sábado, 9 de febrero de 2008

El abrasamiento del cerebro-Cordwainer Smith

El abrasamiento del cerebro

Cordwainer Smith

1. DOLORES OH

Les digo: Es triste, es más que triste, es horrendo, porque es terrible salir Arriba-Afuera, volar sin volar, moverse entre las estrellas como una polilla entre las hojas en una noche de estío.

De todos los hombres que llevaron las grandes naves a la plataforma ninguno fue más valiente, ninguno más fuerte que el capitán Magno Taliano.

Los scanners habían desaparecido hacía siglos y el efecto jonasoidal se había vuelto tan simple que la travesía de los años-luz no era más difícil para la mayoría de los pasajeros de las grandes naves que ir de un cuarto a otro.

Era fácil para los pasajeros. No para la tripulación.

Y menos aún para el capitán.

El capitán de una nave jonasoidal que se hubiese embarcado en un viaje interestelar era un hombre sujeto a extrañas y abrumadoras tensiones. El arte de vencer todas las complicaciones del espacio se parecía mucho más a la navegación en mares turbulentos de los antiguos tiempos que a las legendarias travesías a vela en aguas tranquilas.

El capitán de viaje de la Wu-Feinstein, la mejor nave en su tipo, era Magno Taliano.

Se dijo una vez de Taliano: "Era capaz de navegar en el infierno moviendo sólo los músculos del ojo. Era capaz de sondear el espacio directamente con el cerebro si los instrumentos fallaban..."

La mujer del capitán se llamaba Dolores Oh. El nombre era japonés, de una nación antigua. En otro tiempo Dolores Oh había sido hermosa, tan hermosa que quitaba el aliento a los hombres, cambiaba los sabios en tontos y los jóvenes en pesadillas de codicia y deseo. Adondequiera que iba los hombres se peleaban y luchaban por ella.

Pero Dolores Oh era orgullosa, orgullosa hasta más allá de los límites corrientes del orgullo. Se negó a pasar por los procesos del rejuvenecimiento común. Debía de haber sentido un deseo inconmensurable unos cien años atrás. Quizá se dijo, ante la esperanza y el terror de un espejo en un cuarto silencioso:

—Seguramente yo soy yo. Tiene que haber un yo más importante que la belleza de mi cara, tiene que haber algo más que esta piel suave y las arrugas accidentales de la mandíbula y el pómulo.

"¿Qué amaron los hombres si no me amaron a mí? ¿Podré descubrir quién soy o qué soy si no dejo que la belleza muera y no me resigno a vivir en una carne que tiene mis años?

Dolores Oh conoció al capitán y se casaron en seguida; el romance dejó hablando a cuarenta mundos, y pasmó a la mitad de las líneas de navegación.

Magno Taliano empezaba entonces a revelarse como genio. El espacio, podemos asegurarlo, es impetuoso, impetuoso como las aguas turbulentas de un vendaval, repleto de peligros que sólo los hombres más sensibles, rápidos y osados son capaces de vencer.

El mejor de todos, categoría por categoría, edad por edad, por encima de toda categoría, superior a los de mayor experiencia, era Magno Taliano.

El matrimonio con la belleza más hermosa de cuarenta mundos fue para él algo así como los amores de Abelardo y Eloísa, el inolvidable romance de Helen America y Ya-no-cano.

Las naves del capitán de viaje Magno Taliano se volvían hermosas año a año, siglo a siglo.

A medida que las naves mejoraban Magno Taliano obtenía siempre el último modelo. Estaba tan adelantado a los otros capitanes de viaje que era inconcebible que la mejor nave de la humanidad saliese a la incertidumbre y la furia del espacio de dos dimensiones sin Taliano al timón.

Los capitanes de puerto estaban orgullosos de navegar junto con Taliano. (Aunque los capitanes de puerto no tenían otro trabajo que cuidar la conservación de la nave, la carga y la descarga en el espacio normal, eran sin embargo algo más que hombres comunes en los límites del propio mundo, un mundo muy por debajo del universo más majestuoso y arriesgado de los capitanes de viaje.)

Magno Taliano tenía una sobrina que de acuerdo con las costumbres modernas se hacía llamar con el nombre de un sitio: "Dita de la Mansión del Sur".

Cuando subió a bordo de la Wu-Feinstein, Dita ya había oído hablar a menudo de Dolores Oh, la tía política que en otra época había cautivado a los hombre de muchos mundos, Dita se encontró sin embargo con algo que no esperaba.

Dolores la saludó cortesmente, pero esa cortesía fue como una bomba neumática de ansiedad, la afabilidad una burla seca, el saludo mismo un ataque.

¿Qué le pasa a esta mujer? pensó Dita.

Dolores dijo entonces, como respondiendo al pensamiento de Dita:

—Es agradable encontrarse con una mujer que no trata de sacarme a Taliano. Lo amo. ¿Puedes creerlo; ¿Puedes?

—Claro que sí —dijo Dita.

Miró la cara estropeada de Dolores Oh, el terror hipnótico de aquellos ojos, y comprendió que Dolores había dejado atrás todas las pesadillas y había llegado a ser un demonio atormentado, un espectro posesivo que vivía de la vitalidad del marido, que aborrecía la compañía de los otros, odiaba la amistad, rechazaba a la más casual de las conocidas pues tenía miedo, el miedo ilimitado y permanente de que ella misma no valía nada, y que sin la compañía de Magno Taliano se sentiría más perdida que el más negro de los torbellinos en la nada del espacio.

Magno Taliano entró en la habitación.

Vio a la mujer y a la sobrina juntas.

Debía de estar acostumbrado a Dolores Oh. A los ojos de Dita, Dolores era más horrorosa que un reptil caído en el lodo y que alza la cabeza herida y venenosa con un hambre ciega y una rabia ciega. Para Magno Taliano la horrible mujer que estaba de pie a su lado, como una bruja, era de algún modo la muchacha hermosa que había cortejado y desposado ciento sesenta y cuatro años antes.

Taliano le besó la mejilla marchita, le acarició el pelo seco y duro, le miró los ojos codiciosos y cerrados como si fuesen los ojos de la criatura amada. Suave, dulcemente, dijo:

—Sé buena con Dita, querida.

Magno Taliano siguió caminando por el corredor hasta el centro del cuarto de la planoforma.

Lo esperaba el capitán de puerto. Afuera, en el mundo de Sherman, un planeta agradable, soplaban unas brisas perfumadas que entraban en la nave por las ventanas abiertas.

La Wu-Feinstein, la mejor nave de su clase, no necesitaba paredes de metal. Estaba construida para parecerse al antiguo, prehistórico estado de Mount Vernon, y cuando navegaba entre los astros iba encerrada en su propio y rígido campo de fuerza, que se renovaba constantemente a sí mismo.

Los pasajeros pasaban unas pocas horas agradables caminando por la hierba, disfrutando de los amplios cuartos, charlando bajo la maravillosa imitación de un cielo y una atmósfera.

El único que conocía la verdad era el capitán de viaje, en el cuarto de la planoforma. El capitán de viaje, con los hombres de los transfixores al lado, llevaba la nave de una compresión a otra, dando saltos frenéticos y vehementes a través del espacio, a veces un año-luz, a veces cien años-luz, adelante, adelante, adelante, adelante, hasta que la nave, guiada por los leves impulsos de la mente del capitán, dejaba atrás los peligros de millones y millones de mundos, salía al espacio normal en el lugar establecido, y se posaba como una pluma en un campo adornado y decorado donde los pasajeros podían bajar y alejarse como si no hubieran hecho otra cosa que pasar una tarde en una vieja casona, a orillas de un río.

II. LA LÁMINA PERDIDA

Magno Taliano les hizo una seña a los hombres que operaban los transfixores. El capitán de puerto se inclinó obsequiosamente a la entrada del cuarto de la planoforma. Taliano lo miró seriamente, pero con mucho afecto. Mostrando una cortesía formal y austera, le preguntó:

—Señor y colega, ¿está todo listo para el efecto jonasoidal?

El capitán de puerto se inclinó aún más formalmente.

—Todo listo, señor.

—¿Las láminas en su sitio?

—Las láminas en su sitio.

—¿Los pasajeros seguros?

—Los pasajeros seguros, numerados, contentos y dispuestos, señor.

Entonces llegó la preguntá final y más seria.

—¿Los transfixores están ya preparados y listos para el combate?

—Listos para el combate, señor.

El capitán de viaje se retiró. Magno Taliano les sonrió a los operadores. Todos pensaron lo mismo:

¿Cómo un hombre tan notable ha estado casado tantos años con una bruja como Dolores Oh? ¿Cómo ese espanto, ese horror pudo haber sido una belleza? ¿Cómo esa bestia pudo haber sido mujer, especialmente la divina y encantadora Dolores Oh cuya imagen todavía vemos en tri-di de vez en cuando?

No obstante, Magno Taliano era una persona agradable, a pesar de llevar tanto tiempo casado con Dolores Oh. La soledad y la avidez de Dolores podían consumir a un hombre, como una pesadilla, pero las fuerzas de Magno Taliano eran más que suficientes para los dos.

¿No era él el capitán de la mayor de las naves que navegaban entre los astros?

Mientras los operadores lo saludaban aún, sonriendo, la mano derecha de Taliano bajó la dorada palanca ceremonial. Sólo este instrumento era mecánico. Todos los otros controles de la nave, desde hacía ya mucho tiempo, eran telepáticos o electrónicos.

Los cielos negros se hicieron visibles dentro del cuarto de la planoforma, y el tejido de espacio creció alrededor como el agua que hierve al pie de una cascada. Fuera del cuarto los pasajeros paseaban aún por tmos prados fragantes.

Mientras esperaba tiesamente en la silla de capitán, Magno Taliano sintió que en la pared de enfrente se formaba una figura; en trescientas o cuatrocientas milésimas de segundo esa figura le diría dónde estaba y cómo podía moverse.

Magno Taliano manejaba la nave con los impulsos de su propia mente, ayudado por la pared.

La pared era una mampostería viviente de láminas; cartas laminadas, cien mil cartas por pulgada, para todas las eventualidades imaginables del viaje que en cada nueva ocasión llevaba a la nave a través de las casi ignotas inmensidades del tiempo y el espacio. La nave saltó, como lo había hecho antes.

Una nueva estrella entró en foco.

Magno Taliano aguardó a que la pared le mostrara dónde estaba, esperando (en compañía de la pared) llevar otra vez la nave a la estructura del espacio, moviéndola con inmensos saltos de aquí a allá.

No ocurrió nada.¿Nada?

Por primera vez en cien años la mente de Taliano conoció el pánico.

No podía ser nada. Era imposible que fuera nada. Algo tenía que aparecer. Las láminas siempre enfocaban algo.

La mente de Taliano entró en las láminas y descubrló con una desolación que traspasaba todos los límites del común dolor humano que estaban más perdidos que cualquier otra nave de la historia. Por algún error nunca cometido antes, toda la pared era una colección de duplicados de la misma lámina.

Y lo peor era que la lámina de Regreso de Emergencia se había extraviado. Estaban entre estrellas que ningún ser humano había visto antes, quizá tan cerca como a setecientos millones de kilómetros, quizá tan lejos como a cuarenta persecs.

Y la lámina se había perdido.

Y morirían.

Cuando se acabase la energía de la nave, el frío y la oscuridad y la muerte los aplastaría en unas pocas horas. Entonces sería el fin, el fin de la Wu-Feinstein, el fin de Dolores Oh.

III. EL SECRETO DEL CEREBRO OSCURO

Fuera del cuarto de la planoforma los pasajeros de la Wu-Feinstein no podían saber que estaban perdidos en la nada.

Dolores Oh se movía hacia adelante y atrás en una vieja silla mecedora. La cara inexpresiva miraba el río imaginario que corría junto a la hierba. Dita de la Mansión del Sur estaba sentada en una banqueta junto a las rodillas de la tía.

Dolores le hablaba de un viaje que había hecho cuando era joven; una joven de estremecida belleza que llevaba dificultades y odios a todas partes.

—... entonces el soldado de guardia mató al capitán y luego entró en mi camarote y dijo: "Tienes que casarte conmigo, ahora. Renuncié a todo por ti." Y yo le contesté: "Nunca dije que te amase. Me halaga que te hayas metido en una pelea, y supongo que en cierto sentido es un cumplido a mi hermosura, pero eso no significa que yo te vaya a pertenecer toda la vida. ¿Qué crees que soy?"

Dolores Oh lanzó un suspiro seco, feo, como el crujido del viento en unas ramas heladas.

—Así que ya ves, Dita, ser hermosa como tú nada soluciona. Una mujer tiene que ser ella misma antes de descubrir qué es. Sé que mi señor y esposo, el Capitán, me ama porque he perdido mi belleza, y que sin esa belleza sólo puede amarme a mí ¿no crees?

Una curiosa figura salió a la baranda. Era un operador de bombas de luz en traje de combate. Se suponía que los operadores no dejaban nunca el cuarto de la planoforma, y era muy extraño que uno de ellos apareciese ahora entre los pasajeros.

El operador se inclinó ante las dos damas y dijo con la mayor cortesía:

—¿Podrían ustedes, por favor, venir al cuarto de la planoforma? Es necesario que vean al capitán

Dolores se llevó la mano a la boca. El gesto de dolor fue tan automático como la mordida de una víbora. Dita sintió que la tía había estado esperando el desastre durante más de cien años, que había anhelado la ruina del marido, del mismo modo que algunas gentes anhelan el amor y otras anhelan la muerte.

Dita no dijo nada. Dolores, en apariencia después de haberlo pensado bien, tampoco habló.

Siguieron en silencio al operador hasta el cuarto de la planoforma.

La pesada puerta se cerró tras ellos.

Magno Taliano estaba todavía rígido en su silla de capitán .

Habló muy despacio, y la voz le sonó como una grabación pasada demasiado lentamente en un antiguo parlofón.

—Estamos perdidos en el espacio, querida —dijo la voz frígida, espectral del capitán todavía en trance—. Estamos perdidos en el espacio y pensé que si tu mente me ayudaba quizá pudiésemos encontrar el modo de volver.

Dita empezó a hablar, y calló.

Un operador le dijo:

—Adelante, hable, querida. ¿Qué se le ocurre?

—¿Por qué no volvemos, simplemente? Sería humillante, ¿verdad? De todos modos será mejor que morir. Veamos la lámina Regreso de Emergencia, y volvamos ahora mismo. El mundo perdonará a Magno Taliano un solo fracaso, luego de tantos miles de viajes satisfactorios.

El operador, un hombre joven y agradable, habló con tanta calma y amabilidad como un médico que informa a alguien de una muerte o de una mutilación.

—Lo imposible ha ocurrido, Dita de la Mansión del Sur. Todas las láminas están mal. Son todas la misma lámina. Y ninguna sirve para el regreso de emergencia.

Las dos mujeres supieron así dónde estaban. Sabían que el espacio los desgarraría como a una fibra, en hilos, y que todos morirían poco a poco, a medida que pasasen las horas, y que los materiales de los cuerpos irían desintegrándose molécula a molécula. O, de otro modo, podían morir también todos juntos en un instante, si el capitán decidía suicidarse y destruir la nave antes que esperar a una muerte lenta. O, si creían en una religión, podían rezar.

El operador le dijo al capitán, todavía tieso:

—Creemos verle una figura familiar en el borde del cerebro, señor. ¿Podemos mirar dentro?

Taliano asintió muy lentamente, muy seriamente.

El operador no se movió.

Las dos mujeres observaron. No ocurrió nada visible, pero sabían que más allá de los límites de la visión y sin embargo delante de los ojos, se desarrollaba un drama. Las mentes de los operadores sondeaban la mente del rígido capitán, buscando entre las sinapsis el leve indicio de una solución.

Pasaron minutos. Parecieron horas.

Al fin el operador habló.

—Podemos verle la mente, capitán. En el borde de la paleocorteza hay una figura de estrellas que se parece al ángulo posterosuperior de nuestra posición actual:—El operador rió nerviosamente.—Queremos saber, ¿puede llevar la nave de vuelta con el cerebro?

Magno Taliano lo miró con ojos profundos y trágicos. Se oyó otra vez la voz lenta. El capitán ya no se atrevía a abandonar ese estado de trance, que mantenía en estasis a toda la nave.

—¿Quiere usted decir si puedo llevar la nave sólo con mi cerebro? Eso me abrasaría el cerebro y la nave se perdería de todos modos . . .

—Pero estamos perdidos, perdidos, perdidos —gritó Dolores Oh. E rostro de la mujer estaba lleno de horrible esperanza, de hambre de destrucción, de ávidos deseos de desastre. Le gritó al marido—: Despierta querido, y muramos juntos. Al fin podremos pertenecernos el uno al otro, y tanto tiempo, ¡para siempre!

—¿Por qué morir? —dijo el operador suavemente—. Dígaselo, Dita.

Dita dijo: —¿Por qué no prueba, señor y tío?

Lentamente, Magno Taliano se volvió hacia la sobrina. Otra vez sonó la voz hueca.—Si lo hago seré un tonto o un niño o un muerto pero lo haré por ti.

Dita había estudiado el trabajo de los capitanes de viaje y sabía bien que la destrucción de la paleocorteza provocaba un hondo desorden emotivo, aunque el sujeto se mantuviera intelectualmente cuerdo. Sin la parte más antigua del cerebro, los controles fundamentales de la hostilidad, el hambre y el sexo desaparecían del todo. Los animales más feroces y los hombres más brillantes quedaban reducidos a un nivel común: la concupiscencia y los juegos y el hambre apacible e inaplacable eran ahí una constante cotidiana.

Magno Taliano no esperó.

Extendió lentamente el brazo y apretó la mano de Dolores Oh.—Cuando me muera sabrás al fin que te quiero.

Las mujeres no vieron nada. Comprendieron que las habían llamado sólo para que Magno Taliano viera por última vez una imagen de su propia vida.

Un silencioso operador clavó un rayo-electrodo en el cerebro del capitán Magno Taliano, para que le llegase a la paleocorteza.

El cuarto se animó. Alrededor giraron unos cielos extraños, como leche batida en una taza.

Dita advirtió que ella misma estaba viendo la escena en un nivel telepático, aun sin la ayuda de ningún dispositivo. Sintió en la mente la pared muerta de las láminas Sintió las oscilaciones de la Wu-Feinstein mientras iba pasando de espacio a espacio, tan indecisa como un hombre que atraviesa un río saltando y apoyándose en unas piedras cubiertas de hielo.

Hasta sabía, de algún modo, que la paleocorteza del serebro del tío estaba ardiendo al fin, y para siempre, que los mapas de estrellas que habían estado congelados en las láminas vivían aún en el mapa infinitamente complejo de los recuerdos de Magno Taliano; que con la ayuda de sus propios operadores telepáticos Magno Taliano se estaba abrasando el cerebro célula a célula, buscando un modo de llevar la nave a destino. Este era realmente un último viaje.

Dolores Oh miraba a su marido con una hambrienta e inimaginable codicia.

Poco a poco el rostro de Magno Taliano fue mostrando una expresión serena y estúpida.

Dita podía ver ahora cómo le ardía el cerebro medio al tío, mientras los controles de la nave, con el auxilio de los operadores, buscaban en el intelecto más magnífico de la época un último derrotero.

De pronto Dolores se arrodilló, sollozando junto a la mano del marido.

Un operador tomó a Dita de la mano.

—Hemos llegado a destino—dijo.

—¿Y mi tío?

El operador miró a Dita de un modo extraño.

Dita comprendió al fin que el hombre le hablaba sin mover los labios: le hablaba de mente a mente.

—¿No ve?

Dita sacudió la cabeza, aturdida.

El operador pensó de nuevo enfáticamente.

—A medida que el cerebro se abrasaba usted iba adquiriendo las capacidades de su tío. ¿No lo siente? Usted misma es ahora un capitán, y uno de los mejores.

—¿Y él?

El operador esbozó mentalmente un comentario compasivo.

Magno Taliano se había levantado de la silla, y su consorte Dolores Oh lo ayudaba a salir del cuarto. Taliano tenía la sonrisa amistosa de un idiota, y por primera vez en más de cien años la cara tonta y tímida le temblaba de amor.

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