sábado, 16 de febrero de 2008

En la noche-Ray Bradbury

Ray Bradbury

EN LA NOCHE[1]


La señora navárrez gemía toda la noche, y los gemidos llenaban la casa de vecindad como una luz encendida en todos los cuartos, de modo que nadie podía dormir. La mujer mordía la almohada, rechinando los dientes, toda la noche, y retorcía las manos delgadas, gritando:

—¡Joe, querido!—.

A las tres de la madrugada la gente de la casa, abandonando toda esperanza de que la mujer cerrase alguna vez la boca pintada de rojo, se levantó, furiosa y decidida, y se vistió para tomar un ómnibus que los llevase a la parte baja de la ciudad a algún cine nocturno. Allí Roy Rogers perseguía a los hombres malos a través de velos de tabaco rancio y hablaba sobre los suaves ronquidos de la sala oscura.

Al alba, la señora Navárrez aún sollozaba y chillaba.

Durante el día no era tan terrible. Entonces el coro de los niños que gritaban aquí o allí en la casa añadía un elemento que era casi armónico. Las máquinas de lavar se agitaban entonces ruidosamente en el porche de la casa, y mujeres con vestidos de felpilla, de pie en las empapadas tablas del porche, se transmitían rápidamente sus murmuraciones mexicanas. Pero de cuando en cuando, sobre las agudas voces, el lavado, los niños, uno podía oír a la señora Navárrez como una radio vociferante:

—¡Joe, oh, mi pobre Joe!

Ahora, al atardecer, los hombres llegaban con el sudor del trabajo bajo los brazos. Tendidos en frescas bañeras, por toda la casa, mientras se preparaban las comidas, maldecían y se llevaban las manos a las orejas.

—¡Todavía está en eso! —rabiaban desesperados. Un hombre hasta pateó la puerta—. ¡Cállese, mujer! —Pero sólo logró que la señora Navárrez gritara con más fuerza—. ¡Oh, ah! ¡Joe, Joe!

—¡Esta noche cenamos afuera! —les dijeron los hombres a sus mujeres.

En toda la casa, los utensilios de cocina volvieron a sus estantes y se cerraron las puertas mientras los hombres hacían correr a sus perfumadas mujeres llevándolas por los pálidos codos.

A medianoche, el señor Villanazul abrió su puerta vieja y descascarada, cerró los ojos y se quedó así un momento, balanceándose. A su lado estaba su mujer Tina, con tres hijos, y dos hijas, una en brazos.

—Oh, Dios —susurró el señor Villanazul—. Dulce Jesús, baja de la cruz y haz callar a esa mujer—. Entraron en el oscuro cuartito y miraron la luz azul de la vela que llameaba bajo un crucifijo solitario. El señor Villanazul sacudió filosóficamente la cabeza—. Está todavía en la cruz.

Estaban en cama como animales en el asador, y la noche de verano los rociaba con sus propios líquidos. La casa ardía con el grito de aquella mujer enferma.

—¡Me ahogo!

El señor Villanazul corrió por la casa, escaleras abajo hasta el porche, con su mujer, dejando arriba a los niños que tenían el grande y milagroso don de poder dormir a pesar de todo.

Unas figuras oscuras ocupaban el porche; una docena de hombres silenciosos, en cuclillas, con cigarrillos que humeaban y brillaban entre los dedos morenos, mujeres en batas de felpilla que trataban de aprovechar el escaso viento nocturno. Se movían como figuras de sueño, como alambres y rodillos envueltos fuertemente en ropas de momia. Tenían los ojos hinchados y las lenguas espesas.

—¿Y si entramos a su cuarto y la estrangulamos? —dijo uno de los hombres.

—No, eso no estaría bien —dijo una mujer—. Arrojémosla por una ventana.

Todos se rieron cansadamente.

El señor Villanazul parpadeaba perplejo. Su mujer se movía perezosamente a su lado.

—Uno podría pensar que Joe es el único hombre del mundo que se ha alistado en el ejército —dijo alguien, irritado—. ¡La señora Navárrez, bah! Este marido de ella pelará papas. ¡El hombre más seguro en infantería!

—Hay que hacer algo —dijo el señor Villanazul sorprendido ante la dura firmeza de su propia voz.

Todos lo miraron.

—No podemos seguir así otra noche —continuó el señor Villanazul bruscamente.

—Cuanto más le golpeamos la puerta, más grita —explicó el señor Gómez.

—Vino el cura esta tarde —dijo la señora Gutiérrez—. Lo llamamos desesperados. Pero la señora Navárrez no le quiso abrir la puerta, a pesar de todos sus ruegos. El cura se fue. El oficial Gilvie le gritó, también, ¿pero creen ustedes que ella oyó algo?

—Debemos probar otro método, entonces —musitó el señor Villanazul—. Alguien debe mostrarse... simpático con ella.

—¿Y qué nuevo método sería ese? —preguntó el señor Gómez.

El señor Villanazul pensó un momento.

—Si al menos hubiese un hombre soltero entre nosotros —dijo al fin.

Dejó caer la frase como una piedra fría en un pozo profundo. Esperó a que llegara al fondo y que las ondas desapareciesen.

Todos suspiraron.

Era como si se hubiese levantado una brisa de verano. Los hombres se enderezaron un poco; las mujeres se movieron más rápidamente.

—Pero —replicó el señor Gómez echándose hacia atrás— todos somos casados. No hay solteros.

—Oh —dijeron todos, y se hundieron en el cauce vacío de la noche, y el humo se elevó en silencio.

—Entonces —dijo el señor Villanazul alzando los hombros, endureciendo la boca—, ¡tiene que ser uno de nosotros!

Otra vez sopló el viento de la noche, estremeciéndolos.

—¡No es hora de egoísmos! —declaró Villanazul—. ¡Uno de nosotros debe hacerlo! ¡O si no, pasaremos otra noche infernal!

La gente del porche se apartó del señor Villanazul, parpadeando.

—¿Usted lo haría, no es cierto, señor Villanazul? —preguntaron.

El hombre se endureció. El cigarrillo casi se le cayó de los dedos.

—Oh, pero yo ... —objetó.

—Usted —dijeron los otros—. ¿Sí?

El señor Villanazul agitó febrilmente las manos.

—Tengo mujer y cinco hijos. ¡Uno aún no camina!

—Pero no hay solteros entre nosotros, y ha sido idea suya, y debe usted tener el coraje de sus convicciones, señor Villanazul —dijeron todos.

Villanazul calló, muy asustado. Echó unas rápidas miradas a su mujer.

Tina se balanceaba lentamente en el aire de la noche, mirando a su marido.

—Estoy tan cansada —se quejó.

—Tina —dijo él.

—Me moriré si no duermo —dijo Tina.

—Oh, pero, Tina —dijo él.

—Me moriré y habrá muchas flores y me enterrarán si no descanso —murmuró.

—Tiene mal aspecto —dijeron todos.

El señor Villanazul titubeó sólo un momento- Tocó los dedos calientes y flojos de su mujer. Le tocó los labios, la caliente mejilla.

Dejó el porche sin una palabra.

Podían oír sus pies que subía las polvorientas escaleras de la casa, y llegaban al tercer piso donde la señora Navárrez gemía y gritaba.

Esperaron en el porche.

Los hombres encendieron nuevos cigarrillos y arrojaron lejos los fósforos, susurrando como el viento, y las mujeres se pasearon alrededor de un lado a otro, y todos hablaban con la señora Villanazul, ojerosa, apoyada contra la barandilla del porche.

—Ahora —murmuró uno de los hombres—, ¡el señor Villanazul ha llegado arriba!

Todos callaron.

—Ahora —siseó el hombre con un murmullo teatral—, ¡el señor Villanazul llama a la puerta! Tap, tap.

Todos escucharon, conteniendo el aliento.

Muy lejos se oyó un golpeteo.

—Ahora la señora de Navárrez, ante esta intrusión, ¡se echa otra vez a llorar!

De arriba vino un grito.

—Ahora —imaginó el hombre, inclinado hacia adelante, moviendo delicadamente la mano en el aire—, el señor Villanazul ruega y ruega, dulcemente, en voz baja, ante la puerta cerrada.

La gente del porche alzó las barbillas, tratando de ver a través de tres pisos de madera y yeso hasta el tercer piso, esperando.

El grito se apagó.

—Ahora el señor Villanazul habla rápidamente, ruega, murmura, promete —susurró el hombre.

El grito se transformó en un sollozo, el sollozo en un gemido, y al fin no hubo más que un ruido de respiraciones y corazones que latían y oídos que escuchaban.

Luego de dos minutos de sudar y esperar, la gente del porche oyó que allá arriba se alzaba un cerrojo, se abría una puerta, y un segundo más tarde se cerraba con un murmullo.

La casa estaba en silencio.

El silencio vivía en todos los cuartos como una luz apagada. El silencio fluía como un vino fresa por los túneles de los pasillos. El silencio entraba por las puertas como una brisa fresca desde la bohardilla. Todos respiraron la frescura del silencio.

—Ah —suspiraron.



[1] En castellano en el original.

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