jueves, 29 de mayo de 2008

El rey de las bestias-Philip José Farmer

El rey de las bestias

Philip José Farmer

The king of the beasts, © 1964 by Galaxy Publishing Corporation. Traducido por ? en nueva dimensión 51, Noviembre de 1973.

El biólogo estaba mostrándole al visitante el laboratorio y el zoo.

–Nuestro presupuesto –dijo–, es demasiado limitado para recrear todas las especies extintas conocidas. Así que devolvemos a la vida sólo los animales superiores, los más bellos que fueron cruelmente exterminados. Por así decirlo, estoy tratando de compensar la crueldad y la estupidez. Se podría decir que el hombre abofeteaba el rostro de Dios cada vez que aniquilaba una especie del reino animal.

Hizo una pausa, y miraron más allá de los fosos y los campos de fuerza. Los cervatillos brincaban y galopaban, mientras el Sol les iluminaba los flancos. La foca sacaba sus humorísticos bigotes del agua. El gorila atisbaba tras los bambúes. Las palomas mensajeras se atusaban las plumas. Un rinoceronte trotaba como un cómico acorazado. Una jirafa los miró con delicados ojos y luego volvió a comer hojas.

–Ahí está el dronte. No es hermoso, pero es muy raro, y totalmente inerme. Venga, le mostraré el proceso de recreación.

En el gran edificio pasaron junto a hileras de voluminosos y altos tanques. Podían ver claramente por las ventanas de sus flancos, y a través de la gelatina interior.

–Esos son embriones de elefantes africanos –dijo el biólogo–. Planeamos producir una gran manada y soltarla en la nueva reserva gubernamental.

–Casi se le puede ver irradiar felicidad –dijo el distinguido visitante–. Ama mucho a los animales, ¿no?

–Amo todo lo vivo.

–Dígame –dijo el visitante–, ¿de dónde obtiene los datos para la recreación?

–Principalmente de esqueletos y pieles que había en los antiguos museos. Y de libros y películas que hemos encontrado en excavaciones arqueológicas y que hemos logrado restaurar y luego traducir. ¡Ah!, ¿ve esos grandes huevos? En su interior están gestándose los polluelos del gran moa. Y casi a punto para ser sacados del tanque se hallan los cachorros de tigre. Cuando estén crecidos serán peligrosos, pero estarán confinados en la reserva.

El visitante se detuvo ante el último de los tanques.

–¿Sólo uno? –preguntó–. ¿Qué es?

–Pobrecillo –dijo el biólogo ahora triste–. ¡Estará tan solo! Pero yo le daré todo el cariño que pueda.

–¿Es tan peligroso? –preguntó el visitante–. ¿Peor que los elefantes, tigres, y osos?

–Tuve que conseguir un permiso especial antes de hacer crecer este –explicó el biólogo; su voz temblaba.

El visitante dio un paso hacia atrás asustado, apartándose del tanque. Y exclamó:

–Entonces, debe de ser... ¡Pero no, no se atrevería!

El biólogo asintió con la cabeza.

–Sí, es un hombre.

domingo, 25 de mayo de 2008

El cuervo-Edgar Allan Poe 2

Otra versión.

Edgar Allan Poe
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)
el cuervo


Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!
De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.
Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”
Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”
Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”
Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”
En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!
Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

El Cuervo-Edgar Allan Poe

Una versión de "El Cuervo"


El Cuervo


Cierta noche aciaga, cuando, con la mente


cansada,


meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral


y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,


como si alguien muy suavemente llamara a mi


portal.


"Es un visitante -me dije-, que está llamando al


portal;


sólo eso y nada más."


¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado


diciembre!


Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.


Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado


calma


en mis libros, ni consuelo a la perdida abismal


de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar


y aquí nadie nombrará.


Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas


me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto


era tal


que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:


"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;


un tardío visitante esperando en mi portal.


Sólo eso y nada más".


Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:


"Caballero -dije-, o señora, me tendréis que


disculpar


pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido


y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal


que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el


portal:


sólo sombras, nada más.


La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,


y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;


pero en este silencio atroz, superior a toda voz,


sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a


susurrar...


sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco la volvió a


nombrar.


Sólo eso y nada más.


Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis


aposentos


pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.


"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi


ventana;


veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.


Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.


¡Es el viento y nada más!".


Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,


agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y


ancestral.


Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un


momento,


con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,


en un pálido busto de Palas que hay encima del


umbral;


fue, posóse y nada más.


Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,


en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.


"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser


osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;


¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"


Dijo el cuervo: "Nunca más".


Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa


sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco


cabal,


pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido


ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.


Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal


que se llamara "Nunca más".


Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde


el busto,


como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.


No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna


hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;


por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".


Dijo entonces :"Nunca más".


Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;


"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar


del repertorio olvidado de algún amo desgraciado


que en su caída redujo sus canciones a un refrán:


"Nunca, nunca más".


Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía


planté una silla mullida frente al avi y el portal;


y hundido en el terciopelo me afané con recelo


en descubrir que quería la funesta ave ancestral


al repetir: "Nunca más".


Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra


al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;


eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada


sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.


¡ Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,


y ya no usará nunca más!.


Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un


incienso


mecido por serafines de leve andar musical.


"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Dios estos ángeles dirige


hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!


¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".


Dijo el cuervo: "Nunca más".


"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo


alado!


¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad


trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,


a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,


dime, te imploro, si existe algún bálsamo en


Galaad!"


Dijo el cuervo: "Nunca más".


"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo


alado!


Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,


dile a este desventurado si en el Edén lejano


a Leonor , ahora entre ángeles, un día podré abrazar".


Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".


"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un


paso atrás;


¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!


¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje


quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!


¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"


Dijo el cuervo: "Nunca más".


Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,


en el pálido busto de Palas que hay encima del


portal;


y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,


cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;


y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,


no se alzará...¡nunca más!.


Edgard Allan Poe ---------------------------------------Versió Original

lunes, 5 de mayo de 2008

Ersatz-Henry Slesar

Ersatz--Henry Slesar

Había mil seiscientas Estaciones de Paz erigidas en el octavo año del conflicto, la contribución de los pocos civiles que quedaban aún en el continente americano; mil seiscientos refugios a prueba de radiaciones donde el combatiente itinerante podía hallar comida, bebida y descanso. Sin embargo, en cinco agotadores meses de vagabundear por las áridas regiones de Utah, Colorado y Nuevo México, el sargento Tod Halstead había perdido toda esperanza de encontrar alguna. En su armadura de aluminio forrada de plomo, parecía una máquina de guerra perfectamente acondicionada, pero la carne dentro del resplandeciente alojamiento era débil y estaba sucia, cansada y solitaria, en su monótona tarea de buscar un camarada o encontrar un enemigo a quien matar.

Era un Portacohetes de tercera clase, significando el rango que su tarea consistía en ser una rampa de lanzamiento humana para los cuatro cohetes con cabeza de hidrógeno que llevaba sujetos a la espalda, cohetes que debían ser puestos en ignición por un Portacohetes de segunda clase, siguiendo las órdenes y la cuenta atrás de un Portacohetes de primera clase. Tod había perdido los otros dos tercios de su unidad hacía meses; uno de ellos se había echado a reír de pronto y se había clavado su propia bayoneta en la garganta; el otro había sido muerto de un disparo por la esposa sexagenaria de un granjero, la cual se resistía a sus desesperados avances amorosos.

Luego, a primera hora de la mañana, tras asegurarse de que el resplandor que surgía por el este era el sol y no el fuego atómico del enemigo, echó a andar por una polvorienta carretera y vio más allá de las oscilantes oleadas de calor un edificio cuadrado blanco situado en medio de un bosquecillo de desnudos árboles grises. Avanzó tambaleante, y supo que no era un espejismo del desierto creado por el hombre, sino una Estación de Paz. En la puerta, un hombre de pelo blanco con rostro de Papá Noel le hizo una seña, le sonrió y le ayudó a entrar.

—Gracias a Dios —dijo Tod, dejándose caer en una silla—. Gracias a Dios. Ya casi había renunciado...

El jovial viejo le palmeó las manos, y dos muchachos de revuelto pelo entraron corriendo en la habitación. Como empleados de una estación de servicio, se afanaron en torno a él, quitándole el casco, las botas, soltando sus armas. Le abanicaron, masajearon las muñecas, aplicaron una loción refrescante a su frente; pocos minutos más tarde, con los ojos cerrados y sintiendo aproximarse el sueño, fue consciente de una mano suave en su mejilla, y cuando se despertó descubrió que su barba de meses había desaparecido.

—Ya está —dijo el director de la estación, frotándose satisfecho las manos—. ¿Se siente mejor, soldado?

—Mucho mejor —dijo Tod, mirando a su alrededor la desnuda pero confortable habitación—. ¿Cómo va la guerra para usted, civil?

—Muy dura —dijo el hombre, perdiendo su jovialidad—. Sin embargo, hacemos todo lo que podemos, sirviendo a los luchadores del mejor modo posible. Pero relájese, soldado; pronto le traerán comida y bebida. No será nada especial; nuestras provisiones de ersatz están muy bajas. Hay un nuevo buey químico que hemos estado guardando; se lo daremos. Creo que está hecho a base de corteza de árbol, pero su sabor no es tan malo como todo eso.

—¿Tiene usted cigarrillos? —dijo Tod. El otro extrajo un cilindro amarronado.

—También ersatz, me temo; fibras de madera tratadas. Pero arde, al fin y al cabo.

Tod lo encendió. El humo acre ardió en su garganta y pulmones; tosió, y lo apagó.

—Lo siento —dijo el director de la estación tristemente—. Es lo mejor que tenemos. Todo, todo es ersatz; nuestros cigarrillos, nuestra comida, nuestra bebida...; la guerra es dura para todos.

Tod suspiró y se reclinó. Cuando la mujer surgió por la puerta, llevando una bandeja, se irguió en su asiento y sus ojos se clavaron primero en la comida. Ni siquiera se dio cuenta de lo hermosa que era, cómo sus ropas casi transparentes y hechas harapos moldeaban sus pechos y caderas. Cuando se inclinó hacia él, tendiéndole un humeante tazón de un guiso de extraño olor, su rubio pelo cayó hacia delante y rozó la mejilla del hombre. Él alzó la vista y sus ojos se encontraron; la joven bajó tímidamente la mirada.

—Te sentirás mejor después de esto —dijo con voz ronca, e hizo un movimiento con su cuerpo que apagó su hambre por la comida, despertando otro tipo de apetito. Hacía cuatro años desde la última vez que había visto a una mujer como aquélla. La guerra se las había llevado las primeras, con las bombas y el polvo radiactivo, a todas las mujeres jóvenes que se habían quedado detrás mientras los hombres escapaban a la comparativamente relativa seguridad de la batalla. Sorbió el guiso y lo halló detestable, pero lo apuró hasta el final. El buey hecho de madera era duro y fibroso; no obstante, era mejor que las raciones enlatadas a las que se había acostumbrado. El pan sabía a algas, pero lo untó con una especie de margarina y lo masticó a grandes bocados.

—Estoy cansado —dijo finalmente—. Me gustaría dormir.

—Sí, por supuesto —dijo el director de la Estación de Paz—. Por aquí, soldado, venga por aquí.

Lo siguió hasta una pequeña habitación sin ventanas, cuyo único mobiliario era un oxidado camastro de metal. El sargento se dejó caer blandamente sobre el colchón, y el director de la estación cerró con suavidad la puerta tras él. Sin embargo, Tod sabía que no iba a poder dormir, pese a su estómago saciado. Su mente estaba demasiado llena, su sangre corría demasiado aprisa por sus venas, y el ansia de mujer crispaba todo su cuerpo.

La puerta se abrió y ella entró.

No dijo nada. Se dirigió hacia el camastro y se sentó junto a él. Se inclinó y le besó en la boca.

—Mi nombre es Eleanora —susurró, y él la abrazó ansiosamente—. No, espera —dijo, soltándose de su abrazo.

Se alzó del camastro y se dirigió hacia el rincón.

Él la contempló mientras se desprendía de sus ropas. El rubio cabello se deslizó hacia un lado cuando se sacó el vestido por encima de la cabeza, y los bucles cayeron en un ángulo imposible sobre su frente. Dejó escapar una risita, y se ajustó de nuevo la peluca. Luego se llevó las manos atrás y soltó el sujetador; cayó al suelo, revelando un plano y velludo pecho. Iba a quitarse el resto de la ropa interior cuando el sargento empezó a gritar y echó a correr hacia la puerta; ella se alzó, le tendió los brazos y croó palabras de amor y súplica. Él golpeó a la criatura con todas sus fuerzas, y ella cayó al suelo, sollozando amargamente, su falda a medio camino de sus musculosas y peludas piernas. El sargento no se detuvo a recuperar su armadura y sus armas: salió de la Estación de Paz al brumoso desierto, donde la muerte aguardaba al desarmado y al desesperado.