban cuenta de la total adaptación del hombre al nuevo ámbito: luego de una primer avanzada de científicos y técnicos,llegó la primer oleada de colonos.Se realizaron los primeros casamientos y nacieron los primeros niños.Vinieron rapidamente las primeras infidelidades y los primeros divorcios,los primeros crímenes pasionales y los primeros huérfanos.Al poco tiempo,muchos de estos jóvenes,formaron las primeras pandillas de delincuentes.Llegaron,luego,las grandes industrias ,generando bienes de consumo masivo y una masiva contaminación.Se necesitó crear una moneda,para adquirir los nuevos bienesy así,surgieron las primeras diferencias sociales.La población se fué incrementando en forma acelerada y se amplió el territorio ocupado.Hubo que fabricar vehículos,pues las distancias eran ya muy grandes.Surgieron carreteras y los primeros accidentes de tránsito.Se decidió separar en dos partes,una al Norte y otra al Sur,los territorios ocupados,"para una mejor administración de los recursos".De ambos lados,surgieron líderes.Decidieron crear sus propias banderas,un himno que los diferenciara,delimitar exactamente ambos territorios y poner un nombre a cada uno.A fin de evitar problemas administrativos,el habitante de cada sector,debería limitarse a realizar sus actividades del lado que le correspondiera.Se crearon los primeros ejércitos necesarios para custodiar que esto se cumpliera.Surgieron las ideologías,por supuesto ,totalmente opuestas,de cada lado.Los primeros roces y escaramuzas,empezaron de forma casi natural.Un primer gran incidente fronterizo,el cruce de amenazas y finalmente la guerra entre ambos bandos,a esta altura,declarados acérrimos enemigos,había sido declarada hoy.


16 de Septiembre de 2038.El día de su cumpleaños;parecía una broma de mal gusto.Secó sus últimas lágrimas,acarició el arma.En el último instante,recordó a los pájaros,.(treinta años sin verlos)...ya nos los vería nunca más.


Nunca más...

sábado, 2 de febrero de 2008

El niño y la máquina-Antonio Olinto-Brasil

Antonio Olinto

EL NIÑO Y LA MAQUINA

Los instrumentos parecían esperar. El niño tropezó con una llave hendida, la probó con seguridad. Como si hiciese aquello desde hacía muchos años. Halló en el gesto maneras acostumbradas, se encontró. Miró un momento hacia afuera y una gaviota se cernió, inmóvil, contra la lontananza, después se zambulló. No quería salir ahora, iba a perder tiempo en la plaza. Tiró un cable del lado izquierdo, lo conectó con otro, lo arrolló en el toma. Todo siguió igual. Debía estar equivocado. El niño sabía que, en algún punto de la maraña de cables, botones, bielas y correas, yacía la respuesta. No es que hiciese cuestión de resolver la cosa de apuro, pero le parecía bien prepararse para el momento. Vio cuando la madre llegó a la puerta –"Ven a almorzar, Roberto"– y sintió pena de dejar el cuarto. Ella continuó:

–¿Qué es lo que estás haciendo hoy?

La voz del niño era casi inaudible:

–Todavía no lo sé.

La madre estudió algún tiempo el rostro de él, tranquilo, pensó que nunca iba a entender a aquel niño, siempre metido en el cuarto, dando vueltas con tornillos y aparatos, leyendo libros con figuras de máquinas y dibujos de electricidad. Repitió:

–Ven a almorzar.

El se levantó con calma, fue a lavarse las manos, y aquel cable no era el que debía haber conectado, sino el otro, el que salía directo de la panza del aparato, después iría a ver aquello con tiempo, cuando llegó al lado de la mesa ya el padre, el hermano y la hermana comenzaban a comer. Sólo la madre esperaba por él:

–¿Quieres bife?

–Sí, quiero.

El gusto lo descansó un poco, y el ruido de platos y cubiertos, de dientes en la comida y de la televisión, la trajo totalmente de vuelta al domingo de sol, con millares de personas colmando Copacabana. El hermano hablaba:

–¿Fluminense o Botafogo?

Y la hermana:

–Fluminense gana. ¿Quieres apostar?

–Para qué. La otra vez, no me pagaste. Roberto miró a su hermana, nariz un poco arremangada, ojos negros y sonrisa siempre a la espera, la niña más alegre de la calle.

El partido había comenzado. En el rectángulo del televisor, los jugadores corrían de un lado a otro, y la pelota saltaba con vida propia. Sólo Garrincha parecía tropezar con ella. Aquello Roberto lo entendía, Garrincha corriendo en un extremo de la tela, obligando a la cámara a moverse más rápida, haciendo caer a otros al suelo, dando un súbito puntapié que nadie esperaba. Se olvidaba del aparato, en la contemplación del hombre que jugaba con simplicidad, que usaba sus instrumentos de fútbol como a él le gustaría saber usar un cepillo. El pueblo gritaba en el estadio, había sol en la tarde afuera y el tiempo, maduro, pendía del techo. Se quedó hasta el final. El partido terminó empatado, pero el recuerdo de los trazos ligeros cortando el visor lo entibiaba como una comida.

Volvió al cuarto y esperó mientras el hermano iba a ver lo que estaba haciendo, miraba las válvulas sueltas en el solario, y la hermana se agachaba para recoger una lámpara roja. Roberto corrió detrás de ella, necesitaba la lámpara.

–¿Para qué?

–Para acabar lo que estoy haciendo.

Consiguió recuperarla, entró de nuevo, se quedó fingiendo que trabajaba hasta que todos se apartaron. Los padres también se acercaron. Con las manos en el bolsillo, el viejo repitió que iba a ser ingeniero de los buenos, la madre quiso decir que ya lo era, se quedó quieta.

Muy lentamente, el niño tomó cuenta de cada pieza de la máquina. Sentado, dispuso todo delante suyo, el martillo pequeño, el alicate, los clavos, los pedazos de material plástico, el caucho, soportes, láminas, dos contrapesos cilíndricos, manivelas. Con tres discos sobre la superficie plana del objeto, intentó un vínculo simple, incompleto, que facilitase el apoyo de una chapa compacta de metal sobre los discos. De lado, le pareció mejor un engaste completo en madera que impidiese cualquier movimiento del asta engastada. Aún no sabía dónde iría a parar aquello. El placer que le venía del contacto de las barras y de las ruedas, de los aceites y de las grasas, de las lámparas y de los pesos, llevaba al niño a prolongar cada fase de la operación. Se demoraba puliendo una extremidad que debería juntarse con otra. A veces pasaba algunos minutos parado, mirando un tornillo o dando vueltas una plaquita de cinc en la mano.

Le pareció que había llegado la hora. Se apoyó en un cable y, sin saber por qué, conectó al aparato con el propio aparato. El lado izquierdo con el derecho. El toma de la pared quedó sin función, Roberto no había acabado de conectar y saltó. Fue como si hubiese sido levantado a través del techo, pasó rápido por la noche, vio las luces de Copacabana, el mar allá lejos, más obscuros los morros perdiéndose abajo. Se encontró sentado de repente, tranquilo, con hombres y mujeres alrededor, gente que no conocía. Como era su costumbre, examinó todo con paciencia. El horizonte, colorido, parecía estar cerca, las personas usaban ropa enteriza, de seda o de cuero, no sabría decir, pero bonita. Esperó.

Un hombre llegó cerca suyo, sonrió:

–Fuiste el primero.

Le pareció que era bueno, sonrió también. El otro continuó:

–Mucha gente estuvo cerca de venir. Con aparatos o con pensamientos, hubo instantes en que tuvimos la certeza de que vendrían. Pero tú fuiste el primero. Aun a último momento, no creí que conectaras la nada con la nada.

El niño no estuvo de acuerdo:

–No, señor. Conecté cable con cable, en el momento que me pareció justo.

Había más gente rodeándolo, quiso saber si podría regresar, pero claro, sólo que tendría tiempo de conocer el lugar en que estaba y contemplar aparatos, objetos, monumentos, construcciones.

–¿No notarán mi ausencia allá en casa?

Pudo ver, con nitidez, el cuarto en que siempre había trabajado y oyó que le decían que el tiempo estaba a su espera, inmutable, hasta el tornillo que había rodado en el momento de la conexión se mantenía en pie, todo esperaba.

Roberto se levantó, caminó sobre el suelo de hojas y entró en el horizonte.

Traducción de Rodolfo Alonso

Ciencia Ficción latina:"Tesis"-José Adolph-Perú-

Comienzo aquí a subir una serie de relatos escritos por autores latinoamericanos.Serán obras escritas en distintas épocas y distintas calidades,solo para tener una idea de lo que fué,es y/o será el movimiento de la literatura fantástica ,con temáticas universales,pero vistos con ojos locales.

Arbitrariamente,como suele suceder en lo que subo arranco con:

Tesis-José Adolph

El profesor Locust tomó asiento frente a Andros y le palmeó cariñosamente el hombro izquierdo.

"Muy bien", dijo. "Infórmeme ahora con exactitud y precisión de su hallazgo".

Andros tomó su libreta de apuntes y echó una mirada a lo anotado.

"En cincuentidós mil ochocientas dos horas universales ingresará el cometa en la esfera de influencia de este sistema. Según la medida cronológica del planeta en cuestión eso significaba 258 días".

Escuchábamos tensos las palabras de Andros. El era el último en terminar su trabajo de investigación. Luego del informe de Andros regresaríamos a entregar nuestras tesis a la Universidad. El doctorado estaba a la vista. Había sido una buena expedición. Mentalmente pasamos revista a cada uno de nuestros trabajos, que a menudo habían sido acompañados de escenas verdaderamente emocionantes. En el fondo Locust estaba satisfecho de nosotros, así como de los resultados de nuestras intervenciones. Andros, su favorito, además de ser el último, por lo visto iba a ser también el único que sería autorizado a tomar medidas personales de intervención. Para algo era el tipo de alumno que lleva frutas al pupitre del profesor.

El planeta en referencia", prosiguió Andros, "pertenece a la clase V. Esto significa, según la escala de Vandor, que existe una inteligencia desarrollable. Se ejerce la agricultura y el transporte, así como algunos trabajos artesanales".

Era insufrible cuando relataba, pero Locust estaba encantado.

"Cultura y religión", preguntó.

"En general primitivas, prenivel 3. Aunque existe un grupo que empieza a desarrollar características monoteístas. Existe media docena de pequeñas ciudades, la más grande de las cuales registra unos cinco mil habitantes".

"¿Qué consecuencias tendrá el paso del cometa?"

"Debido a las enormes existencias de agua, puede esperarse un desastre, particularmente en el sector, muy bajo y plano, en el que se ha establecido la cultura monoteísta. Grandes inundaciones son de esperar, así como tremendas precipitaciones debido al recalentamiento del aire y del agua".

"¿Qué medidas propondría usted?"

"A mi modo de ver, una evacuación no corresponde al caso, ya que no pueden predeterminarse con certeza los lugares absolutamente seguros. Las regiones altas también serán afectadas por las precipitaciones. Una evacuación, para el prenivel 3, sería demasiado arriesgada, y, además, encontraría resistencia".

"¿Entonces?"

"Por tal motivo, yo propondría la solución que menciona el profesor Klander en sus "Indicaciones Generales", capítulo 'Catástrofes Hidrológicas'.

"Precise usted".

"La solución b)"

Locust sonrió. Conocíamos esa sonrisa. Significaba aprobación.

"Bien", dijo. "Enviaremos los resultados de su trabajo y sus propuestas a la universidad. Déme también sus apuntes. Espero que contendrán los detalles específicos".

"Naturalmente, profesor".

"Y ustedes, damas y caballeros", dijo Locust, con un amplio gesto que nos incluía a todos, "pueden ahora dedicarse a su party".

Una palabra clave. Mesas y sillas plegadas, los ojos de buey de la nave cerrados y encendida la iluminación de las grandes ocasiones. La fiesta fue sumamente alegre –había sido un agotador período de trabajo– y la noche pasó con gran rapidez.

A la madrugada retornaron los papeles de Andros, a través del facsimilador. Estaban aprobados y ostentaban el sello del rector. Brindamos y seguimos bailando hasta el amanecer.

Al día siguiente comenzara los preparativos para el plan de Andros. Como es de rigor, esperamos un momento propicio, cuando el territorio en cuestión estuviera cubierto de nubosidad baja. Teníamos la ventaja de poder atravesar las nubes con nuestros instrumentos.

Debajo nuestro se extendían los amplios y pacíficos campos utilizados por la cultura monoteísta para apacentar su ganado. Algunos campesinos trabajaban bajo una fina llovizna. Era un cuadro como lo habíamos visto ya decenas de veces, y, a pesar de ello, siempre nos inducía una sensación de extraño respeto el ser testigo del nacimiento de una civilización. No sé qué pensarían los demás, pero para mí este mundo, como los anteriores, era algo sagrado y hermoso. En un viaje de estudios como éste, uno descubría que no hay principio ni fin en la misteriosa cadena de la vida. Las culturas nacían, se desarrollaban y fundían unas con otras para luego intentar el gran salto universo. Muchas morían antes de lograrlo. Esto suele suceder, como consta en los textos que estudiamos al comenzar el curso, cuando el desarrollo social se retrasa frente al técnico, cuando la cultura es ahogada por la civilización. Hubo casos como el de... pero dejemos eso. El mundo bajo nosotros aún no conocía esos problemas. Ya llegaría el día en que se abriría ante él la encrucijada clásica. Nadie podría entonces ayudarle: al igual que una oruga que pugna por convertirse en mariposa, estaría obligado a resolver sus problemas solo o a hundirse.

El plan de Andros estaba totalmente adaptado a este inundo. Nos dirigiríamos al cacique de esta tribu y le daríamos nuestras instrucciones. El resto era asunto de ellos.

Nos era favorable el hecho de que últimamente habían aumentado las incursiones de piratería contra las gentes de la cultura superior. Eso nos serviría de clave.

Descubrimos al viejo cuando se dirigía a su choza.

Conectamos el altoparlante y Andros comenzó a hablar con su voz fuerte y juvenil, sin dejar de ser solemne. Sus primeras palabras resonaron sobre los campos:

"Él fin de toda carne ha venido delante de mí, porque la tierra está llena de violencia... Hazte un arca de madera de Gofer..."

Nunca olvidaré la cara asustada pero reverente del viejo cacique. Cayó de rodillas, entre su intranquilo ganado, y escuchó, con la arrugada faz vuelta hacia el cielo:

"...Y de esta manera la harás: de trescientos codos de longitud, de cincuenta codos de anchura, y de treinta codos de altura."