sábado, 1 de marzo de 2008

El Basurero-Ray Bradbury

EL Basurero-Ray Bradbury

Así ERA su TRABAJO: se levantaba a las cinco de la fría y oscura mañana y se lavaba la cara con agua caliente si el aparato de calefacción funcionaba y con agua fría si el aparato no funcionaba. Se afeitaba cuidadosamente, hablándole a su mujer en la cocina, que preparaba jamón y huevos o panqueques o lo que hubiera aquella mañana. A las seis en punto estaba en marcha solo hacia su trabajo, y estacionaba el coche donde los otros hombres estacionarían los suyos a medida que se alzara el sol.

A aquella hora de la mañana los colores del cielo eran anaranjados y azules y violetas y a veces muy rojos y a veces amarillos o claros como el agua sobre una piedra blanca. Algunas mañanas podía ver su aliento en el aire y otras mañanas no. Pero aún asomaba el sol cuando golpeaba con el puño la cabina del camión verde, y el conductor sonriendo y diciendo hola, subía al camión por el otro lado y entraban en la gran ciudad e iban calles abajo hasta que llegaban al lugar donde empezaban a trabajar.

A veces se detenían en el camino a beber café negro y luego seguían con el calor en el cuerpo. Y comenzaban a trabajar, es decir que él saltaba frente a todas las casas y recogía las latas de basura y las llevaba al camión y les sacaba la tapa y las golpeaba contra el borde de la caja, de modo que las càscaras de naranja y melón y el café usado caían y empezaban a llenar el camión vacío. Había siempre huesos de ternera y cabezas de pescado y trozos de cebolla y apio rancio. La basura reciente no era nada malo, pero sí la basura muy vieja. No sabía realmente si le gustaba o no el trabajo, pero era un trabajo y lo hacía bien, hablando mucho de él a ratos, y otros no pensando en él de ningún modo. Algunas veces el trabajo era maravilloso, pues uno estaba afuera temprano y el aire era limpio y fresco hasta que uno había trabajado demasiado y el sol calentaba y la basura humeaba. Pero casi siempre era un trabajo regular y tranquilo, y al pasar uno podía mirar las casas y jardines y ver cómo vivían todos. Y una o dos veces al mes le sorprendía descubrir que el trabajo le gustaba y que era el mejor trabajo del mundo.

Así fue durante muchos años. Y luego, de pronto, el trabajo cambió para él. En un día. Más tarde se preguntó a menudo cómo un trabajo podía cambiar tanto en tan pocas horas.

Entró en la casa y no vio a su mujer ni oyó su voz, aunque ella estaba allí. Fue hasta una silla y ella lo miró desde lejos observando como él tocaba la silla y se sentaba sin decir una palabra.

—¿Qué hay de malo?

Al fin la voz de su mujer llegó a él. Debía haberlo dicho tres o cuatro veces.

—¿De malo?

Miró a aquella mujer, y sí, era su mujer, era alguien que conocía, y aquella era su casa con los altos cielo rasos y las gastadas alfombras.

—Algo ocurrió hoy en el trabajo —dijo.

Ella esperó.

—En mi camión, algo pasó. —La lengua se le movió secamente sobre los labios y se le cerraron los ojos hasta que no hubo más que oscuridad y ninguna luz y era como estar solo y de pie en un cuarto cuando uno deja la cama en medio de la noche oscura—. Creo que voy a renunciar a mi trabajo. Trata de entender.

—¡Entender! —exclamó ella.

—No puedo evitarlo. Nunca me ocurrió una cosa tan rara en toda mi vida. —Abrió los ojos y sintió las manos frías mientras se frotaba el dedo índice con el pulgar—. Fue raro lo que ocurrió.

—Bueno, ¡no te quedes ahí!

El hombre sacó parte de un periódico del bolsillo de su chaqueta de cuero.

—Este es el diario de hoy —dijo—. 10 de diciembre de 1951, Times de Los Angeles. Boletín de Defensa Civil. Dicen que están comprando radios para nuestros camiones de basura.

—Bueno, un poco de música no tiene nada de malo.

—No, no música. No entiendes. No música.

Abrió la mano tosca y señaló con una uña limpia, lentamente, tratando de que todo estuviese allí, donde él pudiese verlo y ella pudiese verlo.

—En este artículo el alcalde dice que pondrán aparatos transmisores y receptores en todos los camiones de basura de la ciudad. —Se miró la mano con los ojos entornados—. Cuando las bombas atómicas caigan en la ciudad, estas radios nos llamarán a nosotros. Y entonces nuestros camiones irán a recoger los cadáveres.

—Bueno, eso parece práctico. Cuando...

—Los camiones de basura —dijo él— irán a recoger todos los cadáveres.

—¿No puedes dejar los cadáveres por ahí, no es cierto? Tienes que recogerlos y...

La mujer cerró la boca muy lentamente. Parpadeó, sólo una vez, y también muy lentamente. El hombre observó aquel lento parpadeo. En seguida, como si alguien la hubiera ayudado a volverse, la mujer dio media vuelta, fue hasta un sillón, hizo una pausa, pensó cómo hacerlo, y se sentó, muy erguida y tiesa. No dijo nada.

El hombre escuchó el tic-tac de su reloj, pero sólo con una parte de la mente.

Al fin ella rio.

—¡Están bromeando!

El hombre sacudió la cabeza. Sentía que la cabeza se le movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con la misma lentitud con que había ocurrido todo.

—No. Hoy pusieron un receptor en mi camión. Y me dijeron que cuando yo escuchase la sirena de alarma dejase caer la basura en cualquier parte. Y que cuando ellos me llamasen por la radio, yo fuera allí a recoger los muertos.

El agua hirvió ruidosamente en la cocina. La mujer la dejó hervir cinco segundos y luego se apoyó en el brazo del sillón con una mano y se incorporó y encontró la puerta y entró en la cocina. El ruido del hervor se apagó. La mujer apareció en la puerta y luego fue hasta donde estaba él, inmóvil, con la cabeza en la misma posición.

—Ya está todo publicado. Tienen cuadrillas, sargentos, capitanes, cabos, todo —dijo él—. Hasta sabemos a dónde hay que traer los cadáveres.

—Así que pensaste en eso todo el día —dijo ella.

—Todo el día desde esta mañana. Pensé: Quizá ahora yo ya no quiera ser más un recolector de basura. A veces Tom y yo nos divertíamos con una especie de ¡uego. Hay que llegar a eso La basura no es agradable. Pero trabajando con ella es posible transformarla en un juego. Así lo hicimos Tom y yo. Mirábamos qué clase de basura deja la gente. Costillas de ternera en las casas ricas, lechuga y cascaras de naranja en las pobres. Sí, es tonto, pero un hombre tiene tiue hacer su trabajo tan bien como sea posible, y que va1°:a la pena, ¿si no para qué hacerlo? Y en un camión uno es su propio jefe en cierto modo. Uno sale a la mañana temprano, y es un trabajo al aire libre a fin de cuentas. Ves cómo sale e' sol, y cómo despierta ia ciudad, y eso no es tan malo. Pero ahora, hoy, de pronto, ya no es un trabajo para mí.

La mujer empezó a hablar rápidamente. Nombró muchas cosas y habló de otras muchas más, pero antes que ella llegase muy lejos él la interrumpió dulcemente.

—Ya sé, ya sé, los chicos y la escuela, y nuestro coche, ya sé —dijo—. Y las cuentas y el dinero y el crédito. ¿Pero y aquella granja que nos dejó papá? ¿Por qué no mudarnos allí, lejos de las ciudades? Sé un poco de trabajos de campo. Podemos criar ganado, sembrar, tener bastante para vivir durante meses si algo pasara.

La mujer calló.

—Sí, todos nuestros amigos están aquí, en la ciudad, —continuó él—. Y las películas y los teatros y los amigos de los chicos, y ...

La mujer respiró profundamente.

—¿No podemos pensarlo unos días?

—No sé. Tengo miedo. Temo que si pienso un tiempo en mi camión y el nuevo trabajo me acostumbre a eso. Y, oh Cristo, no parece bien que un hombre, un ser humano, se acostumbre a una idea semejante.

Ella meneó lentamente la cabeza, mirando las ventanas, las paredes grises, los cuadros oscuros en las paredes. Apretó las manos. Abrió la boca.

—Lo pensaré esta noche —dijo él—. Me quedaré un rato levantado. A la mañana sabré qué hacer.

—Ten cuidado con los chicos. No conviene que ellos conozcan esto.

—Tendré cuidado.

—No hablemos más entonces. Terminaré de preparar la cena.—La mujer se incorporó de un salto y se llevó las manos a la cara y luego se miró las manos y observó el sol en las ventanas—. Los chicos llegarán en cualquier momento.

—No tengo mucho apetito.

—Tienes que comer, tienes que ir adelante.

La mujer corrió dejándolo sólo en medio de un cuarto donde ninguna brisa movía las cortinas, y sólo el cielo raso gris colgaba sobre él con una solitaria lámpara apagada, como una vieja luna en el cielo. Se sentía tranquilo. Se frotó la cara con las manos. Se incorporó y se detuvo en un umbral y dio un paso adelante y sintió que se sentaba en una silla del comedor. Vio que extendía las manos en el mantel blanco, desierto.

—Toda la tarde —dijo—, he pensado.

La mujer se movía en la cocina, entrechocando ollas, golpeando sartenes contra el silencio que estaba en todas partes.

—Me he preguntado —dijo el hombre— cómo habrá qué poner los cuerpos en los camiones, a lo largo o a lo ancho, con la cabeza a la derecha o los pies a la derecha. ¿Hombres y mujeres juntos, o separados? ¿Los niños en un camión, o mezclados con hombres y mujeres? ¿Los perros en camiones especiales, o los dejaremos ahí? Me he preguntado cuántos cabrán en un camión. Y me he preguntado si habrá que ponerlos unos sobre otros y comprendí al fin que no había otra solución. No puedo imaginármelo. No alcanzo a verlo. Trato, pero no es posible, no hay modo de saber cuántos pueden caber en un camión.

Se quedó pensando en cómo era en las últimas horas de su trabajo, con el camión lleno y la lona que cubre el gran montón de basura, de modo que el montón comba la lona como un montículo irregular. Y cómo era si uno retira de pronto la lona y mira adentro. Durante unos segundos uno ve las cosas como macarrones o tallarines, sólo cosas blancas que viven y hierven, millones de ellas. Y cuando las cosas blancas sienten el calor del sol, se esconden y se meten en las lechugas y los restos de carne de vaca y café y las cabezas de los blancos pescados. Luego de diez segundos de luz solar, las cosas blancas que parecen tallarines o macarrones han desaparecido, y en el gran montón de basura nada se mueve, y uno pone otra vez la lona y sabe que abajo hay oscuridad otra vez, y las cosas empiezan a moverse como siempre deben moverse las cosas en la oscuridad.

Estaba todavía sentado allí en el cuarto desierto cuando la puerta de calle se abrió de par en par. Su hijo y su hija entraron corriendo, riéndose, y lo vieron allí sentado, y se detuvieron.

La madre corrió a la puerta de la cocina, se apoyó rápidamente en el marco, y miró fijamente a su familia. Le vieron la cara y le oyeron la voz.

—¡Sentaos, chicos, sentaos! —Alzó una mano y la adelantó hacia ellos—. Llegáis justo a tiempo.

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