sábado, 2 de febrero de 2008

El niño y la máquina-Antonio Olinto-Brasil

Antonio Olinto

EL NIÑO Y LA MAQUINA

Los instrumentos parecían esperar. El niño tropezó con una llave hendida, la probó con seguridad. Como si hiciese aquello desde hacía muchos años. Halló en el gesto maneras acostumbradas, se encontró. Miró un momento hacia afuera y una gaviota se cernió, inmóvil, contra la lontananza, después se zambulló. No quería salir ahora, iba a perder tiempo en la plaza. Tiró un cable del lado izquierdo, lo conectó con otro, lo arrolló en el toma. Todo siguió igual. Debía estar equivocado. El niño sabía que, en algún punto de la maraña de cables, botones, bielas y correas, yacía la respuesta. No es que hiciese cuestión de resolver la cosa de apuro, pero le parecía bien prepararse para el momento. Vio cuando la madre llegó a la puerta –"Ven a almorzar, Roberto"– y sintió pena de dejar el cuarto. Ella continuó:

–¿Qué es lo que estás haciendo hoy?

La voz del niño era casi inaudible:

–Todavía no lo sé.

La madre estudió algún tiempo el rostro de él, tranquilo, pensó que nunca iba a entender a aquel niño, siempre metido en el cuarto, dando vueltas con tornillos y aparatos, leyendo libros con figuras de máquinas y dibujos de electricidad. Repitió:

–Ven a almorzar.

El se levantó con calma, fue a lavarse las manos, y aquel cable no era el que debía haber conectado, sino el otro, el que salía directo de la panza del aparato, después iría a ver aquello con tiempo, cuando llegó al lado de la mesa ya el padre, el hermano y la hermana comenzaban a comer. Sólo la madre esperaba por él:

–¿Quieres bife?

–Sí, quiero.

El gusto lo descansó un poco, y el ruido de platos y cubiertos, de dientes en la comida y de la televisión, la trajo totalmente de vuelta al domingo de sol, con millares de personas colmando Copacabana. El hermano hablaba:

–¿Fluminense o Botafogo?

Y la hermana:

–Fluminense gana. ¿Quieres apostar?

–Para qué. La otra vez, no me pagaste. Roberto miró a su hermana, nariz un poco arremangada, ojos negros y sonrisa siempre a la espera, la niña más alegre de la calle.

El partido había comenzado. En el rectángulo del televisor, los jugadores corrían de un lado a otro, y la pelota saltaba con vida propia. Sólo Garrincha parecía tropezar con ella. Aquello Roberto lo entendía, Garrincha corriendo en un extremo de la tela, obligando a la cámara a moverse más rápida, haciendo caer a otros al suelo, dando un súbito puntapié que nadie esperaba. Se olvidaba del aparato, en la contemplación del hombre que jugaba con simplicidad, que usaba sus instrumentos de fútbol como a él le gustaría saber usar un cepillo. El pueblo gritaba en el estadio, había sol en la tarde afuera y el tiempo, maduro, pendía del techo. Se quedó hasta el final. El partido terminó empatado, pero el recuerdo de los trazos ligeros cortando el visor lo entibiaba como una comida.

Volvió al cuarto y esperó mientras el hermano iba a ver lo que estaba haciendo, miraba las válvulas sueltas en el solario, y la hermana se agachaba para recoger una lámpara roja. Roberto corrió detrás de ella, necesitaba la lámpara.

–¿Para qué?

–Para acabar lo que estoy haciendo.

Consiguió recuperarla, entró de nuevo, se quedó fingiendo que trabajaba hasta que todos se apartaron. Los padres también se acercaron. Con las manos en el bolsillo, el viejo repitió que iba a ser ingeniero de los buenos, la madre quiso decir que ya lo era, se quedó quieta.

Muy lentamente, el niño tomó cuenta de cada pieza de la máquina. Sentado, dispuso todo delante suyo, el martillo pequeño, el alicate, los clavos, los pedazos de material plástico, el caucho, soportes, láminas, dos contrapesos cilíndricos, manivelas. Con tres discos sobre la superficie plana del objeto, intentó un vínculo simple, incompleto, que facilitase el apoyo de una chapa compacta de metal sobre los discos. De lado, le pareció mejor un engaste completo en madera que impidiese cualquier movimiento del asta engastada. Aún no sabía dónde iría a parar aquello. El placer que le venía del contacto de las barras y de las ruedas, de los aceites y de las grasas, de las lámparas y de los pesos, llevaba al niño a prolongar cada fase de la operación. Se demoraba puliendo una extremidad que debería juntarse con otra. A veces pasaba algunos minutos parado, mirando un tornillo o dando vueltas una plaquita de cinc en la mano.

Le pareció que había llegado la hora. Se apoyó en un cable y, sin saber por qué, conectó al aparato con el propio aparato. El lado izquierdo con el derecho. El toma de la pared quedó sin función, Roberto no había acabado de conectar y saltó. Fue como si hubiese sido levantado a través del techo, pasó rápido por la noche, vio las luces de Copacabana, el mar allá lejos, más obscuros los morros perdiéndose abajo. Se encontró sentado de repente, tranquilo, con hombres y mujeres alrededor, gente que no conocía. Como era su costumbre, examinó todo con paciencia. El horizonte, colorido, parecía estar cerca, las personas usaban ropa enteriza, de seda o de cuero, no sabría decir, pero bonita. Esperó.

Un hombre llegó cerca suyo, sonrió:

–Fuiste el primero.

Le pareció que era bueno, sonrió también. El otro continuó:

–Mucha gente estuvo cerca de venir. Con aparatos o con pensamientos, hubo instantes en que tuvimos la certeza de que vendrían. Pero tú fuiste el primero. Aun a último momento, no creí que conectaras la nada con la nada.

El niño no estuvo de acuerdo:

–No, señor. Conecté cable con cable, en el momento que me pareció justo.

Había más gente rodeándolo, quiso saber si podría regresar, pero claro, sólo que tendría tiempo de conocer el lugar en que estaba y contemplar aparatos, objetos, monumentos, construcciones.

–¿No notarán mi ausencia allá en casa?

Pudo ver, con nitidez, el cuarto en que siempre había trabajado y oyó que le decían que el tiempo estaba a su espera, inmutable, hasta el tornillo que había rodado en el momento de la conexión se mantenía en pie, todo esperaba.

Roberto se levantó, caminó sobre el suelo de hojas y entró en el horizonte.

Traducción de Rodolfo Alonso

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