lunes, 10 de marzo de 2008

El dia siguiente a la llegada de los marcianos-<Frederik Pohl

El dia siguiente a la llegada de los marcianos-Frederik Pohl

Había dos camas plegables en cada habitación del motel, además del habitual número de camas, y el señor Mándala, el gerente, había convertido la parte trasera del vestíbulo de entrada en un dormitorio para hombres. Sin embargo, no se sentía satisfecho, y estaba intentando persuadir a sus botones de color para que limpiaran la sala de equipajes y pusieran camas en ella también.

—Por favor, señor Mándala —dijo el capitán de los botones, gritando fuerte por encima del ruido del vestíbulo—, usted sabe que lo haríamos si pudiéramos. Pero no podemos, primero porque no tenemos ningún otro lugar donde colocar esos viejos aparatos de televisión que usted desea guardar, y segundo porque no tenemos más camas plegables.

—Estás discutiendo conmigo, Ernest. Te dije que no discutieras conmigo —dijo el señor Mándala.

Tamborileó con sus dedos sobre el mostrador de recepción y miró irritado a su alrededor en el vestíbulo. Al menos había cuarenta personas en él, hablando, jugando a las cartas y dormitando. El aparato de televisión murmuraba algo mientras ofrecía un montaje de cintas de la NASA, y en la pantalla el señor Mándala pudo ver la imagen de uno de los marcianos mirando a la cámara con sus grandes, gelatinosos y lagrimeantes ojos.

—Ya basta —ordenó el señor Mándala, volviéndose a tiempo para ver a su botones mirando también a la pantalla—. No te pago para que veas la televisión. Ve a ver si puedes ayudar en la cocina.

—Hemos estado en la cocina, señor Mándala. No nos necesitan.

—¡Ve donde te digo que vayas, Ernest! Tú también, Berzie. Los observó salir por la puerta de servicio, y deseó poder librarse tan fácilmente de algunos de los que llenaban el vestíbulo.

Ocupaban todos los asientos, y los sobrantes ocupaban los brazos de los sillones, o se apoyaban contra las paredes y las mesas del bar, que llevaba dos horas cerrado de acuerdo con la ley. Según los libros de registro, todos ellos pertenecían a periódicos, agencias de prensa, cadenas de radio y televisión y cosas así, y aguardaban para dirigirse por la mañana a cubrir la información en Cabo Kennedy. El señor Mándala deseaba con impaciencia que llegara la mañana. No le gustaba tanta gente reunida en su vestíbulo, especialmente teniendo en cuenta el hecho de que estaba casi seguro de que la mayoría de ellos ni siquiera eran clientes del motel.

En la pantalla de televisión un montaje hecho apresuradamente estaba mostrando ahora el regreso de la sonda espacial Algonquino Nueve enviada a Marte, pero nadie la estaba mirando. Era la tercera vez que aquella cinta en particular había sido repetida desde medianoche, y todo el mundo la había visto al menos una vez; pero cuando cambió a otra imagen de uno de los marcianos, parecido a un perro pachón triste con largas aletas de foca como miembros, uno de los jugadores de póquer se desperezó y dijo:

—¡Sé un chiste de marcianos! ¿Por qué un marciano no nada en el océano Atlántico?

—Tú sabrás —dijo el que tenía la banca.

—Porque dejaría un anillo a su alrededor —dijo el periodista, recogiendo sus cartas.

Nadie rió, ni siquiera el señor Mándala, aunque algunos de los chistes habían sido francamente buenos. Todo el mundo empezaba a sentirse un poco cansado de ellos, o quizá simplemente cansado.

El señor Mándala se había perdido la primera excitación sobre los marcianos, porque había estado durmiendo. Cuando el gerente de día le telefoneó, despertándole, el señor Mándala había pensado al principio que se trataba de una broma y, luego, que su compañero de día estaba loco; después de todo, ¿a quién le preocupaba que la sonda marciana hubiera traído de vuelta algún tipo de animales, o aunque no fueran exactamente animales? Cuando vio la gran cantidad de reservas que estaban llegando por el teletipo se dio cuenta de que en realidad a algunas personas sí les interesaba. Sin embargo, el señor Mándala no se tomaba excesivo interés en cosas como aquélla. Estaba bien que hubieran llegado los marcianos, puesto que habían hecho que su motel se llenara, así como todos los demás moteles en un radio de un centenar de kilómetros de Cabo Kennedy, pero cuando uno había dicho eso ya había dicho todo lo que podía interesar al señor Mándala sobre los marcianos.

En la pantalla de televisión la imagen se oscureció y fue reemplazada por el rótulo Boletín informativo de la NBC. El juego de póquer se detuvo momentáneamente.

El vestíbulo se mantuvo casi en silencio mientras un invisible locutor leía un nuevo comunicado de la NASA.

—El doctor Hugo Bache, el veterinario de Fort Worth, Texas, que llegó a última hora de esta tarde para examinar a los marcianos en el centro de recepción de la base Patrik de las Fuerzas Aéreas, ha emitido un informe preliminar que acaba de sernos transmitido por el coronel Eric T. «Happy» Wingerter, hablando en nombre de la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio.

Un tipo de una agencia de prensa aulló:

—¡Subid el sonido!

Hubo un movimiento convulsivo en torno al aparato. El sonido desapareció por completo durante un momento; luego restalló:

—... los marcianos son vertebrados, de sangre caliente y aparentemente mamíferos. Un examen superficial indica un nivel bajo generalizado del metabolismo, aunque el doctor Bache afirma que es posible que eso sea en buena parte el resultado de su difícil y confinado viaje a lo largo de doscientos veinte millones de kilómetros por el espacio en la cámara de especímenes de la espacionave Algonquino Nueve. No hay, repito, no hay evidencia de enfermedades contagiosas, aunque las normales precauciones de esterilización han sido...

—Está diciendo tonterías —gritó alguien, probablemente un corresponsal de la CBS—. Walter Cronkite ha entrevistado en la Clínica Mayo a uno que...

—¡Cállate! —rugieron una docena de voces, y la televisión se hizo audible de nuevo:

—... completa el texto del informe del doctor Hugo Bache tal como nos ha sido comunicado hace un momento por el coronel Happy Wingerter.

Hubo una pausa; luego la voz del locutor, cansada pero animosa, reanudó el hilo y prosiguió su recapitulación de los anteriores comunicados. La partida de poker prosiguió mientras el locutor iba describiendo la conferencia de prensa del doctor Sam Sullivan, del Instituto de Lingüística de la Universidad de Indiana, y sus conclusiones de que los sonidos emitidos por los marcianos eran sin lugar a dudas alguna especie de lenguaje.

Qué tontería, pensó el señor Mándala, que se caía de sueño. Cogió un taburete y se sentó, sintiendo que los ojos se le cerraban.

Luego el ruido de unas risas lo despertó, y se alzó con aire beligerante. Hizo sonar su campanilla para llamar la atención.

—¡Caballeros! ¡Señoras! ¡Por favor! —gritó—. Son las cuatro de la madrugada. Nuestros otros huéspedes están intentando dormir.

—Oh, sí, claro —dijo el hombre de la CBS, alzando impaciente una mano—. Pero espere un momento. Tengo uno muy bueno. 6Qué es un rascacielos marciano? ¿Lo captan?

—Oh, dilo ya —murmuró una pelirroja de Life.

¡Veintisiete pisos de apartamentos subterráneos!

—De acuerdo —dijo la chica—, yo también tengo uno. 6Cuál es la prohibición religiosa que impide a las mujeres marcianas mantener los ojos abiertos mientras hacen el amor? —Aguardó a que alguien dijera algo—. ¡Dios les prohibe ver a sus maridos pasando un buen rato!

—¿Estamos jugando al póquer o no? —gruñó uno de los jugadores, pero eran demasiados para él.

—¿Quién ganó el concurso de belleza marciano?... ¡Nadie!

—¿Cómo conseguir que una mujer marciana renuncie al sexo?.. . ¡Casándose con ella!

El señor Mándala se echó a reír fuertemente ante aquél, y cuando uno de los periodistas se le acercó y le pidió una caja de cerillas, se la dio.

—Gracias —dijo el hombre, encendiendo su pipa—. Una larga noche, 6eh?

—Y que lo diga —respondió el señor Mándala jovialmente.

En la pantalla de televisión estaban pasando de nuevo la cinta, por cuarta vez. El señor Mándala bostezó, mirándola con ojos vacuos; no había mucho que ver, realmente, pero aquello era todo lo que la gente había visto y probablemente vería de los marcianos. Todos aquellos periodistas, cámaras, columnistas e ingenieros de sonido, pensó el señor Mándala con placer, que aguardaban allí desde las diez de la mañana para conseguir información en Cabo Kennedy, efectuarían un viaje de sesenta kilómetros entre los pantanos de palmitos para nada. Porque todo lo que verían cuando llegaran allí sería exactamente lo mismo que estaban' viendo ahora.

Uno de los jugadores de póquer estaba contando una larga y complicada historia sobre marcianos que llevaban abrigos de pieles en Miami Beach. El señor Mándala miró al grupo con disgusto. Si al menos algunos de ellos se fueran a sus habitaciones a dormir un poco podría intentar preguntar a los otros si estaban registrados en el motel. Aunque de todos modos no podía admitir realmente a nadie más, pues todas las habitaciones estaban ocupadas al doble de su capacidad. Rechazó el pensamiento y miró con aire ausente a los marcianos en la pantalla, intentando imaginar a toda la gente del mundo mirando aquella misma imagen en sus aparatos de televisión, leyendo sobre ellos en sus periódicos, interesándose por ellos. No parecían en absoluto dignos de que nadie se interesara por ellos, arrastrándose de aquel modo sobre sus largas y débiles piernas, parecidas a alargadas aletas de foca, jadeando fuertemente bajo el tirón de la gravedad terrestre y mirándolo todo con sus grandes ojos vacuos.

—Parecen más bien estúpidos —dijo uno de los periodistas al fumador de pipa—. ¿Sabes lo que he oído decir? Que la razón por la que los astronautas los mantuvieron encerrados a la vuelta es porque hieden.

—Es probable que ellos no lo noten en Marte —dijo juiciosamente el fumador de pipa—. El aire es más tenue, ¿sabes?

—¿Que no lo noten? Lo adoran. —Echó un billete de un dólar sobre el mostrador ante el señor Mándala—. ¿Tiene usted cambio para la máquina de Coca-Cola?

El señor Mándala contó en silencio diez monedas de diez centavos. No se le había ocurrido pensar que los marcianos pudieran oler mal, pero sólo porque no había pensado en ello. Si lo hubiera hecho, probablemente se le habría ocurrido también.

El señor Mándala tomó otra moneda de diez centavos para él y siguió a los dos hombres hacia la máquina de Coca-Cola. La imagen en la pantalla de televisión cambió para mostrar algunas fotos más bien imprecisas, tomadas por los astronautas, mostrando unos bajos e irregulares edificios color arena sobre un suelo de arena resplandeciente. Eso era lo que la NASA llamaba «la mayor ciudad marciana», compuesta aproximadamente de un centenar de aquellas estructuras bajas y sin ventanas.

—No sé... —dijo finalmente el segundo periodista, llevándose su botella de Coca-Cola a los labios—. ¿Crees que son lo que tú llamarías inteligentes?

—Es difícil decirlo exactamente —dijo el fumador de pipa. Pertenecía a la Reuter y lo parecía, con su rojiza y ancha cara inglesa—. Construyen casas —observó.

—Los gorilas también.

—Sin duda, sin duda —murmuró el hombre de la Reuter. Su rostro se iluminó—. Hey, espera un momento. Eso me hace pensar en uno bueno. Era..., déjame ver, en casa lo contábamos refiriéndonos a los irlandeses... Sí, ya lo tengo. La próxima espacionave llega a Marte, y descubren que alguna terrible enfermedad terrestre ha borrado del planeta a toda la raza, a toda menos una hembra. Todos eliminados. Todos desaparecidos excepto ella. Bien, se sienten terriblemente trastornados, y hay un debate en la ONU, y se firma un pacto antigenocidio, y América vota doscientos millones de dólares como reparación y, bueno, en pocas palabras, se decide que para preservar la raza se aparee a un hombre con esa hembra marciana sobreviviente.

—¡Caramba!

—Sí, así es. Bien, entonces van a buscar a Paddy O'Shaugh-nessy, que se encuentra pasando un apuro, y le dicen: «Mira, Paddy, vas a entrar en esa jaula; dentro encontrarás una buena hembra. Todo lo que tienes que hacer es dejarla preñada, ¿entiendes?» Responde O'Shaughnessy: «¿Y qué conseguiré a cambio?». Le ofrecen miles de libras. Y por supuesto acepta. Pero luego abre la puerta de la jaula y ve lo que parece aquella hembra. Y se vuelve atrás. —El hombre de la Reuter dejó su botella de Coca-Cola vacía en el estante e hizo una mueca, mostrando la expresión de repulsión de Paddy—. «Santo cielo», dice, «no creí que sería algo así». «Miles de libras, Paddy», le dicen, animándole a seguir adelante. «Oh, está bien entonces», dice él, «pero con una condición». «¿Cuál?», le preguntan. «Tenéis que prometerme que los niños serán educados en la religión católica», contesta Paddy.

—Sí, ya lo había oído —dijo el otro periodista.

Se adelantó para depositar también su botella, y al hacerlo su pie se enganchó en la estantería, y cuatro botellas de Coca-Cola vacías se estrellaron ruidosamente contra el suelo.

Aquello fue más de lo que el señor Mándala podía soportar; jadeó, tartajeó, agitó su campanilla y gritó:

—¡Ernest! ¡Berzie! ¡Venid inmediatamente! —Cuando Ernest apareció, pasando su oscura cabeza color ciruela por la puerta de servicio con una expresión que revelaba una anticipación de desastre, el señor Mándala gritó—: ¡Pandilla de cabezas de chorlito, os he dicho cien veces que mantengáis esas estanterías limpias y vacías.

Y se mantuvo de pie allí, dominando a los dos botones con su estatura, refunfuñando, mientras se agachaban sobre el caos de botellas y cristales rotos, mirándole de tanto en tanto con el rabillo del ojo, preocupados, ciruela oscura y arena árabe. Sabía que todos los periodistas lo estaban mirando y que desaprobaban su conducta.

Entonces salió al aire de la noche para tranquilizarse, porque se sentía apesadumbrado y sabía que iba a sentirse aún más apesadumbrado.

La hierba estaba húmeda. El rocío condensado goteaba de la estructura del trampolín de la piscina. El motel no estaba tan tranquilo como debería haberlo estado tan cerca del amanecer, pero estaba bastante tranquilo. Sólo se oía alguna distante y ocasional risa, y los ruidos procedentes del vestíbulo. Para el señor Mándala aquello era tranquilizador. Reconfortó su alma caminando por todas las galerías, comprobando las máquinas de cubitos y las expendedoras de cigarrillos, y encontrándolas todas en orden.

Un jet militar de McCoy aullaba en el cielo sobre su cabeza. Tras él las estrellas aún brillaban, pese al naciente amanecer allá en el este. El señor Mándala bostezó, alzó la vista cansadamente y se preguntó cuál de ellas sería Marte; luego regresó a su mostrador. Muy pronto estaría demasiado ocupado con la larga y agotadora ronda de llamadas a las habitaciones y con las comprobaciones para pensar en marcianos.

Más tarde, cuando la mayor parte de los clientes montaban ruidosamente en sus coches y camionetas, y el equipo de día estaba llegando, el señor Mándala destapó dos botellas de Coca-Cola y le llevó una a Ernest a la puerta de servicio.

—Dura noche —dijo, y Ernest, aceptando la Coca-Cola y la buena intención, asintió y bebió. Se dirigieron hacia el muro que protegía la piscina de la carretera de acceso y observaron a los periodistas de ambos sexos dirigirse hacia la carretera general y hacia su conferencia de prensa de las diez. La mayoría de ellos no habían dormido. El señor Mándala agitó la cabeza, desaprobando tanta conmoción por tan poca causa.

Ernest chasqueó los dedos, sonrió y dijo:

—Sé un chiste de marcianos, señor Mándala. ¿Cómo llamaría usted a un marciano de tres metros que avanzara hacia usted con una lanza?

—Oh, demonios, Ernest —dijo el señor Mándala—, le llamaría «señor». Todo el mundo lo sabe. —Bostezó y se estiró, y dijo reflexivamente—: Cabía pensar que sacarían algunos chistes nuevos con ellos. Todos los que he oído eran viejos, sólo que dedicados a los judíos, a los católicos y a los..., a todo el mundo; y ahora los aplican a los marcianos.

—Sí, ya me he dado cuenta de eso, señor Mándala —dijo Ernest.

El señor Mándala volvió a desperezarse.

—Será mejor que vayamos a dormir un poco —aconsejó—, porque puede que vuelvan esta noche. No sé para qué... ¿Sabes lo que pienso, Ernest? Aparte los chistes, no creo que dentro de seis meses nadie se acuerde ya de que existen los marcianos. No creo que su llegada suponga ningún cambio para nadie.

—Lamento tener que disentir, señor Mándala —dijo Ernest amablemente—, pero yo no lo creo así. Van a cambiar muchas cosas para alguna gente. De hecho, va a suponer un gran cambio para mí.

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