lunes, 28 de enero de 2008

Vacunate contra los virus antes de usar la computadora.

Norton,Kaspersky,BitDefender,Nod32,McAfee,Panda,AVG (el que uso yo),Zone Alarm y cientos de otros antivirus que prometen una protección total.¿Cuantos de estos probaste hasta que por fín te decidiste por uno y creías que con él protegiendote ya no te infectarías?.

Lamento decirte que ninguno de ellos es seguro.Te digo más:son totalmente vulnerables.

Por suerte,después de una serie de investigaciones y de probar varios sistemas de prevención,logré llegar a buen puerto y dí con un método casi infalible (99,9 %)para evitar infecciones,y como no soy egoista,quiero compartirlo con vos.Sí vos,el que está leyendo en este momento,aunque no te conozca personalmente.Siempre fuí de la idea de que aquel que tuviera un grado de sabiduría superior al promedio en cualquier tema que fuera,demostraría su grandeza y hombría de bien,compartiendo sus descubrimientos con la gente común y corriente.Andá a buscar papel y lápiz,o mejor,si tenés impresora,copiá e imprimí.He aquí el fruto de mis investigaciones:

Elementos necesarios:

Barbijos.................Uno-Más uno de repuesto por si se rompe. Guantes de látex.......Dos pares. Antibióticos.............Por si lo anterior falla.

Instrucciones:

Colocarse el barbijo y los guantes de látex(un solo par,bobo)antes de sentarse ante el teclado y actuar de la forma habitual ante la PC (ordenador,por si entra algún español).Estar atento si se sienten dolores de cabeza,násueas y sobre todo dolor de estómago y una urgente necesidad de ir al baño.

¡Ojo que esto no es en broma!Transcribo la noticia aparecida en el diario "El País " de España:

103 personas se infectan por utilizar un mismo ordenador

E. DE B. - Madrid - 15/01/2008

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No era la comida. Unas manos sucias y un teclado de ordenador en una sala común eran la explicación de un brote de 103 casos de gastroenteritis producido en una escuela de Washington. Investigadores del Centro para el Control de Enfermedades (CDC en inglés) de Atlanta han solucionado así el enigma de por qué 79 estudiantes y 24 miembros del personal del centro tenían la misma enfermed

La infección estaba causada por un norovirus, un patógeno común que puede sobrevivir varios días sobre una superficie seca. Después de analizar las cocinas y peinar el centro, los investigadores descubrieron que un teclado y un ratón tenían restos de este tipo de virus. A partir de ahí, reconstruir el brote fue fácil: un estudiante enfermo fue la vía de entrada del microorganismo en el centro. Una vez en el teclado, todo el que se sentó en él se infectó. Luego, al llevarse las manos a la boca, la cadena se desató.

No me agradezcan,no hice más que seguir las enseñanzas que me inculcaron mis padres desde que era muy pequeño.

domingo, 27 de enero de 2008

Corre,corre,corre,dijo el pájaro-Sonya Dormán.

Corre, corre, corre, dijo el pájaro; la naturaleza humana no puede soportar demasiada realidad.

T. S. eliot

Dominando el grito entre sus apretados dientes, echó a correr, pese a las voces que a su espalda la llamaban desde cada grieta y cada resplandeciente fachada. Los rostros en las rotas ventanas se convirtieron en una procesión de risas mientras corría, dominando aún el grito entre sus dientes, decidida a no dejarlo escapar. Le dolían los talones de golpear la calzada de cemento, saltando por encima de las fisuras y grietas de lo que había sido la más concurrida carretera de la región.

—Oh, no, no —sollozó mientras corría.

Las hierbas espinosas se agarraban a sus tobillos; forcejeó para liberarse con dedos frenéticos y echó a correr de nuevo.

Se presentaban oportunidades a los lados de la carretera, entradas de madrigueras, abrigos subterráneos. En una ocasión algo apareció planeando y aterrizó cerca de ella, haciéndole señas, pero ella apretó los dientes sobre el grito a punto de escaparse y miró fijamente hacia delante, siguiendo la línea del cuarteado firme, con sus paseos cubiertos de maleza a cada lado. Tenía que proseguir por aquel camino, si no quería perderse definitivamente.

—Aquí, pollita, aquí, pollita —llamó una mujer vieja, haciéndole señas, sonriendo, ofreciéndole un escondite, quizás al precio de su vida, porque era aún joven y por lo tanto suculenta.

—No, no, no—jadeó mientras corría.

Porque sólo tenía treinta años, y era única, y ser comida era algo aceptable, porque la gente debe existir, pero morir era terrible. Lisa y llanamente, no deseaba morir. No ahora, mientras corría para salvar su vida, ni tampoco después, cuando llegara el momento inevitable; pero se sentía inmediatamente preocupada por el ahora, luego ya se ocuparía del mañana. Sin embargo, mientras corría empezó a temblar también por el después, como si el ahora no fuera lo suficientemente terrible.

«Piensa en ello», se decía a sí misma mientras aspiraba grandes bocanadas de aire, saltando por encima de una grieta allí donde una derivación hacia el sur partía la carretera. «Piensa en ello», insistió, casi sin aliento pero incapaz de controlar su mente, que galopaba más aprisa que sus debilitadas piernas.

«No tengo más que treinta años; soy única, no hay nadie en este mundo, en este universo, que sea yo, con mis recuerdos»:

Instantánea 1

Había nevado. Ella estaba de pie sobre el derrumbado umbral, envuelta a causa del invierno en sus polainas de piel, y esperaba a Marn. Iban a cazar algún animal para la olla. Veía las cosas en negativo, debido a la luz lunar: los árboles blancos, negras las bolsas de nieve. Una pluma pareció respirar cerca de ella.

—Eh, vamos, ven —dijo Marn, sujetándola por el hombro; y derivaron como dos oscuros copos de nieve sobre la polvorienta hierba, hacia los bosques—. Lo ahumaremos —dijo Marn confiadamente, y a ella la boca se le hizo agua.

El ahumadero era cálido y oscuro, una matriz donde se llevaban las cosas buenas para su distribución. Era buena suerte ser la mujer del jefe. Sus hijos tenían menos frío y hambre. Pese a todo no podía evitar una sensación de pesadez, en algún lugar, cuando, oía los llantos de los otros niños. Mam decía que era debido a que era joven.

Sus pieles tenían rayas laterales como las de un tigre. Era hija de un jefe, y esposa de un jefe. Era alta, educada, privilegiada, y tendida bajo las pieles del dormitorio ardía y se derretía como grasa en el fuego de Marn.

—Vamos, ven, descansa un poco —la llamó una chica joven.

Pero ella aceleró su marcha, porque los dientes de la muchacha destellaban como cuchillos; y mientras seguía avanzando sollozaba y se decía a sí misma (reservando su aliento para la carrera): «No, no puedo morir, aún no estoy preparada. Oh, no, no». Y era el mismo sonido que había emitido aquel invierno cuando:

Instantánea 2

Los huertos no habían dado frutos, y los ciervos se morían de hambre. Todos los animales se retiraron allá detrás, a las montañas, excepto aquellos que fueron muertos allí donde el agua corría aún al aire libre. A la llegada del solsticio ya no había agua al aire libre. Los peces dormían en el fondo del lago. Los eperlanos no ascendían hacía los fríos y azules agujeros abiertos por los pescadores. El cuero crujía y se cuarteaba sobre sus pieles, la chimenea del ahumadero dejó de respirar, la mayoría de los fuegos permanecían silenciosos.

Durante esa hambre había nacido su tercer hijo, con un pie defectuoso. Alzándolo en el aire, Marn dijo:

—No es bueno.

Y le partió el cuello.

—Oh, no —gritó ella, sujetándose el hinchado abdomen con ambas manos y sintiendo la sangre chorrear por sus muslos—. No, no —le gritó al jefe, su hombre.

«¿Nueve meses en la caliente oscuridad, aguardando, sólo para llegar a esto? ¿Vamos a llegar todos a esto?»

Marn tendió el bebé muerto a la mujer vieja, que se lo llevó fuera del ahumadero. Ella permaneció tendida, bañada en su sangre y sus lágrimas, llorando por la chisporroteante grasa que echarían sobre su bebé. Luego sus ojos se secaron, y los del bebé, en el humo del fuego, se secaron también, y tuvo la sensación de que aquello era más de lo que podía exigírsele a cualquier mujer.

Allí donde el roto cemento formaba una bifurcación, un lado dirigiéndose al sur y el otro al oeste, hubiera querido hacer una pausa, determinar cuál era su ventaja, pero en la embocadura de la bifurcación aparecieron dos jóvenes armados con cuchillos.

Deseaba más que nada en el mundo poder detenerse y descansar. No se le ofrecía ninguna alternativa: o bien seguía corriendo y corriendo, o bien se detenía y era muerta. No podía impedir que su mente sopesara ambas posibilidades, aunque sabía que no existía ninguna elección posible.

—Recupera el aliento —le dijeron los jóvenes, riendo, y ella eligió sin pensarlo el camino del oeste.

Uno de ellos lanzó su cuchillo al azar, que le abrió una herida en el hombro. Ignorando la pálida sangre que manaba por ella, siguió adelante. «No puedo morir ahora —pensó—. Nunca moriré. Soy la única yo en este mundo.» Sabía que había demasiado en ella para ; perderlo, mucho que no podía pertenecer a nadie más, que era demasiado precioso e irremplazable. ¿Por qué no podían comprender lo importante que era para ella el sobrevivir? Ella contenía:

Instantánea 3

Tras el duro invierno el mundo de hierro se abrió y brotaron las flores. Era tan sorprendente... Pasó junto al lugar donde el último hueso de Marn estaba enterrado (sólo un jefe podía hacer que su cráneo fuera enterrado, intacto, las mandíbulas aún articuladas como si estuviera hablando a la comunidad) y bajó a la orilla del río, donde se estaban bañando los niños. Su Neely había crecido mucho esa primavera. Pese a la carestía de comida durante todo el invierno, se había fortalecido. Al menos las gachas-de-papá habían ayudado a alimentarlo, dándole aquella fuerza primaveral.

—Ah, la primavera... —dijo una cansada voz.

Era Tichy, bajo el sauce. Hubiera podido ser el nuevo jefe, pero era demasiado indolente, y seguramente acabaría destinado al ahumadero si no iba con cuidado. Pero algunos miembros de la comunidad habían descubierto que era más rápido y más vivaz de lo que parecía, y el propio Marn había muerto bajo el martillo de Tichy.

—Oh, sí, seguro que es la primavera —dijo ella, caminando muy lentamente, acercándose a él con gran cuidado.

Porque si se había hecho cargo con tanta rapidez de su hombre, y ahora estaba allí tendido indolentemente, observando a su hijo, ¿qué iba a ocurrir a continuación?

Tichy tendió una mano abierta hacia ella, y ella se sorprendió al tomarla y sentirla tan cálida. Luego siguió otra sorpresa, porque él tiró rápida y hábilmente de ella, y ella cayó cuan larga era sobre su cuerpo.

—Oh, no —dijo, medio asfixiada por su barba—. No, Tichy.

Porque los dientes de él la mordisqueaban, y ella no sabía, aprisionada por sus brazos y piernas, si iba a ser amada o comida o ambas cosas a la vez, ni por qué.

—Diablos, sí —dijo Tichy—. Después de todo, ¿por qué no?

Aquello era razonable. Le permitió que tuviera la mejor manta en su cabaña de madera, y cuando ella no encontraba nada con que aromatizar los guisos, él los comía de todos modos, y no le pegaba por ello.

Conteniendo desesperadamente el grito, esa sirena que los lanzaría a todos tras ella, entre sus apretados dientes, siguió corriendo y corriendo, el aliento quemando su irritada garganta.

Volvería junto a Tichy. No iba a morir. ¿Podía existir algo en el mundo que exigiera realmente su muerte, podía existir? Neely había tomado a la hija de Gancho, una muchacha de piel oscura y frente estrecha con un peculiar sentido de la justicia. «No está mal —pensó—. Muy bien por Neely. Debo estar de vuelta antes de que ella tenga el niño. ¿Qué otra puede ayudarla? No debe tener el primero sola; únicamente yo puedo ayudarla. Soy necesitada, de veras, son muy necesitada, indispensable. Ella estará sola, porque»:

Instantánea 4

Hacia el otoño, cuando ya ni siquiera las más suaves lluvias podían hacer crecer otro tallo de espárrago silvestre, Neely y Tichy tuvieron una pelea en la ladera norte del seco huerto. Tichy le dio a Neely un golpe con su martillo que derribó al joven y pareció haber acabado con él. Pero Neely se puso en pie una vez más, con los labios curvados mostrando sus oscuras encías, exhibiendo sus cinco dientes. Observando desde el techo de la cabana, ella vio a Neely alzarse de puntillas y partir en dos el cráneo de Tichy.

—¡Ése es mi hijo! —gritó a pleno pulmón.

Luego Neely trajo a casa a la chica de piel oscura, que gruñía cuando él le hacía el amor, y nunca se cansaba, y mantenía el suelo limpio. Era bueno tener a otra mujer en la cabaña, y especialmente una mujer que comprendía lo correcto y lo tradicional. Después de todo, ella era la hija de un jefe, y no debía ser echada a un lado.

—¡Te agarré! —aulló una mujer, casi cayendo sobre ella mien­tras huía por un talud.

Pateó a la mujer en el vientre y oyó el gemido de angustia mientras seguía corriendo.

—No, no me has agarrado —jadeó, no sólo a la gimiente mujer sino a todas ellas, a todo el mundo.

6Qué era lo que le hacía pensar que volvía junto a Tichy, que estaba muerto, cráneo incluido? Los nietos le darían la bienvenida. Eran buenos chicos, delgados y duros como la madera, parecidos a Neely. Se alegrarían de verla, y ella los acunaría, les prepararía cosas especiales para comer, vigilaría la olla para la chica de piel oscura mientras ella y Neely estaban de caza. Si alguna vez volvía el ciervo, les haría un asado. La sequía había sido tan mala durante todo el verano que habían acudido las serpientes. Primero las víbo­ras, con su olor a ajo en la estación del apareamiento, como gusanos amarronados entre las piedras del viejo mundo. Luego las cascabel, con su histérica advertencia que llegaba demasiado tarde. La carne envenenada era peor que nada de carne. De todos modos, una per­sona mordida por una serpiente era generalmente desmembrada an­tes de que el veneno tuviera oportunidad de extenderse.

Ahora, mientras corría, vio las señales características del hogar, que produjeron ecos en su mente. El paisaje empezó a hacerse alegremente familiar, porque ella había cazado alÚ, con Marn, y luego con Tichy. No iba a morir, no esta vez, no ahora; podría por supuesto continuar, porque era ella, única, plena, espléndida.

—¡Te tengo! —gritó alguien a su oído.

Ella sintió el golpe que la derribó, y cayó al suelo al lado de la carretera, sus músculos aún corriendo. Las instantáneas empezaron a parpadear en su mente; las estaciones del año, la gente que había conocido, sus hijos, sus hijas, ella misma por encima de todo, la única, «la única que soy yo en todo el mundo de las estrellas».

—No, no —gimió, mientras el hombre alzaba un hacha sobre su frente.

—Oh, sí, sí —dijo el hombre, sonriendo con placer. Tras él apareció el resto de la partida de caza. Estaba Neely con la chica de piel oscura y dos delgados niños.

—Neely—gritó—. Sálvame. Soy tu madre. Neely también sonrió, y dijo:

—Todos tenemos hambre.

El hacha descendió, haciendo pedazos sus instantáneas, que ca­yeron como copos de nieve al suelo, donde levantaron un poco de polvo que volvió a posarse lentamente. Los niños pequeños empe­zaron a disputarse los huesos de los pulgares.

* * *

Quizás haya escrito esta historia porque a veces ésa es la forma en que se me aparece el mundo, o quizá porque espero que cuando la generación de mi hija crezca no necesite ni desee correr para salvar su vida, o quizá porque en el siglo xvii Jeremy Taylor escri­bió: «... Cuando se le pregunte si dicha persona ha sido un buen hombre o no, el significado no será lo que él cree, o lo que espera, sino lo que ama». Amén.

Bitter sweet symphony-The Verve

Sinfonía Agridulce   (The Verve)

Porque esta vida es una sinfonía agridulce
Intenta hacer que los extremos se encuentren
Eres un esclavo del dinero y entonces mueres
Yo tomaré el único camino en el que siempre he estado
Tu conoces al que te lleva a los lugares
Donde todas las venas se encuentran, si

No cambio, puedo cambiar
Puedo cambiar, puedo cambiar
Pero estoy aquí en mi molde
Estoy aquí en mi molde
Pero soy un millón de diferentes personas
Desde un día al próximo
No puedo cambiar mi molde
No, no, no, no

Bien, yo nunca rezo
Pero esta noche estoy de rodillas, si
Necesito escuchar algunos sonidos
para agradecer el dolor en mi, si
Dejé brillar a la melodía, le permití
limpiar mi mente, Me siento libre ahora
Pero los caminos aéreos están limpios
y no hay nadie cantándome ahora

No cambio, puedo cambiar
Puedo cambiar, puedo cambiar
Pero estoy aquí en mi molde
Estoy aquí en mi molde
Pero soy un millón de diferentes personas
Desde un día al próximo
No puedo cambiar mi molde
No, no, no, no
No puedo cambiar
No puedo cambiar

Porque esta vida es una sinfonía agridulce
Intenta hacer que los extremos se encuentren
Intentas encontrar algo de dinero y entonces mueres
Yo tomaré el único camino en el que siempre he estado
Tu conoces al que te lleva a los lugares
Donde todas las venas se encuentran, si

Sabes que puedo cambiar, puedo cambiar
Puedo cambiar, puedo cambiar
Pero estoy aquí en mi molde
Estoy aquí en mi molde
Pero soy un millón de diferentes personas
Desde un día al próximo
No puedo cambiar mi molde
No, no, no, no

No puedo cambiar mi molde
No, no, no, no
No puedo cambiar
No puedo cambiar mi cuerpo
No, no, no

Yo tomaré el único camino en el que siempre he estado
Yo tomaré el único camino en el que siempre he estado
He estado
Siempre he estado
Siempre he estado
Siempre he estado
Siempre he estado
¿Has estado triste?
¿Alguna vez has estado triste?


sábado, 26 de enero de 2008

La muerte chiquita-Café Tacuba

Si es chiquita,me resisto y no me lleva.



viernes, 25 de enero de 2008

El mal de Lumance-Cortometraje de Isaac Berrokal.

¿Cómo salir de este problema?



Creep-Radiohead

RARO

Cuando antes estabas aquí

no pude mirarte a los ojos.

Tú eres como un angel,

tu piel me hace llorar;

luces como una pluma que flota

en un hermoso mundo.

Y yo desearía ser especial,

tú eres una mierda tan especial

Pero soy raro, soy extraño.

Que demonios hago aquí???

Yo no pertenezco aquí.

No me importa si duele

Yo quiero tener el control,

quiero un cuerpo perfecto,

quiero un alma perfecta,

quiero que te des cuenta, .

cuando yo no esté por aquí ,

de que eres tan especial.

Yo desearía ser especial,

pero soy raro, soy extraño.

Que demonios hago aquí???

Yo no pertenezco aquí.

Ella corre de nuevo,

ella sale corriendo,

ella corre, corre, corre...

Cualquier cosa que te haga felíz,

cualquier cosa que quieras;

Tú eres una mierda tan especial.

Yo desearía ser especial,

pero soy raro, soy extraño.

Que demonios hago aquí???

Yo no pertenezco aquí.

Yo no pertenezco aquí.



Un platillo de soledad-Theodore Sturgeon

Theodore Sturgeon

UN PLATILLO DE SOLEDAD

Si está muerta, pensé, nunca la encontraré en esta blanca lluvia de luna en el mar blanco, con la espuma lamiendo la pálida, pálida arena como un gran shampú. Casi siempre, los que se suicidan de una puñalada o un balazo en el corazón se descubren cuidadosamente el pecho; el mismo impulso extraño generalmente incita a los que se suicidan en el mar a ir desnudos.

Un poco más temprano, pensé, o un poco más tarde, habría sombras para las dunas y el ímpetu jadeante del oleaje. Ahora la única sombra real era la mía, una cosa diminuta a mis pies, pero tan negra como para alimentar la negrura de una sombra de dirigible.

Un poco más temprano, pensé, y habría podido verla caminar en la orilla plateada, buscando un lugar solitario para morir. Un poco más tarde y mis piernas se rebelarían contra este trote lento en la arena, la arena enloquecedora que no podía frenar y no quería ayudar a un hombre apurado.

Entonces las piernas se me aflojaron y caí de rodillas sollozando, no por ella, todavía no, sólo para respirar. Había tanta agitación a mi alrededor: viento, y espuma enmarañada, y colores sobre colores y matices de colores que no eran colores sino variaciones de blanco y plata. Si esa luz fuera sonido, sonaría como el mar en la arena, y si mis oídos fueran ojos, verían esa luz.

Me agazapé allí, jadeando en la turbulencia, y una ola me golpeó chata y veloz, subiendo y desparramándose como pétalos alrededor de mis rodillas, luego empapándome hasta la cintura con su burbujeo y su fragor. Me hundí los nudillos en los ojos para que se abrieran de nuevo. Tenía el mar en los labios con el gusto de las lágrimas y toda la noche blanca gritaba y lloraba.

Y allí estaba ella.

Sus hombros blancos eran una loma más alta en la espuma. Debió de notar mi presencia -tal vez grité- porque se volvió y me vio arrodillado allí. Se apoyó los puños en las sienes y torció la cara, y soltó un penetrante aullido de furia y desesperación, y después se lanzó al mar y se hundió.

Me quité los zapatos y corrí hacia las olas, gritando, persiguiéndola, manoteando ráfagas de blancura que se disolvían en sal y frialdad entre mis dedos. Pasé a su lado al zambullir- me, y su cuerpo me golpeó el flanco cuando una ola me azotó la cara y nos tumbó a los dos. Jadeé en el agua sólida, abrí los ojos bajo la superficie y vi una luna deforme, blanco verdosa, desplomándose mientras yo giraba. Después volví a sentir la succión de la arena bajo los pies y mi mano izquierda se enredó en el pelo de ella.

La ola la arrastró llevándosela, y por un momento se me escurrió de la mano como vapor de un silbato. En ese momento la di por muerta, pero al posarse en la arena forcejeó y se levantó penosamente.

Me pegó, un puñetazo húmedo en la oreja, y un dolor inmenso y agudo me punzó el cráneo. Tironeó, alejándose, mientras mi mano seguía atrapada en su pelo. No habría podido soltarla aunque hubiera querido. Giró hacia mí con la siguiente ola, me golpeó y me rasguñó, y nos adentramos más en el mar.

-¡No... no... no sé nadar! grité, y ella me rasguñó de nuevo.

-Déjame en paz -aulló.

Oh Dios, ¿por qué no puedes -dijeron sus uñas - dejarme

-dijeron sus uñas - en paz? -dijo su puño pequeño y duro.

Entonces le tiré del pelo bajándole la cabeza hasta los hombros blancos; y con el canto de la mano libre le pegué dos veces en el cuello Flotó de nuevo, y la llevé a la costa.

La arrastré hasta donde una duna nos separaba de la lengua ancha y ruidosa del mar, y el viento se perdía allá arriba. Pero la luz era igualmente brillante. Le froté las muñecas y le acaricié la cara y le dije: "Ya está bien y "Vamos" y algunos nombres que yo usaba para un sueño que había tenido mucho, mucho antes que hubiera oído hablar de ella.

Aún yacía de espaldas y respiraba con rabia, arqueando los labios en una sonrisa que sus ojos tercamente cerrados convertían no en sonrisa sino en tortura. Hacía un buen rato que estaba bien y consciente y aún respiraba con rabia y mantenía los ojos cerrados.

-¿Por qué no pudiste dejarme en paz?

-preguntó al fin. Abrió los ojos y me miró. Había en ella tanta desolación que no le quedaba lugar para el miedo. Volvió a cerrar los ojos y dijo:- Tú sabes quién soy.

-Lo sé -dije.

Rompió a llorar.

Esperé, y cuando ella cesó de llorar, había sombras entre las dunas. Un largo rato.

-Tú no sabes quién soy -dijo ella-. Nadie sabe quién soy.

-Estaba todo en los diarios -dije yo.

-¡Eso! -Abrió los ojos despacio, y su mirada recorrió mi cara, mis hombros, se detuvo en mi boca, me tocó los ojos un segundo. Torció los labios y miró hacia otro lado.- Nadie sabe quién soy.

Esperé a que se moviera o hablara, y al fin dije:

-Cuéntame.

-¿Quién eres tú? -preguntó ella, aún mirando hacia otro lado.

-Alguien que...

-¿Y bien?

-Ahora no -dije-. Más tarde, tal vez.

Se irguió de repente y trató de cubrirse.

-¿Dónde están mis ropas?

-No las vi.

-Oh dijo ella-. Ya recuerdo. Las tiré y les eché arena, para que una duna viniera a taparías, a esconderlas como si nunca hubieran estado... odio la arena. Quería ahogarme en la arena, pero no me dejó... ¡No debes mirarme! ~ ¡No aguanto que me mires! -Sacudió la cabeza de un lado a otro, buscando.- ¡No puedo quedarme así! ¿Qué puedo hacer? ¿Adónde puedo ir?

-Aquí -dije.

Dejó que la ayudara a levantarse y luego arrancó la mano, se apartó de mí.

-No me toques. No te acerques.

-Aquí -repetí, y caminé cuesta abajo hacia donde la duna se curvaba en el claro de luna, bajaba en el viento y ya no era duna sino playa. Aquí. Señalé detrás de la duna.

Por último me entendió. Atisbó por encima de la duna cuando le llegó al pecho, y de nuevo cuando le llegó a la rodilla.

-¿Allí atrás?

Asentí.

-Tan oscuro... Cruzó la duna baja internándose en la dolorosa negrura de esas sombras lunares. Avanzó con cautela tanteando delicadamente con los pies, hasta la parte más alta de la duna. Se hundió en la negrura y desapareció. Me senté en la arena a la luz.

-Quédate lejos de mí escupió.

Me levanté y retrocedí.

-No te vayas -jadeó, invisible en las sombras. Esperé, luego vi surgir su mano de las sombras nítidas. Allí -dijo, allí. En la oscuridad. No seas más que una... Quédate lejos de ml ahora... No seas más que una voz.

Hice lo que me pedía, y me senté en las sombras a dos metros de ella.

Me contó todo. No como estaba en los diarios.

Ella tendría diecisiete años cuando sucedió. Estaba en el Central Park de Nueva York. Hacia demasiado calor por ser un día de principios de primavera, y las lomas escalonadas y pardas tenían una capa verde con la misma consistencia de la blanca escarcha que esa mañana cubría las piedras. Pero la escarcha no aguantó y la hierba si, y tentó a varios cientos de pares de pies a dejar el asfalto y el cemento para pisarla.

Entre esos cientos estaban los suyos. El suelo fértil era una sorpresa para sus pies, como el aire para sus pulmones. Sus pies dejaron de ser zapatos mientras caminaba, su cuerpo supo que era algo más que ropa. Era uno de esos días que incitan a la gente de ciudad a alzar la vista. Ella la alzó.

Por un instante se sintió apartada de la vida que vivía, donde no habla fragancia, ni silencio, donde nada cuajaba ni encajaba. En ese momento el mal ceño de los edificios que rodeaban el parque pálido no podía afectaría; durante dos, tres limpias inhalaciones ya no le importó que todo el ancho mundo perteneciera en realidad a imágenes proyectadas en una pantalla; a las diosas mimadas que ocupaban

esas torres de acero y cristal; que perteneciera, en pocas palabras, siempre, siempre a otros.

De modo que alzó la vista, y encima tenía el platillo.

Era bello. Era dorado, con el lustre polvoriento de una uva inmadura. Emitía un sonido tenue, un acorde compuesto por dos tonos y un silbido ronco como el viento en un trigal. Revoloteaba como una golondrina, subiendo y bajando. Giraba y caía y oscilaba como un pez titilante. Era como todas esas cosas vivas, pero a esa belleza sumaba el encanto de las cosas acariciadas y bruñidas, medidas, mecanizadas, y exactas.

Al principio no sintió asombro, pues esto era tan diferente de todo lo que habla visto antes que tenía que ser un engaño visual, una falsa evaluación del tamaño y la velocidad y la distancia que pronto se resolverla en un destello de sol sobre un avión o la llamarada vibrante de un soldador.

Miró hacia otro lado y de pronto comprendió que muchas otras' personas lo velan

-veían algo también. A su alrededor la gente habla dejado de caminar y hablar y miraba hacia arriba. La rodeaba una esfera de callado asombro, y fuera de ella captó el jadeo vital de la ciudad, esa giganta asmática que nunca respira.

Alzó la vista de nuevo, y al fin empezó a comprender cuán grande era el platillo y cuán lejos estaba. No: mejor dicho, cuán pequeño era y cuán cerca estaba. Tenía justo el tamaño del mayor círculo que ella habría podido trazar con ambas manos, y flotaba a medio metro de su cabeza.

Entonces sintió miedo. Retrocedió y alzó el antebrazo, pero el platillo seguía colgante allí. Se ladeó, se escabulló, brincó, se volvió para ver si habla escapado. Al principio no pudo verlo; luego, cuando miró más y más arriba, allí estaba, cercano y reluciente, trémulo y ronroneante, justo sobre su cabeza.

Se mordió la lengua.

Por el rabillo del ojo, vio que un hombre se persignaba. Lo hizo porque me vio parada aquí con una aureola sobre la cabeza, pensó. Yeso fue lo más grandioso que le habla ocurrido jamás. Nadie le habla hecho nunca un gesto de respeto, ni siquiera una vez, nunca. A

través del terror, a través del pánico y el asombro, el consuelo de ese pensamiento anidó en ella, para esperar a que lo tomaran y lo miraran de nuevo en momentos de soledad.

Pero ahora el terror era aplastante. Retrocedió, clavando la mirada en el cielo, bailoteando absurdamente. Tendría que haber chocado con otras personas. Habla allí muchas personas, jadeando y observando, pero no tocó a nadie. Giró sobre sí misma y descubrió con horror que era el centro de una multitud apiñada que la señalaba. La multitud tenía un mosaico de ojos desorbitados y movía todas las piernas del círcul6 interior para alejarse de ella.

La nota suave del platillo se hizo más profunda. El platillo se ladeó, bajó un par de centímetros. Alguien gritó, y la multitud corrió, dio vueltas, y se asentó en un nuevo equilibrio dinámico, extendiéndose a medida que más y más personas corrían a engrosaría pese a los esfuerzos del circulo interior por escapar.

El platillo zumbó V se ladeó, se ladeó...

Ella abrió la boca para gritar, cayó de rodillas, y el platillo bajó.

Le cayó en la frente y se le pegó. Casi pareció elevarla. Ella se irguió de rodillas, forcejeó para arrancárselo, y luego los brazos le cayeron a los costados, tiesos, sin que las manos tocaran el suelo. Durante tal vez un segundo y medio el platillo la mantuvo rígida, y luego le trasmitió un cosquilleó extático y la soltó. Ella se desplomó en el suelo, golpeándose violentamente los tobillos y los talones con la parte posterior de los muslos.

El platillo cayó a su lado, rodó de canto, sólo una vez, y allí quedó. Allí quedó, opaco y metálico, diferente y muerto.

Brumosamente, ella se quedó mirando el azul grisáceo d21 buen cielo de primavera, y brumosamente oy6 silbidos.

Y algunos gritos tardíos.

Y un vozarrón estúpido bramando "¡Denle aire!" que hizo acercar a todo el mundo.

Luego no hubo tanto cielo, a causa de la mole vestida de azul con los botones metálicos y la libreta de cuerina.

-Bueno, bueno, qué pasó aquí. No se acerquen.

Y las ondas crecientes de observación, interpretación y comentario: "La derribó a golpes." "Algún fulano la derribó." "El la derribó." "Algún fulano la derribó y..." "A plena luz del día este fulano..." "El parque está empezando a ser..." Más y más, los hechos adulterados hasta perderse totalmente porque el alboroto es mucho más importante.

Alguien más corpulento que los demás abriéndose paso a codazos, también con su libreta, su mirada inquisitiva, dispuesto a cambiar "una morena hermosa" por "una morena atractiva" para las ediciones vespertinas, porque "atractiva" es lo menos que puede ser una mujer si figura como víctima en los diarios.

La placa reluciente y la cara rubicunda acercándose:

-¿Está malherida, hermana?

Y los ecos rebotando en la multitud. Malherida, malherida, herida de gravedad, le pegó a plena luz del día...

Y otro hombre más sereno y resuelto, gabardina color habano, barbilla hendida y sombra de barba:

-Plato volador, ¿eh? De acuerdo, agente, yo me haré cargo.

-¿Y quién diablos se cree para hacerse cargo?

El centelleo de una cartera de cuero marrón, y detrás una cara, tan cerca que apretaba la barbilla contra el hombro de la gabardina. La cara dijo, pasmada,. "F.B.I." y eso también fue un eco ondulante. El policía cabeceó, el policía entero cabeceó en una genuflexión servil.

-Ayúdeme a despejar el área dijo la gabardina.

-¡Si, señor! dijo el policía.

-F.B.I., F.B.I. -murmuró la multitud, y hubo más cielo para mirar allá arriba.

Ella se incorporó y tenía la cara radiante.

-El platillo me habló -cantó.

cállese -dijo la gabardina. Más tarde no le faltará ocasión de hablar.

-Eso es, hermana -dijo el policía-. Cielos, este gentío podría estar lleno de comunistas.

-Usted también, cállese dijo la gabardina.

Alguien en la multitud contó a otro que un

comunista habla golpeado a la muchacha,

mientras otro comentaba que la habían golpeado porque ella era comunista.

Trató de levantarse, pero manos solicitas la obligaron a quedarse en el suelo. Ya había treinta policías en el lugar.

-Puedo caminar dijo ella.

-Quédese donde está -le dijeron.

Trajeron una camilla y la acostaron en ella y la taparon con una manta grande.

-Puedo caminar dijo ella mientras la llevaban a través de la multitud.

Una mujer se puso blanca y se volvió gimiendo:

-¡Dios mío, qué espanto!

Un hombrecito de ojos redondos la miraba y la miraba relamiéndose los labios.

La ambulancia. La metieron adentro. La gabardina ya estaba allí.

Un hombre de chaqueta blanca con manos muy limpias:

-¿Cómo sucedió, señorita?

-Ninguna pregunta dijo la gabardina-. Seguridad.

El hospital.

-Tengo que volver al trabajo dijo ella.

-Desvístase -le dijeron.

Entonces tuvo un dormitorio para ella sola por primera vez en su vida. Cuando la puerta se abría, había un policía afuera. Se abría a menudo para dejar entrar a esos civiles que tratan muy cortésmente a los militares, y a esos militares que tratan aún más cortésmente a ciertos civiles. Ella no sabía qué hacían ni qué querían. Cada día le hacían cuatro millones quinientas mil preguntas. Aparentemente nunca hablaban entre si porque cada cual le hacía las mismas preguntas una y otra vez.

-¿Cómo se llama?

-¿Qué edad tiene?

-¿En qué año nació?

A veces la empujaban por caminos extraños con sus preguntas.

-Bien, su tío. Se casó con una mujer de Europa central, ¿verdad? ¿Qué parte de Europa central?

-¿A qué clubes o confraternidades pertenecía usted? ¡Ah! ¿Y esa tienda de cosas usa- das de la calle 63? ¿Quién estaba realmente detrás de ese asunto?

Pero, una y otra vez: -¿Qué quiso decir cuando dijo que el platillo le habló?

-Me habló -decía ella.

-¿Y qué dijo? -decian ellos.

Y ella meneaba la cabeza.

Había muchos que gritaban, y muchos que eran amables. Nadie la habla tratado con tanta amabilidad, pero pronto comprendió que nadie era amable con ella. Sólo querían que se relajara, que pensara en otras cosas, así de pronto podían dispararle esa pregunta:

-¿Qué quiso decir cuando dijo que le habló?

Pronto fue como la casa de mamá o la escuela o cualquier otro lugar, y ella se sentaba con la boca cerrada y los dejaba aullar. Una vez la tuvieron sentada durante horas en una silla dura con una luz en los ojos, matándola de sed. En su casa había una ventanilla sobre la puerta del dormitorio y mamá dejaba que la luz de la cocina se filtrara por allí toda la noche, cada noche, para que ella no tuviera miedo. Así que la luz no le molestaba.

La sacaron del hospital y la encerraron en la cárcel. Algunas cosas valían la pena. La comida. La cama también era cómoda. A través de la ventana veía muchas mujeres haciendo ejercicios en el patio. Le explicaron que todas ellas tenían camas más duras.

-Usted es una jovencita muy importante. Al principio fue halagador, pero como de costumbre resultó que no se referían precisamente a ella. Seguían apremiándola. Una vez le trajeron el platillo. Estaba en una gran caja de madera con candado, que adentro tenía una caja de acero con una cerradura Yale. Sólo pesaba cuatro kilos, el platillo, pero cuando terminaron de empaquetarlo se necesitaron dos hombres para cargarlo y cuatro hombres armados para custodiarlo.

Le hicieron representar toda la escena tal como habla pasado con algunos soldados sosteniéndole el platillo sobre la cabeza. No era lo mismo. Habían arrancado un montón de astillas y fragmentos del platillo, y además tenía ese color gris muerto. Le preguntaron si sabia algo sobre eso y por una vez decidió hablar.

-Ahora está vacio dijo.

El único con quien conversaba era un hombrecito panzón que la primera vez que estuvo solo con ella le dijo:

-Escuche, pienso que la han tratado vergonzosamente. Pero entienda esto: tengo un trabajo que hacer. Ml trabajo es averiguar por qué no quiere contamos qué dijo el platillo. No quiero que usted sepa qué le dijo y nunca se lo preguntaré. Ni siquiera quiero que me lo cuente. Tan sólo averiguemos por qué usted mantiene el secreto.

Averiguar por qué resultó en horas de hablar sobre la neumonía y la maceta que hizo en segundo grado, que mamá tiró por la escalera de emergencia, y la reclusión en la escuela y el sueño en que sostenía una copa de vino con ambas manos y miraba a un hombre por encima de la copa.

Y un día ella le dijo por qué no quería contar lo del platillo, sin vueltas:

-Porque me habló a mí, y es cosa mía.

Incluso mencionó al hombre que ese día se habla persignado.

Eran las únicas cosas que le pertenecían de veras.

El fue comprensivo. Fue él quien la previno sobre el juicio.

-No tengo por qué decírselo, pero se hará con todas las de la ley. Juez y jurado y todo lo demás. Usted diga sólo lo que quiere decir, ni más ni menos, ¿entiende? Y no les dé el gusto. Usted tiene derecho a poseer algo.

Se levantó y maldijo y se fue.

Primero vino un hombre y le habló un buen rato sobre la posibilidad de que la Tierra fuera atacada desde el espacio exterior por seres mucho más fuertes e inteligentes que nosotros, y tal vez ella tenía una clave para la defensa. De modo que tenía que revelarla al mundo. Y aun en caso de que la Tierra no fuera atacada, debía pensar en la ventaja que podía dar a su país sobre sus enemigos. Luego la encañonó con el dedo y dijo que lo que hacia ella equivalía a colaborar con los enemigos del país. Y resultó ser el hombre que la defendía en el juicio.

El jurado la encontró culpable de desacato y el juez recitó la larga lista de penas que podía aplicarle. Aplicó una sola y la levantó. La encerraron en la cárcel unos días más, y un buen día la soltaron.

Al principio fue maravilloso. Consiguió un empleo en un restaurante, y un cuarto amueblado. Habla salido en los diarios tanto tiempo que mamá no la quiso de vuelta en casa. Mamá estaba casi siempre borracha y a veces escandalizaba a todo el vecindario, pero no obstante tenía ideas muy especiales sobre la respetabilidad, y salir en los diarios por espía no le parecía decente. Así que puso su apellido de soltera en el buzón de abajo y avisó a su hija no fuera allí nunca más.

En el restaurante conoció a un hombre que invitó a salir. La primera vez. Gastó hasta el

último centavo en una cartera roja que hiciera juego con los zapatos rojos. No eran del mismo tono, pero al menos todo era rojo. Fueron al cine y después él no trató de besarla, ni nada, sólo trató de averiguar qué le habla dicho el platillo. Ella no le contó. Volvió a su casa y lloró toda la noche.

Luego hubo unos hombres que ocupaban una mesa y charlaban, y cada vez que pasaba ella callaban y ponían cara de pocos amigos. Le hablaron al dueño, y él le dijo que eran ingenieros electrónicos que trabajaban para el gobierno y tenían miedo de hablar de asuntos profesionales cuando la tenían cerca. ¿No era espía o algo por el estilo? Así que la despidieron.

Una vez vio su nombre en un tocadiscos automático. Puso una moneda y apretó ese número, y el disco contaba que "el platillo volador bajó un día, y le enseñó a ella un nuevo modo de jugar, y no te diré cómo era, pero ella me llevó a otro mundo". Y mientras estaba escuchando, una persona del local la reconoció y la llamó por el nombre. Cuatro individuos la siguieron y tuvo que bloquear la puerta.

A veces estaba bien varios meses, y después alguien la invitaba a salir. Tres veces de cada cinco, los seguían a ella y al fulano. Una vez el hombre que la acompañaba arrestó al hombre que los seguía. Dos veces el hombre que los seguía arrestó al hombre que la acompañaba. Cinco veces de cada cinco, el hombre con quien salía trataba de tirarle la lengua sobre el platillo. A veces ella salía con alguno y fingía que era una verdadera cita, pero no la ayudaba en mucho.

Así que se mud6a la costa y se empleó para

limpiar oficinas y tiendas de noche. No había muchas que limpiar, pero eso significaba que no habla muchas personas que recordaran su cara de los periódicos. Cada dieciocho meses, nunca faltaba el periodista que sacaba a relucir todo de nuevo en una revista o un suplemento dominical; y cada vez que alguien vela un faro de coche en una montaña o una luz en un globo meteorológico tenía que ser un platillo volador, y tenía que haber un trasnochado comentario sobre los secretos que quería contar el platillo. Entonces ella, en dos o tres semanas, no pisaba la calle durante el día.

Una vez pensó que lo tenía resuelto. La gente no la quería, así que empezó a leer. Las novelas la conformaron un tiempo hasta que descubrió que la mayoría eran como las películas: sobre la gente linda que en realidad maneja el mundo. Así que aprendió cosas:

animales, árboles. Una ardilla piojosa atascada en una alambrada la mordió. Los animales no la querían. Los árboles no la tenían en cuenta.

Entonces se le ocurrió lo de las botellas. Juntó todas las botellas que pudo y escribió notas que guardó en las botellas. Recorría kilómetros de playa y arrojaba las botellas tan lejos como podía. Sabia que si la persona indicada encontraba una, esa persona tendría la única cosa en el mundo que podría ayudar. Esas botellas la sostuvieron tres años. Todos necesitan hacer algo en secreto.

Y por último llegó el momento en que ya no le sirvió de nada. Una puede tratar de ayudar a alguien que tal vez existe; pero pronto no puedo fingir más que existe esa persona. Y no hay vuelta de hoja. Es el fin.

-¿Tienes frío? -le pregunté cuando terminó de contarme.

El oleaje era más apacible y las sombras más largas.

-No -respondió ella desde las sombras. De pronto dijo ¿Creíste que me enfurecí contigo porque me viste desnuda?

-¿Por qué no?

-¿Sabes una cosa? No me importa. No habría querido... no habría querido que me vieras ni siquiera en traje de fiesta o ropa de trabajo. No puedes taparme el cuerpo. Se ve; está allí de todos modos. Simplemente no quería que me vieras. En ninguna forma.

-¿Yo, o cualquiera?

Ella titubeó.

-Tú.

Me levanté, me desperecé y caminé un poco, pensando.

-¿El F.B.I. trató de impedirte que arrojaras esas botellas?

-Claro que si. Gastaron no sé cuánta plata de los contribuyentes para recogerlas. Aún registran la zona de vez en cuando. Pero se están cansando. Todas las notas dicen lo mismo.

-Rió. Me sorprendió que supiera reír.

-¿De qué te ríes?

-De todos ellos... jueces, carceleros, cantantes... la gente. ¿Sabes que no me habría ahorrado ninguna molestia aunque les hubiera contado todo desde un principio?

-¿No?

-No. No me habrían creído. Lo que ellos querían era una nueva arma. Superciencia de una superraza, para borrar del mapa a la superraza si se presenta la oportunidad, o a la nuestra si no se presenta. Todas esas lumbreras

-jadeó, con más asombro que desprecio, todos esos mandamases. Piensan "superraza" y traducen "superciencia". ¿No piensan que una superraza también tiene supersentimientos... superrisa, tal vez, o superhambre? -Hizo una pausa.- ¿No es hora de que me preguntes qué dijo el platillo?

-Te lo diré -barboté.

Hay en ciertas almas

una indecible soledad,

tan grande que deben compartirla

como el resto comparte compañía.

Así es mi soledad. Ahora ya sabes

que en la inmensidad

alguien está mas solo que tu.

-Dios santo dijo devotamente, y rompió a llorar-. ¿Y a quién está dedicado?

-Al ser más solitario...

-¿Cómo lo supiste? -susurró.

-Es lo que pusiste en las botellas, ¿verdad?

-Sí -dijo ella. Cuando te pesa demasiado que a nadie le importe, que a nadie le haya importado nunca... arrojas una botella al mar, y allá va una parte de tu soledad. Te sientas a pensar en alguien que la encuentra... que aprende que lo peor que hay puede entenderse.

La luna bajaba y el oleaje callaba. Miramos hacia las estrellas.

-No sabemos qué es la soledad -dijo ella. La gente pensó que el platillo era un platillo, pero no lo era. Era una botella con un mensaje adentro. Tuvo que cruzar un océano más grande, todo de espacio, sin demasiadas probabilidades de encontrar a nadie. ¿Soledad? No conocemos la soledad.

Cuando pude, le pregunté por qué había intentado suicidarse.

-Ya tuve suficiente ~ con lo que me dijo ese platillo. Quería... retribuirlo. Era demasiado mala para que me ayudaran. Tenía que sabor que al menos era buena para ayudar. ¿Nadie me quiere? Bien. Pero no me digas que nadie, en ninguna parte, necesita de mí. Eso no puedo aguantarlo.

Inhalé profundamente.

-Encontré una de tus botellas. hace dos años. Te he estado buscando desde entonces.

Cartas mareológicas, tablas de corrientes, mapas y... viajes. Oí hablar de ti y las botellas por aquí cerca. Alguien me contó que habías dejado de tirarlas, que ahora se te daba por vagabundear de noche en las dunas. Supe por qué. No paré de correr.

Tuve que inhalar de nuevo.

-Tengo un pie defectuoso. Pienso bien, pero las palabras no me salen por la boca tal como son dentro de mi cabeza. Tengo esta nariz. Nunca tuve una mujer. Nadie quiso contratarme nunca para trabajar donde tuvieran que mirarme. Tú eres bella -dije-. Eres bella.

Ella no dijo nada, pero fue como si irradiara una luz, más luz y mucha menos sombra de la que podía proyectar la ejercitada luna. Entre muchas otras cosas significaba que aún la soledad tiene un fin, para quienes están lo bastante solos, durante bastante tiempo.

Titulo del original en ingiés: A Saucer of Loneliness

c 1953 by Galaxy PubltshIn9 Co. Traducción de Carice Gardlni

jueves, 24 de enero de 2008

No solo de Mafalda vive el Quino

La poderosa muerte-Los Jaivas

Por ahí,poniendole unos versos de Neruda se olvida de pasar a buscarme.


martes, 22 de enero de 2008

Barro tal vez-L.A.Spinetta

¿Ya dije que es un genio?



Epitafio-King Crimson.

EPITAFIO

La pared en la cual los profetas escribieron

se esta agrietando en las costuras.

Sobre los instrumentos de muerte

la luz del sol brilla resplandeciente.

Cuando cada hombre este dividido en dos ,

entre pesadillas y sueños,

nadie endechara la guirnalda de laurel

cuando el silencio ahogue los gritos.

La confusión será mi epitafio

cuando me arrastre por una senda agrietada y quebrada.

Si logramos llegar podremos sentarnos a descansar

y reír

Pero me temo que mañana estaré llorando,

si, me temo que mañana estaré llorando.

Entre las puertas de hierro del destino

las semillas del tiempo fueron sembradas

y regadas por las acciones de esos

que conocen y son conocidas;

el conocimiento es un amigo mortal

cuando nadie fija las reglas.

El destino de toda la humanidad que veo

está en manos de tontos.

La pared en la cual los profetas escribieron

se esta agrietando en las costuras.

Sobre los instrumentos de muerte

la luz del sol brilla resplandeciente.

Cuando cada hombre este dividido en dos,

entre pesadillas y sueños,

nadie endechara la guirnalda de laurel

cuando el silencio ahogue los gritos

La confusión será mi epitafio

Cuando me arrastre por una senda agrietada y quebrada.

Si logramos llegar podremos sentarnos a descansar

Y reír.

Pero me temo que mañana estaré llorando

si, me temo que mañana estaré llorando.


lunes, 21 de enero de 2008

Nancy-Cordwainer Smith

NANCY

Cordwainer Smith

Dos hombres observaron la entrada de Gordon Greene a la oficina. El joven ayudante no era importante. El general, en cambio, sí lo era.

El imponente general se sentó donde correspondía, en su escritorio, que estaba ubicado de frente. La infinita cortesía del general se reflejaba en el hecho de que las persianas estaban bajas, impidiendo que la luz diera directamente en los ojos del entrevistado.

En ese momento el General era Wenzel Wallenstein, el primer hombre en aventurarse en lo más profundo del espacio. No había alcanzado ninguna estrella, hasta ese momento nadie lo había logrado, pero él había ido más lejos que cualquier otro.

Wallenstein era un hombre mayor, aunque no tanto. Tenía algo menos de 90 años en la época en que la mayoría de los hombres vivía hasta los 150. Lo que hacía que Wallenstein aparentara más edad era el sufrimiento proveniente del agotamiento mental, no el proveniente de la ansiedad y la competencia ni el proveniente de alguna enfermedad.

Era algo más sutil, una sensibilidad causante de su propio dolor.

Sin embargo era real.

Wallenstein era tan estable como podía serlo cualquier otro hombre, y el joven teniente se sorprendió al descubrir, en su primer encuentro con el comandante en jefe, que su reacción emocional era un sentimiento de compasión hacia aquel hombre que comandaba toda la organización.

- ¿Su nombre?

- Gordon Greene - contestó el teniente.

- ¿Es un seudónimo?

- Sí, señor.

- ¿Cuál es su nombre verdadero?

- Giordano Verdi.

- ¿Por qué lo cambió?, Verdi también es un gran nombre.

- Es difícil de pronunciar señor. Lo cambié por el mejor que pude encontrar.

- Yo conservé mi nombre - agregó el viejo general -, supongo que es cuestión de gusto.

El joven teniente levantó su mano izquierda con la palma hacia afuera, el nuevo saludo inventado por los psicólogos. El general sabía que este saludo significaba que debía dejarse de lado por el momento la cortesía militar y que el oficial subordinado estaba requiriendo permiso para hablar de igual a igual. Conocía este saludo. Sin embargo, en estas circunstancias, no le inspiraba confianza.

La respuesta del general no se hizo esperar. Repitió el gesto, mano izquierda, palma hacia afuera.

La sombría, cansada, sabia, agotada vieja cara del general no había cambiado de expresión. Estaba alerta. Amigable de un modo mecánico, examinaba al teniente. El teniente estaba seguro de que no existía nada detrás de esos ojos, excepto un sinnúmero de problemas internos.

El teniente volvió a hablar, pero esta vez en actitud confidente.

- General, ¿es esta una entrevista especial? ¿Tiene algo en mente para mí? De ser así, señor, permítame prevenirlo de que me declararon psicológicamente inestable. El Departamento de Personal no comete errores, pero debieron mandarme aquí por error.

El general sonrió. La sonrisa fue mecánica. Fue un manejo de los músculos, no una revelación de emoción humana.

- Teniente, en cuanto hablemos usted sabrá lo que tengo en mente. Vendrá otro hombre que le dará alguna idea de lo que le deparará la vida. Como sabemos, usted solicitó ir al espacio profundo, y hasta donde yo sé ha conseguido que lo enviemos. Ahora la pregunta es: ¿De veras lo desea? ¿Quiere aceptar? ¿Eso era todo lo que quería aclarar?

- Sí, señor - contestó el teniente.

- No tenía por qué solicitar la señal de cortesía. Me podría haber preguntado aún dentro de los límites del servicio. No seamos tan psicológicos.

De nuevo, el general le sonrió al teniente en forma inexpresiva.

Wallenstein hizo un ademán al ayudante, quien se inclinó en señal de atención, y le dijo:

- Hágalo pasar.

El ayudante contestó:

- Sí, señor.

Los dos hombres esperaron. Entró un extraño teniente con paso firme, vivo y rápido.

Gordon Greene nunca había visto a alguien como él. El teniente era mayor, casi tan mayor como el general. Su expresión era jovial y sin arrugas. Los músculos de sus mejillas y frente revelaban felicidad, relajación y una visión segura de la vida. El teniente lucía las tres condecoraciones más altas de su rango. No existían otras más altas, y sin embargo ahí estaba él, un hombre viejo y todavía teniente.

El teniente Greene no lo podía entender. No conocía a este hombre. Era común que un hombre joven fuera teniente, pero no un septuagenario u octogenario; a esa edad ya eran coroneles, o se habían retirado, o abandonado, o habían vuelto a la vida civil.

El espacio era un juego para hombres jóvenes.

El general se levantó de su asiento en señal de cortesía. El teniente Greene se asombró. Esto también resultaba extraño. El general no debía violar las normas de cortesía.

- Siéntese, señor - dijo el extraño viejo teniente.

El general se sentó.

- ¿Qué quiere de mí ahora? ¿Quiere hablar una vez más de la rutina Nancy? - dijo el recién llegado.

- ¿La rutina Nancy? - preguntó el general, molesto.

- Sí, señor. La misma historia que le conté antes a esos otros jóvenes. Usted la escuchó, yo la escuché, no tiene sentido fingir.

Dirigiéndose al otro, el extraño teniente dijo:

- Mi nombre es Karl Vonderleyen. ¿Escuchó alguna vez hablar de mí?

- No, señor - contestó el joven teniente.

- Ya oirá.

- No lo haga difícil, Karl - dijo el general -. Muchos otros tuvieron problemas además de usted. Yo fui e hice las mismas cosas que usted y soy general. Me debe, por lo menos, la cortesía de envidiarme.

- No lo envidio, general. Usted tiene su vida y yo la mía. Usted sabe lo que perdió o cree que lo sabe, y yo sé lo que tuve, y estoy seguro de saberlo.

El viejo teniente no le prestó más atención al comandante en jefe. Se dirigió al joven y le dijo:

- Irá al espacio y nosotros representaremos un vaudeville para usted. El general no encontró ninguna Nancy. No la requirió. No requirió ayuda. El salió hacia Arriba-y-Afuera durante tres años. Tres años que se asemejan a tres millones de años, supongo. Fue al infierno y volvió. Obsérvelo, es un éxito. Un maldito éxito, sentado allí, agotado, cansado y al parecer hasta herido. Míreme. Míreme con cuidado, teniente. Soy un fracaso. Soy teniente, y el Servicio del Espacio no hace nada para cambiar mi situación.

El comandante en jefe no dijo nada, así que Vonderleyen siguió hablando.

- Supongo que cuando llegue el momento me retirarán como general. No estoy listo para retirarme ahora. Podría seguir en el Servicio del Espacio o podría hacer cualquier otra cosa. No hay mucho más que deba hacer en este mundo. Yo logré todo.

- ¿Lograr qué, señor? - se atrevió a preguntar el teniente Greene.

- Encontré a Nancy, algo que él no pudo. Tan simple como eso.

El general intervino en la conversación.

- No es tan malo, pero tampoco es tan simple, teniente Greene. Parece que algo no anda bien hoy en el teniente Vonderleyen. Tenemos que contarle una historia y usted debe decidir. No hay otra manera de hacerlo.

El general miró incisivamente al teniente Greene.

- ¿Sabe lo que hicimos con su mente?

- No, señor.

- ¿Oyó hablar del virus Sokta?

- ¿Qué cosa, señor?

- El virus Sokta. Sokta es una palabra antigua que proviene del Chosen-mal, el idioma de la Vieja Corea, que era un país occidental ubicado cerca de Japón. Significa «tal vez», y es lo que introdujimos en su cabeza. Es un cristal pequeñito, más que microscópico. Está allí. En la nave hay una máquina no muy grande, porque no podemos ocupar más espacio, que resuena para detonar el virus. Si usted detona a Sokta, será igual a él. Si no lo hace, será como yo. Suponiendo que usted viva. Usted puede no vivir y entonces no regresar, en cuyo caso estamos hablando en forma teórica.

El joven se animó a preguntar:

- ¿Qué es lo que me hace eso? ¿Por qué hacen eso?

- No podemos contarle mucho más. Una de las razones es que no tiene demasiado sentido hacerlo.

- ¿Quiere decir, señor, que usted realmente no puede?

El general meneó su cabeza con tristeza.

- No, yo la perdí, y él la encontró, sin embargo esto traspasa los límites de lo narrable.

Mientras mi primo me contaba la historia, muchos años después, a esta altura de la narración le pregunté:

- Bueno, Gordon, si te dijeron que no puedes hablar de eso, ¿cómo puedes hacerlo ahora?

- Ebrio, hombre, ebrio - dijo mi primo -. ¿Cuánto tiempo te piensas que me llevó llegar a este momento? Nunca lo volveré a contar. Eres mi primo, aunque de todas formas no tiene importancia que lo sepas. Además, le prometí a Nancy que no se lo diría a nadie.

- ¿Quién es Nancy? - le pregunté.

- Nancy lo es todo, es la historia en sí misma. Eso era lo que ellos trataban de decirme en la oficina, aunque no lo sabían. Uno de ellos la había encontrado, el otro no.

- ¿Nancy es real?

En ese momento me contó el resto de la historia. La entrevista fue áspera pero clara, estricta, sencilla, directa. Las alternativas, simples. Estaba bien claro que Wallenstein quería que Greene regresara vivo. La política actual del comando espacial era que era preferible traer al hombre como un fracaso vivo que dejarlo como un héroe muerto. Los pilotos no eran fáciles de encontrar. Aún más, el ánimo sería peor si se les decía a los hombres que intervenían en operaciones suicidas.

Todo era psicológico, y después de que Greene salió de la oficina estaba más confundido que antes.

Ellos siguieron contándole, aunque de diferente manera - el general feliz, el teniente no - que todo esto era serio. El viejo general sombrío estaba alegre, el feliz teniente siguió siendo compasivo.

Greene se preguntaba por qué sentía tanta compasión hacia el comandante general y se sentía despreocupado ante el viejo teniente fracasado. Sus sentimientos debían ser al revés.

Mil quinientos millones de millas después, o cuatro meses más tarde, hablando en tiempo normal, o cuatro vidas después para el tiempo que él había sufrido, Greene descubrió de qué estaban hablando. Era una vieja enseñanza de la psicología. Los hombres morían si se los dejaba completamente solos. Las naves se diseñaban para proteger a los hombres de la soledad. Había dos hombres por nave. Cada nave estaba provista de muchas cintas, de algunos animales innecesarios. En ese caso se había incluido en la nave una pareja de hámsters. Por supuesto que habían sido esterilizados para evitar el problema de tener que alimentar a las crías, pero aún así constituían una pequeña familia, una representación en miniatura de la felicidad de la vida en la Tierra.

La Tierra estaba muy lejos.

El copiloto había muerto.

Todo lo que había amenazado a Greene se volvió real de repente.

Se dio cuenta de qué era de lo que habían estado hablando.

Los hámster eran su única esperanza. Acercaba su cara a la jaula y conversaba con ellos. Trataba de compartir su vida con la de ellos como si se tratara de seres humanos, como si él fuera parte del mundo de los vivos y no estuviera allí con un estridente silencio más allá de la delgada pared de metal. No había nada por hacer, excepto corretear como un animal encerrado en una maquinaria que nunca comprendería.

El tiempo borró sus perspectivas. Sabía que estaba loco, pero entrenándose podía sobrevivir con esa locura parcial. Incluso se dio cuenta de que la inestabilidad de su personalidad, que le había hecho pensar que no serviría para el Servicio Espacial, probablemente contribuyó a la confianza que lo hizo unirse al servicio.

No dejaba de pensar en Nancy y en el virus Sokta.

¿Qué era lo que habían dicho?

Ellos le habían contado que podría despertar a Nancy, quienquiera fuera Nancy. Nancy no era un apodo. De una manera u otra el virus no descansaba. Sólo necesitaba girar su cabeza hasta cierto punto, presionar el botón de resonancia en la pared y su misión fallaría, pero sería feliz y volvería sano y salvo a casa.

No podía entender qué lo llevaba a tomar esa decisión. Parecía que habían pasado tres mil millones de años desde que había dictado su último mensaje al Servicio del Espacio. No sabía qué sucedería. Obviamente el viejo teniente, Vonderleyen o como se llamara, seguía vivo. Igual de obvio era el hecho de que el general también seguía vivo. El general pudo superarlo. El teniente no.

Y ahora, el teniente Greene, a mil quinientos millones de millas en el espacio exterior, debía tomar una decisión. Su decisión fue fallar.

Pero deseaba, como cuestión de disciplina, hablar a favor del hombre que estaba fallando, y dictó un mensaje simple que concluía con una apelación de justicia. Estaría en la grabadora de la nave al llegar a la Tierra.

- «...y así, caballeros, decidí activar el botón. No sé lo que significa Nancy, o lo que el virus Sokta hará además de hacerme fallar. Por esta razón estoy muy avergonzado. Lamento que la debilidad humana me lleve a esto. Pero ella, y ustedes, caballeros, lo han permitido. No soy yo quien está fallando, sino el Servicio del Espacio por autorizarme a fallar. Caballeros, olviden la amargura con la que les digo adiós ahora, pero debo decirlo.»

Paró de dictar, parpadeó, miró por última vez a los hámster - ¿qué sería de ellos después de que el virus Sokta comenzara a trabajar? - y presionó el botón y se reclinó.

No pasó nada. Presionó el botón nuevamente.

La nave se inundó de un olor extraño que no podía identificar, no sabía qué era.

De repente le pareció que era pasto recién cortado, con un suave dejo de geranios y hasta rosas tal vez. Era un aroma igual al de la granja a la que había ido un verano, años atrás. Era el aroma de su madre parada en el porche, llamándolo a comer, y el de él mismo, el aroma que le basta a un hombre para reconocer a la mujer que hay en su propia madre, que le basta a un niño para contestar feliz a una voz familiar.

- Si esto es todo lo que el virus significa - se dijo -, no tengo por qué dejar todo, puedo seguir trabajando con eficacia. Mil quinientos millones de millas de distancia, acompañado por dos hámster, durante años de soledad. Algunas alucinaciones no me harán daño.

La puerta se abrió.

No podía abrirse, sin embargo se abrió.

En este momento conoció el miedo más terrible que alguna persona haya sentido alguna vez. Repitió «Estoy loco, estoy loco» y miró hacia la puerta abierta.

Entró una muchacha.

- Hola - dijo - ¿me conoces?

- No, señorita, no, ¿quién es usted?

La muchacha no contestó, sólo le sonrió.

Ella tenía una pollera azul de sarga con anchas rayas verticales, una linda cinturita, un cinturón del mismo material de la pollera y una blusa sencilla. No le resultaba extraña y tampoco parecía una criatura del espacio.

Era alguien que conocía y muy bien. Tal vez alguien amado, sólo que no la podía ubicar, no en ese momento y en ese lugar.

Ella seguía mirándolo.

De repente se dio cuenta. Por supuesto, era Nancy. No la mujer de la que ellos hablaron, sino su Nancy, la Nancy que había conocido desde siempre y nunca había visto.

Trató de recomponerse y le dijo:

- ¿Cómo es que te conozco si no te conozco? Eres Nancy, te conozco de toda la vida y siempre quise casarme contigo. Eres la mujer de la que siempre estuve enamorado y nunca te había visto. Es ridículo, Nancy, muy ridículo. No lo entiendo, ¿y tú?

Nancy se acercó y le acarició la frente con su mano. La pequeña mano era real y su presencia querida y muy grata.

- No es fácil de entender, toma su tiempo - dijo -. No soy real para nadie, sólo para ti. Y aún así soy más real para ti que cualquier otra cosa. Esto es lo que hace el virus Sokta. Soy yo, soy tú.

La miró sorprendido.

Debía sentirse desdichado, pero no, estaba feliz por tenerla allí.

- ¿Qué quieres decir? ¿El virus Sokta te hizo? ¿Estoy loco? ¿Es una alucinación?

Nancy meneó su cabeza y sus lindos rulos bailaron.

- No, no lo es. Soy la muchacha que siempre quisiste. Soy la ilusión que siempre quisiste, pero yo soy tú porque estoy en lo más profundo de tu ser. Soy todo lo que tu mente jamás encontró. Todo lo que podrías tener miedo de desenterrar. Estoy aquí y voy a quedarme. Todo el tiempo que estemos en la nave con la resonancia, nos llevaremos bien.

Mi primo comenzó a llorar. Tomó una botella de vino y sirvió una copa llena de Dago Rojo. Lloró por un rato. Apoyando su cabeza en la mesa, me miró y dijo:

- Pasó mucho, mucho tiempo, y aún recuerdo cómo me hablaba. Y ahora veo por qué dicen que no se puede hablar de ello. Un hombre tiene que estar muy borracho para contar su propia vida, sobre la hermosa vida que tuvo, y permitir que se haya acabado, ¿no es cierto?

- Sí, así es - dije para darle ánimo.

Nancy transformó la nave, cambió de lugar los hámster, varió la decoración, revisó los archivos. El trabajo se realizó mejor que antes.

El hogar que ella había preparado para ellos era diferente. Tenía aroma a comidas, olor a viento, y hasta algunas veces él sentía llover aunque la lluvia más cercana se hallaba a 2.400 millones de kilómetros y no existía nada más que el irritante silencio frío del metal frío en el exterior de la nave.

Vivieron juntos. No les llevó mucho tiempo llevarse bien.

El era Giordano Verdi y tenía limitaciones.

Llegó el momento de estar muy unidos, más que amantes. El dijo:

- No puedo tenerte, querida. No es la forma en que podemos hacerlo, aunque estemos en el espacio, aunque no seas real. Eres lo suficientemente real para mí. ¿Te casarías conmigo por medio del libro de plegarias?

Sus ojos brillaron y una centelleante sonrisa se dibujó en sus incomparables labios.

- Por supuesto - contestó ella.

Lo abrazó. El acarició los huesos de sus hombros, sintió sus costillas, sintió los mechones de su pelo acariciando sus mejillas. Eso era real. Era más real que la vida misma aunque un tonto le había dicho que era un virus, que Nancy no existía. Si esto no era Nancy, ¿qué era?

La apartó y, lleno de amor y alegría, leyó el libro de plegarias. Le pidió que respondiera.

- Supongo que soy el capitán y nos hemos casado.

El matrimonio anduvo bien. La nave recorrió una órbita igual a la de un cometa. Fue muy lejos, tan lejos que el sol se convirtió en un punto lejano. La interferencia del sistema solar no causó efectos en los instrumentos.

Nancy un día le dijo:

- Supongo que ahora sabes por qué eres un fracaso.

- No - respondió él.

Lo miró con seriedad.

- Pienso con tu mente. Vivo en tu cuerpo. Si mueres en esta nave, yo muero también. Viviré el tiempo que vivas. ¿No es curioso?

- Curioso - dijo él, y un nuevo viejo dolor se apoderó de su corazón.

- Puedo decirte algo que conozco con la parte de tu mente que uso. Sé que sin ti existo. Supongo que reconozco tu entrenamiento técnico y lo percibo de alguna manera; aunque no siento su falta. Tuve la educación que pensaste que tendría y que querías que tuviera. Pero ¿te das cuenta de lo que está pasando? Estamos trabajando con nuestra mente casi a la mitad de su poder en lugar de un décimo de poder. Toda tu imaginación se utiliza para crearme. Todos tus pensamientos están en mí. Los quiero como quiero que me ames pero no hay lugar para pensar en alguna emergencia, y no queda nada para el Servicio del Espacio. Estás haciendo lo mínimo. Eso es todo. ¿Lo valgo?

- Por supuesto que sí, querida. Eres todo lo que un hombre puede pedir de su enamorada y de su amor, de una esposa y de una verdadera compañera.

- Pero, ¿no te das cuenta? Estoy sacando lo mejor de ti. Cuando la nave regrese a casa ya no existiré.

De un modo extraño él se dio cuenta de que la droga estaba funcionando. Pudo ver lo que le estaba sucediendo y miró a su bienamada Nancy con su cabellera brillante y notó que su cabello no necesitaba peinarse. Miró sus ropas y comprendió que ella usaba ropas para las cuales no había espacio en la nave. Y ella se cambiaba de ropa de un modo delicioso, alegre, atractivo, día tras día. Comía cosas que sabía no podían estar en la nave. Nada lo inquietaba. Ahora ni siquiera podía preocuparlo el pensar que perdería a Nancy. Cualquier otro pensamiento podía haberlo borrado de su subconsciente y podía haberse entregado a la idea de que no era una alucinación después de todo.

Esto era demasiado. Acarició su cabello.

- Sé que estoy loco, querida, sé que no existes.

- Pero existo. Soy tú. Soy parte de Gordon Greene con tanta seguridad como que me casé contigo. No moriré hasta que tú mueras, porque cuando llegues a casa, querido, me retiraré a lo más profundo de tu mente, pero viviré allí tanto tiempo como tú vivas. No me puedes perder, no puedo dejarte y no puedes olvidarme. Nadie me conocerá excepto por lo que digan tus labios. Por esto es tan raro.

- Ahí es donde sé que estoy equivocado - insistió Gordon tozudamente -. Te amo y sé que eres un fantasma, que te irás, sé que estamos llegando a un final pero no me preocupa. Seré feliz estando a tu lado. No necesito beber. No tomaría ninguna droga. Aún así la felicidad está aquí.

Continuaron con las tareas domésticas. Revisaron gráficos, guardaron las cintas, grabaron algunas tonterías en la grabación permanente de la nave. Luego asaron malvaviscos delante de un gran fuego. El fuego era, en realidad, un hogar que no existía. Las llamas no podían arder pero ardían. No había malvaviscos en la nave, sin embargo ellos los asaron y se divirtieron haciéndolo.

Así continuaron sus vidas, llenas de magia, pero esta magia no poseía espinas o durezas, no poseía enojos, o desesperanza ni desesperación.

Eran una pareja muy feliz.

Los hámster así lo sentían, permanecían limpios y rechonchos, comían de buena gana. Se sobrepusieron a la náusea espacial. Lo espiaban. Permitió que uno de ellos, el de nariz marrón, correteara por la habitación. Dijo:

- Eres un personaje real del ejército. Pobrecito. Naciste para el espacio y estás sirviendo aquí.

Sólo una vez más Nancy retomó la cuestión del futuro.

- Sabes que no podemos tener niños. La droga Sokta no lo permite. Tú puedes tenerlos pero será gracioso que te cases, permaneciendo yo siempre en el trasfondo. Porque ahí estaré.

Regresaron a la Tierra.

Al salir de la nave, un coronel médico severo y tedioso lo miró y dijo:

- Creemos que sucedió.

- ¿Qué cosa, señor? - dijo el teniente Greene obeso y radiante.

- Encontró a Nancy.

- Sí, señor. La traje conmigo.

- Vaya a buscarla - dijo el coronel.

Greene volvió al cohete. No había señales de Nancy.

Volvió sorprendido, aunque no molesto.

- Coronel, no la veo, pero estoy seguro de que está por ahí.

El coronel le brindó una sonrisa singular, compasiva y fatigada.

- Ella siempre estará merodeando, teniente. Ha realizado el trabajo mínimo. No creo que debamos desanimar a personas como usted. Se dará cuenta de que quedará fijo en su grado actual. Será condecorado, Misión Cumplida. La misión fue un éxito, fue más lejos que otros. Vonderleyen dice que lo conoce. Está esperándolo por allí. Tendremos que hospitalizarlo para asegurarnos de que no sufrirá un shock.

- En el hospital - dijo mi primo - no hubo ningún shock.

No extrañó a Nancy. ¿Como podía extrañarla si no se había ido? Ella siempre estaba a la vuelta de la esquina, atrás de la puerta, unos minutos adelantada. Durante el desayuno sabía que la vería en el almuerzo. En el almuerzo, sabía que ella vendría a la tarde. Al atardecer, sabía que cenaría con ella.

Sabía que estaba loco.

Sabía muy bien que no existía ninguna Nancy y que nunca la había habido. Pensaba que debía odiar al virus Sokta por haberle hecho esto, pero en cambio lo aliviaba.

El efecto de Nancy fue una inmolación a la esperanza perpetua, la promesa de algo que nunca se perdería, y una promesa de algo que no puede perderse es mejor que una realidad que puede ser perdida.

Eso era todo lo que había. Le pidieron que testificara en contra del virus Sokta.

- ¿Yo? ¿Traicionar a Nancy? No sean ridículos.

- Usted no la tiene - dijo alguien.

- Eso es lo que usted cree - contestó mi primo, el teniente Greene.

FIN

Hoy no le temo a la muerte-La Portuaria.

Algún día nos vendrá a buscar.Tratemos de endulzarla un poco.



Durazno sangrando-L.A.Spinetta

Un genio.

domingo, 20 de enero de 2008

Soplando en el viento-Bob Dylan

¿Cuántos caminos tiene que andar un hombre
antes de que le llaméis hombre?
¿Cuántos mares tiene que surcar
la paloma blanca
antes de poder descansar en la arena?
Sí, ¿y cuánto tiempo tienen que volar
las balas de cañón
antes de que sean prohibidas para siempre?
La respuesta, amigo mío,
está soplando en el viento,
la respuesta está soplando en el viento.
Sí, ¿y cuánto tiempo tiene un hombre
que mirar hacia arriba
antes de que pueda ver el cielo?
Sí, ¿y cuántos oídos tiene que tener un hombre
para que pueda oír a la gente gritar?
Sí, ¿y cuántas muertes se aceptarán,
hasta que se sepa
que ya ha muerto demasiada gente?
La respuesta, amigo mío,
está soplando en el viento,
la respuesta está soplando en el viento.
Sí, ¿y cuántos años puede existir una montaña
antes de ser bañada por el mar?
Sí, ¿y cuántos años deben vivir algunos
antes de que se les conceda ser libres?
Sí, ¿y cuantas veces puede un hombre
volver la cabeza
fingiendo no ver lo que ve?
La respuesta, amigo mío,
está soplando en el viento,
la respuesta está soplando en el viento.



El Flautista-Ray Bradbury

EL FLAUTISTA

Ray Bradbury



- ¡Ahí está!, ¡Señor! ¡Míralo! ¡Ahí está! - cloqueó el viejo, señalando con un calloso dedo -. ¡El viejo flautista! ¡Completamente loco! ¡Todos los años igual!

El muchacho marciano que estaba a los pies del viejo agitó sus rojizos pies en el suelo y clavó sus grandes ojos verdes en la colina funeraria donde permanecía inmóvil el flautista.

- ¿Y por qué hace esto? - preguntó.

- ¿Qué? - el apergaminado rostro del viejo se frunció en un laberinto de arrugas -. Está loco, eso es todo. No hace más que permanecer ahí, soplando su música desde el anochecer hasta el alba.

El tenue sonido de la flauta se filtraba en la penumbra, creando apagados ecos en las bajas prominencias y perdiéndose poco a poco en el melancólico silencio. Luego aumentó su volumen, haciéndose más alto, más discordante, como si llorara con una voz aguda.

El flautista era un hombre alto, delgado, con el rostro tan pálido y vacío como las lunas de Marte, los ojos de color cárdeno; se mantenía erguido recortándose contra el tenebroso cielo, con la flauta pegada a los labios, y tocaba. El flautista... una silueta... un símbolo... una melodía.

- ¿De dónde viene el flautista? - preguntó el muchacho.

- De Venus - dijo el viejo. Se quitó la pipa de la boca y la atacó -. ¡Oh!, hace más de veinte años, a bordo del mismo proyectil que trajo a los terrestres. Yo llegué en la misma nave, procedente de la Tierra: ocupamos dos asientos contiguos.

- ¿Cómo se llama? - la voz del muchacho era infantil, curiosa.

- No lo recuerdo. En realidad, creo que nunca he llegado a saberlo.

Les alcanzó un impreciso ruido de roces. El flautista seguía tocando, sin prestar ninguna atención. Procedentes de las sombras, recortándose contra el horizonte tachonado de estrellas, estaban empezando a llegar formas misteriosas que se arrastraban, se arrastraban.

- Marte es un mundo que se muere - dijo el viejo -. Ya no ocurre nada importante aquí. Creo que el flautista es un exiliado.

Las estrellas se estremecían como un reflejo en el agua, danzando al ritmo de la música.

- Un exiliado - prosiguió el viejo -. Un poco como un leproso. Le llamaban el Cerebro. Era el compendio de toda la cultura venusiana hasta que llegaron los terrestres con sus sociedades ávidas y sus malditos libertinajes. Los terrestres lo declararon fuera de la ley y lo enviaron a Marte para que terminara aquí sus días.

- Marte es un mundo que se muere - repitió el chiquillo -. Un mundo que se muere. ¿Cuántos marcianos hay ahora, señor?

El viejo dejó oír una risita.

- Creo que tú eres tal vez el único marciano de pura raza que queda con vida, muchacho. Pero hay muchos millones más.

- ¿Dónde viven? Nunca he visto ninguno.

- Eres joven. Tienes aún mucho que ver, mucho que aprender.

- ¿Dónde viven?

- Allá abajo, tras las montañas, más allá de las profundidades de los mares muertos, más allá del horizonte, al norte, en las cavernas, muy por debajo del suelo.

- ¿Por qué?

- ¿Por qué? Bueno, es difícil de explicar. Hubo un tiempo en que fueron una raza notable. Pero les ocurrió algo, se volvieron híbridos. Ahora son tan sólo criaturas sin inteligencia, bestias crueles.

- ¿Es cierto que Marte es propiedad de la Tierra? - Los ojos del muchacho estaban clavados en el planeta que relucía sobre sus cabezas, el lejano planeta verde.

- Sí, todo Marte le pertenece. La Tierra tiene aquí tres ciudades, cada una de las cuales cuenta con mil habitantes. La más cercana está a dos kilómetros de aquí, siguiendo la carretera, un conjunto de pequeñas casas metálicas en forma de burbuja. Los hombres de la Tierra se desplazan entre las casas como si fueran hormigas, encerrados en sus escafandras espaciales. Son mineros. Abren con sus grandes máquinas las entrañas de nuestro planeta para extraer la sangre preciosa de nuestra vida de las venas minerales.

- ¿Y eso es todo?

- Eso es todo - el viejo agitó tristemente la cabeza -. Ni cultura, ni arte, sólo los terrestres ávidos y desesperados.

- Y las otras dos ciudades... dónde están?

- Hay una a ocho kilómetros de aquí, siguiendo la misma carretera. La tercera está mucho más lejos, a unos ochocientos kilómetros.

- Me siento feliz viviendo aquí contigo, los dos solos - la cabeza del muchacho estaba inclinada, como si se estuviera adormeciendo -. No me gustan los hombres de la Tierra. Son unos expoliadores.

- Siempre lo han sido - dijo el viejo -. Pero algún día hallarán su castigo. Han blasfemado demasiado, es un hecho. No pueden poseer los planetas como ellos lo hacen y esperar sacar tan sólo un avaricioso provecho para sus cuerpos blandos y lentos. Un día... - su voz se elevó de tono, al ritmo de la música salvaje del flautista.

Una música que se hacía cada vez más feroz, más demente, una música estremecedora. Una música que recordaba la salvaje naturaleza de la vida, que llamaba a realizar el destino del hombre.

Flautista de loca mirada, desde tu colina,

tú que cantas y te lamentas:

¡Llama a los seres salvajes a su venganza,

bajo las lunas de Marte agonizante!

- ¿Qué es esto? - preguntó el muchacho.

- Un poema - dijo el viejo -. Un poema que escribí hace pocos días. Presiento que muy pronto va a ocurrir algo. La canción del flautista se hace cada noche más insistente. Al principio, hace veinte años, tan sólo tocaba unas pocas noches al año, pero ahora, desde hace casi tres años, toca hasta el amanecer durante todas las noches del otoño.

- «Llama a los seres salvajes...» - el muchacho se envaró. - ¿Qué salvajes?

- ¡Ahí! ¡mira!

A lo largo de las dunas relucientes bajo las estrellas, un enorme y compacto grupo de negras formas avanzaba murmurando. La música era cada vez más intensa.

¡Flautista, vuelve a tocar!

Entonces el flautista tocó,

y las lágrimas acudieron a mis ojos.

- ¿Es también el mismo poema? - preguntó el muchacho.

- No... Es un viejo poema de la Tierra, de hace más de setenta años. Lo aprendí en la escuela.

- La música es extraña - los ojos del muchacho brillaban -. Despierta algo dentro de mí. Me incita a la cólera. ¿Por qué?

- Porque es una música que tiene una finalidad.

- ¿Cuál?

- Lo sabremos al amanecer. La música es el lenguaje de todas las cosas... inteligentes o no, salvajes o civilizadas. El flautista conoce su música como un dios conoce su cielo. Ha necesitado veinte años para componer su himno de acción y de odio, y ahora por fin, esta noche quizá, va a llegar el final. Al principio, hace muchos años, cuando tocaba, no recibía ninguna respuesta de los del subsuelo, tan sólo un murmullo de voces sin sentido. Hace cinco años, consiguió atraer las voces y las criaturas de sus cavernas hasta las cimas de las montañas. Esta noche, por primera vez, la horda negra va a extenderse por las planicies hasta nuestra cabaña, hasta las carreteras, hasta las ciudades de los hombres.

La música gritaba más alto, más aprisa, enviaba locamente al aire nocturno choque macabro tras choque macabro, haciendo que las estrellas se estremecieran en sus inmutables posiciones. El flautista se envaraba en la colina, con su altura de dos metros o más, balanceándose hacia adelante y hacia atrás, con su delgada silueta envuelta en ropas de color marrón. La masa negra en la montaña descendía como los tentáculos de una ameba, contrayéndose, distendiéndose, entre susurros y murmullos.

- Ve al interior - dijo el viejo -. Eres joven, debes vivir para la multiplicación del nuevo Marte. Esta noche marca el fin del antiguo, mañana el comienzo del nuevo. Esta es la muerte para los hombres de la Tierra. - Y luego, más alto, cada vez más alto -: ¡La muerte! Acuden para aplastar a los terrestres, para arrasar sus ciudades, para tomar sus cohetes. Y entonces, en las naves de los hombres... ¡en ruta hacia la Tierra! ¡Revolución! ¡Venganza! ¡Una nueva civilización! ¡Los monstruos reemplazarán a los hombres, y la avidez humana desaparecerá con su muerte! - Y más agudo, más rápido, más alto, con un ritmo demencial -: El flautista... el Cerebro... el que ha sabido esperar noche tras noche durante tantos años. ¡Volverá a Venus para restablecer su civilización en toda su glorias ¡El regreso del arte entre los seres vivos!

- Pero se trata de salvajes - protestó el muchacho -, de marcianos impuros.

- Los hombres son salvajes - dijo el viejo, temblorosamente -. Siento vergüenza de ser un hombre. Sí, esas criaturas son salvajes, pero aprenderán gracias a la música. La música bajo tantos aspectos, música para la paz, música para el amor, música para el odio y música para la muerte. El flautista y su horda organizarán un nuevo cosmos. ¡Es inmortal!

Ahora, la primera oleada de cosas negras que recordaban seres humanos se apretujaba murmurando en la carretera.

El aire estaba lleno de un olor insólito, agrio. El flautista descendía de su colina, avanzaba hacia la carretera, hacia el asfalto, hacia la ciudad.

- ¡Flautista, vuelve a tocar! - gritó el viejo -. ¡Ve y mata, para que yo viva de nuevo! ¡Tráenos el amor y el arte! ¡Flautista, toca, toca, toca! ¡Estoy llorando! - Y luego -: ¡Escóndete, muchacho, escóndete aprisa! ¡Antes de que lleguen!

- ¡Apresúrate!

Y el muchacho, sollozando inconteniblemente, corrió a la pequeña cabaña y permaneció oculto allí toda la noche.

Agitándose, saltando, corriendo y gritando, la nueva humanidad avanzaba al asalto de las ciudades, de los cohetes, de las minas del hombre. El canto del flautista. Las estrellas se estremecían. Los vientos sé detenían. Los pájaros nocturnos no cantaban. Los ecos no repetían más que las voces de aquellos que avanzaban, llevando consigo una nueva comprensión. El viejo, arrastrado por el maelstrón de ébano, se sintió llevado, barrido, sin dejar de gritar. En la carretera, formando aterradores tropeles surgidos de las colinas, vomitados por las cavernas, avanzaban como las garras de terribles bestias gigantescas, arrasándolo todo y vertiéndose hacia las ciudades de los hombres. ¡Suspiros, saltos, voces, destrucción!

¡Cohetes zigzagueando en el cielo!

Armas. Muerte.

Y finalmente, en el pálido grisor del alba, el recuerdo, el eco de la voz del viejo. Y el muchacho se despertó para iniciar un nuevo mundo en una nueva compañía.

La voz del viejo le llegó como un eco:

- Flautista, vuelve a tocar! Entonces el flautista tocó, ¡y las lágrimas acudieron a mis ojos!

Era el amanecer de un nuevo día.

FIN

Compañia-(Cortometraje de Alex Hernandez)

A veces pesa demasiado estar solos.


Mi otro blog

¿Por qué un segundo blog?.Fácil:demasiadas cosas que me gustan y no querer sobrecargar al otro.

Trataré de diferenciarlos en los contenidos,pero en lo básico,seguirá siendo un lugar donde expresarme.