domingo, 21 de diciembre de 2008

Dos pájaros de un tiro

Aclaración al texto que sigue a continuación de este encabezado aclaratorio: este post es copia del original publicado en mi otro blog, de allí la aparente incoherencia en la redacción. No pretenderán que hiciera un texto exclusivo para mi segundo blog. He dicho.

Como dice el título, dos en uno. Antes que nada una aclaración: la frase del título no refleja el sentimiento ni la idiosincrasia del que suscribe; de ninguna manera hay que matar a estos pobres animalitos, ni de un tiro ni de ninguna manera. Enseñen esto a sus hijos.


El dos en uno se refiere a que aprovechando que me he tomado el trabajo de comprimir y subir un cd de The Incredible String Band para compartir en un grupejo de Facebook en el que estoy involucrado, demostrando de esta manera mi carácter de traidor a la causa Blooger, ya que estoy descuidando en demasía este sitio que fue el que me permitió alcanzar la fama y el reconocimiento casi universal y sobre todo incrementar mi vida sexual en todas sus facetas.


Bueno, dejemos de lado esta especie de "desnudamiento" del alma y vayamos a lo que interesa: para aquél que no conozca a este grupo y/o no lo haya escuchado nunca,solo diré que fueron el punto de partida para muchos grupos mucho más populares y reconocidos en lo que se llamó/llama rock progresivo, acid rock, rock fusion y otras etiquetas por el estilo que no me gusta demasiado utilizar. Esencialmente se trata de un trabajo de la década del sesenta y que rompió con muchos esquemas, con los riesgos que esto conlleva: los odias o los amas.


Basta de palabrerío sin sentido: he aquí el link a The Incredible String Band y su álbum Hargam´s beatiful daughter http://www.mediafire.com/?yfu8mbjnqbo. Archivo que se abre con Winrar y sin contraseña.


Espero que lo bajen, lo escuchen y comenten. Y si no, no lo bajen, no lo escuchen y no comenten. La decisión está en sus manos

domingo, 14 de septiembre de 2008

Música que suelo escuchar y quiero compartir

Y, si, es así nomás.Por primera y única vez (es mucho laburo), voy a poner un link para bajar unos temitas musicales, que me tomé el trabajo de compilar, comprimir y subir a Rapidshare. Y todo por ustedes.
Aquí va la lista de temas ( si no les gustan, se joden)

Journeyman- Jethro Tull
Killer-Van Der Graaf Generator
I advance masked-Andy Summers and Robert Fripp
Witches ha-The Incredible String Band
21st. century schizoid man-King Crimson
Whola lotta love-Led Zeppelin
Stevie´s sparnking-Frank Zappa
E-bow the letter-R.E.M
Chil in time-Deep Purple
I put speel on you- Creedence Clearwater Revival
High hopes- David Gilmour
Street spirits-Radiohead
Aerials-System of a down
Seven nation army-The White Stripes


Bueno, una hora y pico de música como la gente, que espero sepan apreciar. Como se darán cuenta, la mayoría de los temas delatan mi edad, pero les puse un par de temas más cercanos en el tiempo ( y ojo que escucho cosas más modernas también, eh)
P.D: si todavía existe algún troglodita que no sabe como bajar y descomprimir, me avisa. Es un archivo.rar ( creado con Winrar, obvio)
link:http://rapidshare.com/files/145070531/Musica_que_suelo_escuchar.rar.html

viernes, 12 de septiembre de 2008

Crónicas marcianas-Capítulo 2-Ray Bradbury

febrero de 1999

YLLA

Tenían en el planeta Marte, a orillas de un mar seco, una casa de columnas de cristal, y todas las mañanas se podía ver a la señora K mientras comía la fruta dorada que brotaba de las paredes de cristal, o mientras limpiaba la casa con puñados de un polvo magnético que recogía la suciedad y luego se dispersaba en el viento cálido. A la tarde, cuando el mar fósil yacía inmóvil y tibio, y las viñas se erguían tiesamente en los patios, y en el distante y recogido pueblito marciano nadie salía a la calle, se podía ver al señor K en su cuarto, que leía un libro de metal con jeroglíficos en relieve, sobre los que pasaba suavemente la mano como quien toca el arpa. Y del libro, al contacto de los dedos, surgía un canto, una voz antigua y suave que hablaba del tiempo en que el mar bañaba las costas con vapores rojos y los hombres lanzaban al combate nubes de insectos metálicos y arañas eléctricas.

El señor K y su mujer vivían desde hacía ya veinte años a orillas del mar muerto, en la misma casa en que habían vivido sus antepasados, y que giraba y seguía el curso del sol, como una flor, desde hacía diez siglos.

El señor K y su mujer no eran viejos. Tenían la tez clara, un poco parda, de casi todos los marcianos; los ojos amarillos y rasgados, las voces suaves y musicales.

En otro tiempo habían pintado cuadros con fuego químico, habían nadado en los canales, cuando corría por ellos el licor verde de las viñas y habían hablado hasta el amanecer, bajo los azules retratos fosforescentes, en la sala de las conversaciones.

Ahora no eran felices.

Aquella mañana, la señora K, de pie entre las columnas, escuchaba el hervor de las arenas del desierto, que se fundían en una cera amarilla, y parecían fluir hacia el horizonte.

Algo iba a suceder.

La señora K esperaba.

Miraba el cielo azul de Marte, como si en cualquier momento pudiera encogerse, contraerse, y arrojar sobre la arena algo resplandeciente y maravilloso.

Nada ocurría.

Cansada de esperar, avanzó entre las húmedas columnas. Una lluvia suave brotaba de los acanalados capiteles, caía suavemente sobre ella y refrescaba el aire abrasador. En estos días calurosos, pasear entre las columnas era como pasear por un arroyo. Unos frescos hilos de agua brillaban sobre los pisos de la casa. A lo lejos oía a su marido que tocaba el libro, incesantemente, sin que los dedos se le cansaran jamás de las antiguas canciones. Y deseó en silencio que él volviera a abrazarla y a tocarla, como a una arpa pequeña, pasando tanto tiempo junto a ella como el que ahora dedicaba a sus increíbles libros.

Pero no. Meneó la cabeza y se encogió imperceptiblemente de hombros. Los párpados se le cerraron suavemente sobre los ojos amarillos. El matrimonio nos avejenta, nos hace rutinarios, pensó.

Se dejó caer en una silla, que se curvó para recibirla, y cerró fuerte y nerviosamente los ojos.

Y tuvo el sueño.

Los dedos morenos temblaron y se alzaron, crispándose en el aire.

Un momento después se incorporó, sobresaltada, en su silla. Miró vivamente a su alrededor, como si esperara ver a alguien, y pareció decepcionada. No había nadie entre las columnas.

El señor K apareció en una puerta triangular

- ¿Llamaste? - preguntó, irritado.

- No - dijo la señora K.

- Creí oírte gritar.

- ¿Grité? Descansaba y tuve un sueño.

- ¿Descansabas a esta hora? No es tu costumbre.

La señora K seguía sentada, inmóvil, como si el sueño, le hubiese golpeado el rostro.

- Un sueño extraño, muy extraño - murmuró.

- Ah.

Evidentemente, el señor K quería volver a su libro.

- Soñé con un hombre - dijo su mujer

- ¿Con un hombre?

- Un hombre alto, de un metro ochenta de estatura

- Qué absurdo. Un gigante, un gigante deforme.

- Sin embargo... - replicó la señora K buscando las palabras -. Y... ya sé que creerás que soy una tonta, pero... ¡tenía los ojos azules!

- ¿Ojos azules? ¡Dioses! - exclamó el señor K - ¿Qué soñarás la próxima vez? Supongo que los cabellos eran negros.

- ¿Cómo lo adivinaste? - preguntó la señora K excitada.

El señor K respondió fríamente:

- Elegí el color más inverosímil.

- ¡Pues eran negros! - exclamó su mujer -. Y la piel, ¡blanquísima! Era muy extraño. Vestía un uniforme raro. Bajó del cielo y me habló amablemente.

- ¿Bajó del cielo? ¡Qué disparate!

- Vino en una cosa de metal que relucía a la luz del sol - recordó la señora K, y cerró los ojos evocando la escena -. Yo miraba el cielo y algo brilló como una moneda que se tira al aire y de pronto creció y descendió lentamente. Era un aparato plateado, largo y extraño. Y en un costado de ese objeto de plata se abrió una puerta y apareció el hombre alto.

- Si trabajaras un poco más no tendrías esos sueños tan tontos.

- Pues a mí me gustó - dijo la señora K reclinándose en su silla -. Nunca creí tener tanta imaginación. ¡Cabello negro, ojos azules y tez blanca! Un hombre extraño, pero muy hermoso.

- Seguramente tu ideal.

- Eres antipático. No me lo imaginé deliberadamente, se me apareció mientras dormitaba. Pero no fue un sueño, fue algo tan inesperado, tan distinto...

El hombre me miró y me dijo: «Vengo del tercer planeta. Me llamo Nathaniel York...»

- Un nombre estúpido. No es un nombre.

- Naturalmente, es estúpido porque es un sueño - explicó la mujer suavemente -. Además me dijo: «Este es el primer viaje por el espacio. Somos dos en mi nave; yo y mi amigo Bart.»

- Otro nombre estúpido.

- Y luego dijo: «Venimos de una ciudad de la Tierra; así se llama nuestro planeta.» Eso dijo, la Tierra. Y hablaba en otro idioma. Sin embargo yo lo entendía con la mente. Telepatía, supongo.

El señor K se volvió para alejarse; pero su mujer lo detuvo, llamándolo con una voz muy suave.

- ¿Yll? ¿Te has preguntado alguna vez... bueno, si vivirá alguien en el tercer planeta?

- En el tercer planeta no puede haber vida - explicó pacientemente el señor K - Nuestros hombres de ciencia han descubierto que en su atmósfera hay demasiado oxígeno.

- Pero, ¿no sería fascinante que estuviera habitado? ¿Y que sus gentes viajaran por el espacio en algo similar a una nave?

- Bueno, Ylla, ya sabes que detesto los desvaríos sentimentales. Sigamos trabajando.

Caía la tarde, y mientras se paseaba por entre las susurrantes columnas de lluvia, la señora K se puso a cantar. Repitió la canción, una y otra vez.

- ¿Qué canción es ésa? - le preguntó su marido, interrumpiéndola, mientras se acercaba para sentarse a la mesa de fuego.

La mujer alzó los ojos y sorprendida se llevó una mano a la boca.

- No sé.

El sol se ponía. La casa se cerraba, como una flor gigantesca. Un viento sopló entre las columnas de cristal. En la mesa de fuego, el radiante pozo de lava plateada se cubrió de burbujas. El viento movió el pelo rojizo de la señora K y le murmuró suavemente en los oídos. La señora K se quedó mirando en silencio, con ojos amarillos, húmedos y dulces a el lejano y pálido fondo del mar, como si recordara algo.

- Drink to me with thine eyes, and I will pledge with mine (Brinda por mí con tus ojos y yo te prometeré con los míos) - cantó lenta y suavemente, en voz baja -. Or leave a kiss within the cup, and I'll not ask for wine. (O deja un beso en tu copa y no pediré vino.)

Cerró los ojos y susurró moviendo muy levemente las manos. Era una canción muy hermosa.

- Nunca oí esa canción. ¿Es tuya? - le preguntó el señor K mirándola fijamente.

- No. Sí... No sé - titubeó la mujer -. Ni siquiera comprendo las palabras. Son de otro idioma.

- ¿Qué idioma?

La señora K dejó caer, distraídamente, unos trozos de carne en el pozo de lava.

- No lo sé.

Un momento después sacó la carne, ya cocida, y se la sirvió a su marido.

- Es una tontería que he inventado, supongo. No sé por qué.

El señor K no replicó. Observó cómo su mujer echaba unos trozos de carne en el pozo de fuego siseante. El sol se había ido. Lenta, muy lentamente, llegó la noche y llenó la habitación, inundando a la pareja y las columnas, como un vino oscuro que subiera hasta el techo. Sólo la encendida lava de plata iluminaba los rostros.

La señora K tarareó otra vez aquella canción extraña.

El señor K se incorporó bruscamente y salió irritado de la habitación.

Más tarde, solo, el señor K terminó de cenar.

Se levantó de la mesa, se desperezó, miró a su mujer y dijo bostezando:

- Tomemos los pájaros de fuego y vayamos a entretenernos a la ciudad.

- ¿Hablas seriamente? - le preguntó su mujer -. ¿Te sientes bien?

- ¿Por qué te sorprendes?

- No vamos a ninguna parte desde hace seis meses.

- Creo que es una buena idea.

- De pronto eres muy atento.

- No digas esas cosas - replicó el señor K disgustado -. ¿Quieres ir o no?

La señora K miró el pálido desierto; las mellizas lunas blancas subían en la noche; el agua fresca y silenciosa le corría alrededor de los pies. Se estremeció levemente. Quería quedarse sentada, en silencio, sin moverse, hasta que ocurriera lo que había estado esperando todo el día, lo que no podía ocurrir, pero tal vez ocurriera. La canción le rozó la mente, como un ráfaga.

- Yo...

- Te hará bien - musitó su marido. Vamos.

- Estoy cansada. Otra noche.

- Aquí tienes tu bufanda - insistió el señor K alcanzándole un frasco -. No salimos desde hace meses.

Su mujer no lo miraba.

- Tú has ido dos veces por semana a la ciudad de Xi - afirmó.

- Negocios.

- Ah - murmuró la señora K para sí misma.

Del frasco brotó un liquido que se convirtió en un neblina azul y envolvió en sus ondas el cuello de señora K.

Los pájaros de fuego esperaban, como brillantes brasas de carbón, sobre la fresca y tersa arena. La flotante barquilla blanca, unida a los pájaros por mil cintas verdes, se movía suavemente en el viento de la noche.

Ylla se tendió de espaldas en la barquilla, y a una palabra de su marido, los pájaros de fuego se lanzaron ardiendo, hacia el cielo oscuro. Las cintas se estiraron, la barquilla se elevó deslizándose sobre las arenas, que crujieron suavemente. Las colinas azules desfilaron, desfilaron, y la casa, las húmedas columnas, las flores enjauladas, los libros sonoros y los susurrantes arroyuelos del piso quedaron atrás. Ylla no miraba a su marido. Oía sus órdenes mientras los pájaros en llamas ascendían ardiendo en el viento, como diez mil chispas calientes, como fuegos artificiales en el cielo, amarillos y rojos, que arrastraban el pétalo de flor de la barquilla.

Ylla no miraba las antiguas y ajedrezadas ciudades muertas, ni los viejos canales de sueño y soledad. Como una sombra de luna, como una antorcha encendida, volaban sobre ríos secos y lagos secos.

Ylla sólo miraba el cielo.

Su marido le habló.

Ylla miraba el cielo.

- ¿No me oíste?

- ¿Qué?

El señor K suspiró.

- Podías prestar atención.

- Estaba pensando.

- No sabía que fueras amante de la naturaleza, pero indudablemente el cielo te interesa mucho esta noche.

- Es hermosísimo.

- Me gustaría llamar a Hulle - dijo el marido lentamente -. Quisiera preguntarle si podemos pasar unos días, una semana, no más, en las montañas Azules. Es sólo una idea...

- ¡En las montañas Azules! - Gritó Ylla tomándose con una mano del borde de la barquilla y volviéndose rápidamente hacia él.

- Oh, es sólo una idea...

Ylla se estremeció.

- ¿Cuándo quieres ir?

- He pensado que podríamos salir mañana por la mañana - respondió el señor K negligentemente -. Nos levantaríamos temprano...

- ¡Pero nunca hemos salido en esta época!

- Sólo por esta vez. - El señor K sonrió. - Nos hará bien. Tendremos paz y tranquilidad. ¿Acaso has proyectado alguna otra cosa? Iremos, ¿no es cierto?

Ylla tomó aliento, esperó, y dijo:

- ¿Qué?

El grito sobresaltó a los pájaros; la barquilla se sacudió.

- No - dijo Ylla firmemente -. Está decidido. No iré.

El señor K la miró y no hablaron más. Ylla le volvió la espalda.

Los pájaros volaban, como diez mil teas al viento.

Al amanecer, el sol que atravesaba las columnas de cristal disolvió la niebla que había sostenido a Ylla mientras dormía. Ylla había pasado la noche suspendida entre el techo y el piso, flotando suavemente en la blanda alfombra de bruma que brotaba de las paredes cuando ella se abandonaba al sueño. Había dormido toda la noche en ese río callado, como un bote en una corriente silenciosa. Ahora el calor disipaba la niebla, y la bruma descendió hasta depositar a Ylla en la costa del despertar.

Abrió los ojos.

El señor K, de pie, la observaba como si hubiera estado junto a ella, inmóvil, durante horas y horas. Sin saber por qué, Ylla apartó los ojos.

- Has soñado otra vez - dijo el señor K -. Hablabas en voz alta y me desvelaste. Creo realmente que debes ver a un médico.

- No será nada.

- Hablaste mucho mientras dormías.

- ¿Sí? - dijo Ylla, incorporándose.

Una luz gris le bañaba el cuerpo. El frío del amanecer entraba en la habitación.

- ¿Qué soñaste?

Ylla reflexionó unos instantes y luego recordó.

- La nave. Descendía otra vez, se posaba en el suelo y el hombre salía y me hablaba, bromeando, riéndose, y yo estaba contenta.

El señor K, impasible, tocó una columna. Fuentes de vapor y agua caliente brotaron del cristal. El frío desapareció de la habitación.

- Luego - dijo Ylla -, ese hombre de nombre tan raro, Nathaniel York, me dijo que yo era hermosa y... y me besó.

- ¡Ah! - exclamó su marido, dándole la espalda.

- Sólo fue un sueño - dijo Ylla, divertida.

- ¡Guárdate entonces esos estúpidos sueños de mujer!

- No seas niño - replicó Ylla reclinándose en los últimos restos de bruma química.

Un momento después se echó a reír.

- Recuerdo algo más - confesó.

- Bueno, ¿qué es, qué es?

- Ylla, tienes muy mal carácter.

- ¡Dímelo! - exigió el señor K inclinándose hacia ella con una expresión sombría y dura -. ¡No debes ocultarme nada!

- Nunca te vi así - dijo Ylla, sorprendida e interesada a la vez -. Ese Nathaniel York me dijo... Bueno, me dijo que me llevaría en la nave, de vuelta a su planeta. Realmente es ridículo.

- ¡Si! ¡Ridículo! - gritó el señor K -. ¡Oh, dioses! ¡Si te hubieras oído, hablándole, halagándolo, cantando con él toda la noche! ¡Si te hubieras oído!

- ¡Yll!

- ¿Cuándo va a venir? ¿Dónde va a descender su maldita nave?

- Yll, no alces la voz.

- ¡Qué importa la voz! ¿No soñaste - dijo el señor K inclinándose rígidamente hacia ella y tomándola de un brazo - que la nave descendía en el valle Verde?

¡Contesta!

- Pero, si...

- Y descendía esta tarde, ¿no es cierto?

- Sí, creo que sí, pero fue sólo un sueño.

- Bueno - dijo el señor K soltándola -, por lo menos eres sincera. Oí todo lo que dijiste mientras dormías. Mencionaste el valle y la hora.

Jadeante, dio unos pasos entre las columnas, como cegado por un rayo. Poco a poco recuperó el aliento. Su mujer lo observaba como si se hubiera vuelto loco. Al fin se levantó y se acercó a él.

- Yll - susurró:

- No me pasa nada.

- Estás enfermo.

- No - dijo el señor K con una sonrisa débil y forzada -. Soy un niño, nada más. Perdóname, querida. - La acarició torpemente. - He trabajado demasiado en estos días. Lo lamento. Voy a acostarme un rato.

- ¡Te excitaste de una manera!

- Ahora me siento bien, muy bien. - Suspiró. - Olvidemos esto. Ayer me dijeron algo de Uel que quiero contarte. Si te parece, preparas el desayuno, te cuento lo de Uel y olvidamos este asunto.

- No fue más que un sueño.

- Por supuesto - dijo el señor K, y la besó mecánicamente en la mejilla -. Nada más que un sueño.

Al mediodía, las colinas resplandecían bajo el sol abrasador.

- ¿No vas al pueblo? - preguntó Ylla.

El señor K arqueó ligeramente las cejas.

- ¿Al pueblo?

- Pensé que irías hoy.

Ylla acomodó una jaula de flores en su pedestal. Las flores se agitaron abriendo las hambrientas bocas amarillas. El señor K cerró su libro.

- No - dijo -. Hace demasiado calor, y además es tarde.

- Ah - exclamó Ylla. Terminó de acomodar las flores y fue hacia la puerta -. En seguida vuelvo - añadió.

- Espera un momento. ¿A dónde vas?

- A casa de Pao. Me ha invitado - contestó Ylla, ya casi fuera de la habitación.

- ¿Hoy?

- Hace mucho que no la veo. No vive lejos.

- ¿En el valle Verde, no es así?

- Sí, es sólo un paseo - respondió Ylla alejándose de prisa.

- Lo siento, lo siento mucho. - El señor K corrió detrás de su mujer, como preocupado por un olvido. - No sé cómo he podido olvidarlo. Le dije al doctor Nlle que viniera esta tarde.

- ¿Al doctor Nlle? - dijo Ylla volviéndose.

- Sí - respondió su marido, y tomándola de un brazo la arrastró hacia adentro.

- Pero Pao...

- Pao puede esperar. Tenemos que obsequiar al doctor Nlle.

- Un momento nada más.

- No, Ylla.

- ¿No?

El señor K sacudió la cabeza.

- No. Además la casa de Pao está muy lejos. Hay que cruzar el valle Verde, y después el canal y descender una colina, ¿no es así? Además hará mucho, mucho calor, y el doctor Nlle estará encantado de verte. Bueno, ¿qué dices?

Ylla no contestó. Quería escaparse, correr. Quería gritar. Pero se sentó, volvió lentamente las manos, y se las miró inexpresivamente.

- Ylla - dijo el señor K en voz baja -. ¿Te quedarás aquí, no es cierto?

- Sí - dijo Ylla al cabo de un momento -. Me quedaré aquí.

- ¿Toda la tarde?

- Toda la tarde.

Pasaba el tiempo y el doctor Nlle no había aparecido aún. El marido de Ylla no parecía muy sorprendido. Cuando ya caía el sol, murmuró algo, fue hacia un armario y sacó de él un arma de aspecto siniestro, un tubo largo y amarillento que terminaba en un gatillo y unos fuelles. Luego se puso una máscara, una máscara de plata, inexpresiva, la máscara con que ocultaba sus sentimientos, la máscara flexible que se ceñía de un modo tan perfecto a las delgadas mejillas, la barbilla y la frente. Examinó el arma amenazadora que tenía en las manos. Los fuelles zumbaban constantemente con un zumbido de insecto. El arma disparaba hordas de chillonas abejas doradas. Doradas, horribles abejas que clavaban su aguijón envenenado, y caían sin vida, como semillas en la arena.

- ¿A dónde vas? - preguntó Ylla.

- ¿Qué dices? - El señor K escuchaba el terrible zumbido del fuelle - El doctor Nlle se ha retrasado y no tengo ganas de seguir esperándolo. Voy a cazar un rato. En seguida vuelvo. Tú no saldrás, ¿no es cierto?

La máscara de plata brillaba intensamente.

- No.

- Dile al doctor Nlle que volveré pronto, que sólo he ido a cazar.

La puerta triangular se cerró. Los pasos de Yll se apagaron en la colina. Ylla observó cómo se alejaba bajo la luz del sol y luego volvió a sus tareas. Limpió las habitaciones con el polvo magnético y arrancó los nuevos frutos de las paredes de cristal. Estaba trabajando, con energía y rapidez, cuando de pronto una especie de sopor se apoderó de ella y se encontró otra vez cantando la rara y memorable canción, con los ojos fijos en el cielo, más allá de las columnas de cristal.

Contuvo el aliento, inmóvil, esperando.

Se acercaba.

Ocurriría en cualquier momento.

Era como esos días en que se espera en silencio la llegada de una tormenta, y la presión de la atmósfera cambia imperceptiblemente, y el cielo se transforma en ráfagas, sombras y vapores. Los oídos zumban, empieza uno a temblar. El cielo se cubre de manchas y cambia de color, las nubes se oscurecen, las montañas parecen de hierro. Las flores enjauladas emiten débiles suspiros de advertencia. Uno siente un leve estremecimiento en los cabellos. En algún lugar de la casa el reloj parlante dice: «Atención, atención, atención, atención...», con una voz muy débil, como gotas que caen sobre terciopelo.

Y luego, la tormenta. Resplandores eléctricos, cascadas de agua oscura y truenos negros, cerrándose, para siempre.

Así era ahora. Amenazaba, pero el cielo estaba claro. Se esperaban rayos, pero no había una nube.

Ylla caminó por la casa silenciosa y sofocante. El rayo caería en cualquier instante; habría un trueno, un poco de humo, y luego silencio, pasos en el sendero, un golpe en los cristales, y ella correría a la puerta...

- Loca Ylla - dijo, burlándose de sí misma -. ¿Por qué te permites estos desvaríos?

Y entonces ocurrió.

Calor, como si un incendio atravesara el aire. Un zumbido penetrante, un resplandor metálico en el cielo.

Ylla dio un grito. Corrió entre las columnas y abriendo las puertas de par en par, miró hacia las montañas. Todo había pasado. Iba ya a correr colina abajo cuando se contuvo. Debía quedarse allí, sin moverse. No podía salir. Su marido se enojaría muchísimo si se iba mientras aguardaban al doctor.

Esperó en el umbral, anhelante, con la mano extendida. Trató inútilmente de alcanzar con la vista el valle Verde.

Qué tonta soy, pensó mientras se volvía hacia la puerta. No ha sido más que un pájaro, una hoja, el viento, o un pez en el canal. Siéntate. Descansa.

Se sentó.

Se oyó un disparo.

Claro, intenso, el ruido de la terrible arma de insectos.

Ylla se estremeció. Un disparo. Venía de muy lejos. El zumbido de las abejas distantes. Un disparo. Luego un segundo disparo, preciso y frío, y lejano.

Se estremeció nuevamente y sin haber por qué se incorporó gritando, gritando, como si no fuera a callarse nunca. Corrió apresuradamente por la casa y abrió otra vez la puerta.

Ylla esperó en el jardín, muy pálida, cinco minutos.

Los ecos morían a los lejos.

Se apagaron.

Luego, lentamente, cabizbaja, con los labios temblorosos, vagó por las habitaciones adornadas de columnas, acariciando los objetos, y se sentó a esperar en el ya oscuro cuarto del vino. Con un borde de su chal se puso a frotar un vaso de ámbar.

Y entonces, a lo lejos, se oyó un ruido de pasos en la grava. Se incorporó y aguardó, inmóvil, en el centro de la habitación silenciosa. El vaso se le cayó de los dedos y se hizo trizas contra el piso.

Los pasos titubearon ante la puerta.

¿Hablaría? ¿Gritaría; «¡Entre, entre!»?, se preguntó

Se adelantó. Alguien subía por la rampa. Una mano hizo girar el picaporte.

Sonrió a la puerta. La puerta se abrió. Ylla dejó de sonreír. Era su marido. La máscara de plata tenía un brillo opaco.

El señor K entró y miró a su mujer sólo un instante. Sacó luego del arma dos fuelles vacíos y los puso en un rincón. Mientras, en cuclillas, Ylla trataba inútilmente de recoger los trozos del vaso.

- ¿Qué estuviste haciendo? - preguntó.

- Nada - respondió él, de espaldas, quitándose la máscara.

- Pero... el arma. Oí dos disparos.

- Estaba cazando, eso es todo. De vez en cuando me gusta cazar. ¿Vino el doctor Nlle?

- No.

- Déjame pensar. - El señor K castañeteó fastidiado los dedos. - Claro, ahora recuerdo. No iba a venir hoy, sino mañana. Qué tonto soy.

Se sentaron a la mesa. Ylla miraba la comida, con las manos inmóviles.

- ¿Qué te pasa? - le preguntó su marido sin mirarla, mientras sumergía en la lava unos trozos de carne.

- No sé. No tengo apetito.

- ¿Por qué?

- No sé. No sé por qué.

El viento se levantó en las alturas. El sol se puso, y la habitación pareció de pronto más fría y pequeña.

- Quisiera recordar - dijo Ylla rompiendo el silencio y mirando a lo lejos, más allá de la figura de su marido, frío, erguido, de mirada amarilla.

- ¿Qué quisieras recordar? - preguntó el señor K bebiendo un poco de vino.

- Aquella canción - respondió Ylla -, aquella dulce y hermosa canción. Cerró los ojos y tarareó algo, pero no la canción. - La he olvidado y no se por qué. No quisiera olvidarla. Quisiera recordarla siempre.

Movió las manos, como si el ritmo pudiera ayudarle a recordar la canción. Luego se recostó en su silla.

- No puedo acordarme - dijo, y se echó a llorar.

- ¿Por qué lloras? - le preguntó su marido.

- No sé, no sé, no puedo contenerme. Estoy triste y no sé por qué. Lloro y no sé por qué.

Lloraba con el rostro entre las manos; los hombros sacudidos por los sollozos.

- Mañana te sentirás mejor - le dijo su marido.

Ylla no lo miró. Miró únicamente el desierto vacío y las brillantísimas estrellas que aparecían ahora en el cielo negro, y a lo lejos se oyó el ruido creciente del viento y de las aguas frías que se agitaban en los largos canales. Cerró los ojos, estremeciéndose.

- Sí - dijo -, mañana me sentiré mejor.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Crónicas marcianas- capítulo 1- Ray Bradbury

ENERO DE 1999

El verano del cohete

Un minuto antes era invierno en Ohio; las puertas y las ventanas estaban cerradas, la escarcha empañaba los vidrios, el hielo adornaba los bordes de los techos, los niños esquiaban en las laderas; las mujeres, envueltas en abrigos de piel, caminaban torpemente por las calles heladas como grandes osos negros.

Y de pronto, una larga ola de calor atravesó el pueblo; una marea de aire tórrido, como si alguien hubiera abierto de par en par la puerta de un horno. El calor latió entre las casas, los arbustos, los niños. El hielo se desprendió de los techos, se quebró, y empezó a fundirse. Las puertas se abrieron; las ventanas se levantaron; los niños se quitaron las ropas de lana; las mujeres se despojaron de sus disfraces de osos; la nieve se derritió, descubriendo los viejos y verdes prados del último verano.

El verano del cohete. Las palabras corrieron de boca en boca por las casas abiertas y ventiladas. El verano del cohete. El caluroso aire desértico alteró los dibujos de la escarcha en los vidrios, borrando la obra de arte. Esquíes y trineos fueron de pronto inútiles. La nieve, que venía de los cielos helados, llegaba al suelo como una lluvia cálida. El verano del cohete. La gente se asomaba a los porches húmedos y observaba el cielo, cada vez más rojo. El cohete, instalado en su plataforma, lanzaba rosadas nubes de fuego y calor. El cohete, de pie en la fría mañana de invierno, engendraba el estío con el aliento de sus poderosos escapes. El cohete creaba el buen tiempo, y durante unos instantes fue verano en la tierra...

lunes, 18 de agosto de 2008

En verdad os digo-Juan José Arreola

EN VERDAD OS DIGO

Juan José Arreola

Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus.

Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos.

Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica.

La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios.

En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.

Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a velocidad ultracósmica. En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en su tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovechamos ese hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de segundo.

Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.

En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no titubean al llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible traslado.

En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar el dinero en indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega.

El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no está por demás señalar la edad provecta del sabio Niklaus.

Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en ráfagas electrónicas.

Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.

FIN

Tomado de: Confabulario

domingo, 10 de agosto de 2008

Witches hat-The Incredible String Band

Para no escuchar siempre las mismas cosas, un tema de la Incredible String Band.


sábado, 2 de agosto de 2008

Afuera- Caifanes

estoy casi completamente de acuerdo con esta letra.

martes, 29 de julio de 2008

Crimen en Marte-Arthur C. Clarke




Crimen En Marte
Arthur C.Clarke








- En Marte hay poca delincuencia - observó el inspector Rawlings con tristeza -. En realidad, éste es el motivo principal de que regrese al Yard. De quedarme aquí más tiempo, perdería toda mi práctica.

Estábamos sentados en el salón del observatorio principal del espaciopuerto de Phobos, mirando las grietas resecas por el sol de la diminuta luna de Marte. El cohete transbordador que nos había traído desde Marte se había marchado diez minutos antes y ahora iniciaba la larga caída hacia el globo color ocre que colgaba entre las estrellas. Media hora más tarde, subiríamos a la nave espacial en dirección a la Tierra..., planeta en el que la mayoría de pasajeros nunca habían puesto los pies, si bien aún lo llamaban «su patria»
- Al mismo tiempo - continuó el inspector -, de vez en cuando se presenta un caso que presta interés a la vida. Usted, señor Maccar, es tratante en arte, y estoy seguro que habrá oído hablar de lo ocurrido en la Ciudad del Meridiano hace un par de meses.

- No creo - dijo el individuo regordete y de tez olivácea al que había tomado por otro turista de regreso.

Por lo visto, el inspector ya había examinado la lista de pasajeros; me pregunté qué sabría de mí y traté de tranquilizar mi conciencia, diciéndome que estaba razonablemente limpia. Al fin y al cabo, todo el mundo pasaba algo de contrabando por la aduana de Marte...
- La cosa se acalló - prosiguió el inspector -, pero hay asuntos que no pueden mantenerse en secreto largo tiempo. Bien, un ladrón de joyas de la Tierra intentó robar del Museo de Meridiano el mayor de los tesoros... la Diosa Sirena.

- ¡Eso es absurdo! - objeté -. Naturalmente, no tiene precio... pero no es más que un pedazo de roca arenisca. Lo mismo podrían querer robar La Mona Lisa.

- Eso ya ha ocurrido también - sonrió sin alegría el inspector -. Y tal vez el motivo fuese el mismo. Hay coleccionistas que pagarían una fortuna por tal objeto, aunque sólo fuese para contemplarlo en secreto. ¿No está de acuerdo, señor Maccar?
- Muy cierto - aseguró el experto en arte -. En mi profesión, hallamos a toda clase de chiflados.

- Bien, ese individuo, que se llama Danny Weaver, debía recibir una buena suma por el objeto. Y a no ser por una fantástica mala suerte, habría llevado a cabo el robo.

El sistema de altavoces del espaciopuerto dio toda clase de excusas por un leve retraso debido a la última comprobación del combustible, y pidió a varios pasajeros que se presentasen en información. Mientras esperábamos que callase la voz, recordé lo poco que sabía de la Diosa Sirena. Aunque no había visto el original, llevaba una copia, como la mayoría de turistas, en mi equipaje. El objeto llevaba el certificado del Departamento de Antigüedades de Marte garantizando que «se trata de una reproducción a tamaño natural de la llamada Diosa Sirena, descubierta en el mar Sirenium por la Tercera Expedición, en 2012 después de Cristo (23 D.M.)»
Era raro que un objeto tan pequeño causara tantas discusiones. Medía Poco más de veinte centímetros de altura, y nadie miraría el objeto dos veces de hallarse en un museo de la Tierra. Se trataba de la cabeza de una joven, de rasgos levemente orientales, con el cabello rizado en abundancia cerca del cráneo, los labios entreabiertos en una expresión de placer o sorpresa... y nada más.

Pero se trataba de un enigma tan misterioso que había inspirado un centenar de sectas religiosas, haciendo enloquecer a varios arqueólogos. Ya que una cabeza tan perfectamente humana no podía ser hallada en Marte, cuyos únicos seres inteligentes eran crustáceos... «langostas educadas», como los llamaban los periódicos. Los aborígenes marcianos nunca habían inventado el vuelo espacial, y su civilización desapareció antes de que el hombre apareciera sobre la Tierra.

Sin duda, la Diosa es ahora el misterio Número Uno del sistema solar. Supongo que la respuesta no la obtendrán durante mi existencia..., si llegan a obtenerla.
- El plan de Danny era sumamente simple - prosiguió el inspector -. Ya saben ustedes lo muertas que quedan las ciudades marcianas en domingo, cuando se cierra todo y los colonos se quedan en casa para ver la televisión de la Tierra. Danny confiaba en esto cuando se inscribió en el hotel de Meridiano Oeste, la tarde del viernes. Tenía el sábado para recorrer el museo, un domingo solitario para robar, y el lunes por la mañana sería otro de los turistas que saldrían de la ciudad...

»A primera hora del domingo cruzó el parque, pasando al Meridiano Este, donde se alza el museo. Por si no lo saben, la ciudad se llama del Meridiano porque está exactamente en el grado 180 de longitud; en el parque hay una gran losa con el Primer Meridiano grabado en ella, para que los visitantes puedan ser fotografiados de pie en los dos hemisferios a la vez. Es asombroso cómo estas niñerías divierten a la gente.

»Danny pasó el día recorriendo el museo como cualquier turista decidido a aprovecharse del valor de la entrada. Pero a la hora de cierre no se marchó, sino que se escondió en una de las galerías no abiertas al público, donde estaban disponiendo una reconstrucción del período del último canal, que por falta de dinero no habían terminado. Danny se quedó allí hasta medianoche, por si todavía había en el edificio algún investigador entusiasta. Luego abandonó el escondite y puso manos a la obra.
- Un momento - le interrumpí -. ¿Y el vigilante nocturno?

- ¡Mi querido amigo! En Marte no existen esos lujos. Ni siquiera hay señal de alarma en el museo porque, ¿quién quiere robar trozos de piedra? Cierto, la Diosa estaba encerrada en una vitrina de metal y cristal, por si algún cazador de recuerdos se entusiasmaba con ella. Pero aun en el caso de ser robada, el ladrón no podría ocultarla en ninguna parte, y, claro está, todo el tráfico de entrada y salida de Marte será registrado.
Esto era exacto. Yo había pensado en términos de la Tierra, olvidando que cada ciudad de Marte es un pequeño mundo cerrado por debajo del campo de fuerzas que la protege del casi vacío congelador. Más allá de las protecciones electrónicas existe sólo el vacío altamente hostil del exterior marciano, donde un hombre sin protección moriría en pocos segundos. Y esto facilita las leyes de seguridad.

- Danny poseía una serie de herramientas excelentes, tan especializadas como las de un relojero. La principal era una microsierra no mayor que un soldador, con una hoja sumamente delgada, impulsada a un millón de ciclos por segundo, gracias a un motor ultrasónico. Cortaba el cristal o el metal como mantequilla... y sólo dejaba el corte del espesor de un cabello. Lo importante para Danny era no dejar rastro de su labor.

»Ya habrán adivinado cómo pensaba operar. Cortaría la base de la vitrina y sustituiría el original por una de las copias de la Diosa. Tal vez transcurriesen un par de años antes de que un experto descubriera la verdad, y entonces el original ya estaría en la Tierra, disimulado como una copia, con un certificado de autenticidad. Listo, ¿eh?

»Debió ser algo espantoso trabajar en aquella galería a oscuras, con todos aquellos pedruscos de millones de años de antigüedad, todos aquellos inexplicables artefactos a su alrededor. En la Tierra, un museo ya es bastante siniestro de noche, pero... es humano. Y la Galería Tres, donde está la Diosa, resulta especialmente inquietante. Está llena de bajorrelieves con animales increíbles luchando entre sí; parecen avispas gigantes, y la mayoría de paleontólogos niegan que hayan existido alguna vez. Pero, imaginarios o no, pertenecieron a este mundo, y no trastornaron tanto a Danny como la Diosa, que le miraba a través de las edades, desafiándole a que explicara la presencia de ella allí. Y esto le daba escalofríos. ¿Cómo lo sé? El me lo confesó.
»Danny empezó a trabajar con la vitrina con el mismo cuidado con que un diamantista se dispone a cortar una gema. Tardó casi toda la noche en rajar la trampilla, y amanecía cuando descansó, guardándose la microsierra. Aún faltaba mucho que hacer, pero la parte más penosa había terminado. Colocar la copia en la vitrina, comprobar su aspecto con las fotos que llevaba consigo y ocultar todas las huellas le ocuparía gran parte del domingo, pero esto no lo inquietaba en absoluto. Le quedaban otras veinticuatro horas y recibiría con agrado la llegada de los primeros visitantes del lunes, momento en que podría mezclarse con ellos y salir de allí.

»Fue un tremendo golpe para su sistema nervioso, por tanto, cuando a las ocho y media abrieron las enormes puertas y el personal del museo, ocho en total, se dispusieron a iniciar el día de trabajo. Danny corrió hacia la salida de emergencia, abandonándolo todo: herramientas, la Diosa... todo.

»Y se llevó otra enorme sorpresa al verse en la calle; a aquella hora debía estar completamente desierta, con todo el mundo en casa leyendo los periódicos dominicales. Pero he aquí que los habitantes de Meridiano Este se encaminaban hacia las fábricas y oficinas, como en cualquier día normal de trabajo.
»Cuando el pobre Danny llegó al hotel ya le aguardábamos. No hacía falta ser un lince para comprender que sólo un visitante de la Tierra, y uno muy reciente había pasado por alto el hecho que constituye la fama de la Ciudad del Meridiano. Y supongo que ustedes ya lo habrán adivinado.
- Sinceramente, no - objeté -. No es posible visitar todo Marte en seis semanas, y nunca pasé del Syrtis Mayor.
- Pues es sumamente sencillo, aunque no podemos censurar excesivamente a Danny, puesto que incluso los habitantes del planeta caen ocasionalmente en la misma trampa. Es una cosa que no nos preocupa en la Tierra, donde hemos solucionado el problema con el océano Pacífico. Pero Marte, claro está, carece de mares; y esto significa que alguien se ve obligado a vivir en la Línea de Fecha Internacional...

»Danny planeó el robo desde Meridiano Oeste... Y allí era domingo, claro... y seguía siendo domingo cuando lo atrapamos en el hotel. Pero en el Meridiano Este, a menos de un kilómetro de distancia, sólo era sábado. ¡El pequeño cruce del parque era toda la diferencia! Repito que fue mala suerte.

Hubo un largo momento de silencio.

- ¿Cuánto le largaron? - inquirí al fin.
- Tres años - repuso el inspector.

- No es mucho.
- Años de Marte..., casi seis de los nuestros. Y una multa que, por exacta coincidencia, es exactamente el precio del billete de regreso a la Tierra. Naturalmente, no está en la cárcel... pues en Marte no pueden permitirse tales gastos. Danny tiene que trabajar para vivir, bajo una vigilancia discreta. Les dije que el museo no podía pagar a un vigilante nocturno, ¿verdad? Bien, ahora tiene uno. ¿Adivinan quién?
- ¡Todos los pasajeros dispónganse a subir a bordo dentro de diez minutos! ¡Por favor, recojan sus maletas! - ordenó el altavoz.

Cuando empezamos a avanzar hacia la puerta, me vi impulsado a formular otra pregunta:
- ¿Y la persona que contrató a Danny? Debía respaldarle mucho dinero. ¿Le atraparon?

- Aún no; la persona, o personas, han borrado las huellas completamente, y creo que Danny dijo la verdad al declarar que no podía darnos ninguna pista. Bien, ya no es mi caso. Como dije, regreso al Yard. Pero un policía siempre tiene los ojos bien abiertos... como un experto en arte, ¿eh, señor Maccar? Oh, parece haberse puesto un poco verde en torno a las branquias. Tómese una de sus tabletas contra el mareo espacial.
- No, gracias - repuso el señor Maccar -, estoy muy bien.
Su tono era desabrido; la temperatura social parecía haber descendido por debajo de cero en los últimos minutos. Miré al señor Maccar y al inspector. Y de pronto comprendí que la travesía sería muy interesante.



















































domingo, 27 de julio de 2008

Los Rolling y las chicas

Un par de videos de los Rolling Stones donde participan chicas famosas, que es lo de menos, y que están muy apetecibles, que es lo importante.

Anybody seen my baby- The Rolling Stones
Angelina Jolie. ( mamita)





Like a rolling stone-
Patricia Arquette (hermosa)



domingo, 29 de junio de 2008

jueves, 19 de junio de 2008

Sobrevivientes-Frederik Pohl

Sobrevivientes

Frederik Pohl

El mensaje comenzaba así:

«NO PODEMOS SABER CON CERTEZA SI USTEDES ESTÁN LO BASTANTE EVOLUCIONADOS COMO PARA ENTENDER SIQUIERA ESTA COMUNICACIÓN. EN DEFINITIVA, NO NOS ENTERAMOS DE SU EXISTENCIA HASTA DESPUÉS DE LA EXPLOSIÓN.»

El general entró a la sala de guerra y tiró su capote a un ordenanza. Las estrellas de sus hombreras tintinearon unas contra otras.

-¡Pero qué descaro! -murmuró-. ¿Quién se creen que son?

El oficial técnico de servicio levantó la vista de su computadora.

-Con el debido respeto, señor -dijo-, parece evidente que están más avanzados que nosotros.

-¿Más avanzados? Ah, puede ser que tengan mejores aparatos, si se refiere a eso. Bueno, está bien, siga descifrando.

-Sí, señor.

«NO ES IMPORTANTE QUE ENTIENDAN ESTE MENSAJE. DE TODOS MODOS LOS SALVAREMOS, CON LOS MISMOS MEDIOS QUE USAMOS PARA ATRAVESAR EL ESPACIO Y LLEGAR HASTA AQUÍ. NO TENGAN MIEDO.»

-¡Miedo! -bufó el general, escandalizado.

«EL TRASLADO SERÁ INSTANTÁNEO. NO HARÁ FALTA NINGUNA ACCIÓN DE PARTE DE USTEDES, Y NI SIQUIERA SE DARÁN CUENTA QUE OCURRE ALGO HASTA QUE LLEGUEN A NUESTRA NAVE.»

-¿Está seguro que esto no es una broma? -preguntó el general, no muy esperanzado.

-No creo que lo sea, señor. VIGÍA ESPACIAL informó hace once horas que había rastreado un objeto no identificado en órbita cislunar. El mensaje comenzó a llegar... el mismo mensaje, una y otra vez... desde más o menos... a ver -pulsó rápidamente las teclas de su calculadora de bolsillo- desde la una menos cuarto de esta mañana. En seguida lo llamamos a Washington, señor.

-Sé perfectamente que lo hicieron -ladró el general-. ¿Los rusos también están recibiendo esto?

El oficial técnico se entusiasmó.

-Creo que no, señor -contestó-. Nos pusimos a interferir en el acto. No creo que los rusos puedan discriminar las verdaderas señales sin esto -palmeó el teclado que conectaba la sala de guerra de Denver con las gigantescas computadoras centrales instaladas bajo las Rocosas de Colorado-. ¡Y sabemos que no tienen nada parecido!

-Mmmm -dijo el general, un poco más calmado-. ¿Dice algo más el mensaje?

-Oh, sí, señor. -El oficial técnico reinició la impresión del texto:

«TENGAN EN CUENTA QUE SÓLO A USTEDES PODEMOS SALVARLOS DE LOS EFECTOS DE LA EXPLOSIÓN DE LA ESTRELLA ALFA DEL CENTAURO. PUDIMOS LLEGAR HASTA SU SISTEMA MUY POCO ANTES QUE LA ONDA FRONTAL. NO PODEMOS RESCATAR A TIEMPO NI A SUS ANIMALES NI SUS OTRAS PERTENENCIAS.»

-Si dejan que los rusos se quemen -sonrió el general-, ¿qué importa si no salvan a los perros? Pero, ¿qué pasa con Alfa del Centauro? ¿Qué hay si explota?

-Bueno, señor -respondió el oficial técnico, vacilante-, no soy quien para afirmarlo, pero la gente del Consejo Nacional de Ciencias dice que, si eso es verdad, será una explosión tan enorme que podría llegar a quemarnos.

-¿Y eso cuando ocurrirá? -preguntó el general, inquieto.

-El mensaje del objeto en órbita cislunar decía: «CUANDO LES ALCANCE LA ONDA FRONTAL». Nuestra gente está trabajando en esto, señor, pero podría tratar de efectuar el cálculo ahora...

-¡Hágalo!

-Sí, señor -contestó el oficial técnico, y metió la mano en el bolsillo. La sacó sin calculadora-. ¿Qué raro? -dijo, mirando en derredor para ver dónde la había puesto. No tuvo éxito-. Bueno, general, lo haré en la computadora central...

Pero también había desaparecido el teclado de comunicación con el centro de computación. Y el videotransmisor. Y la impresora. Y cuando el oficial técnico, con una repentina sacudida de espanto, armó un enlace improvisado de circuito cerrado de TV con el centro de computación de las Rocosas, encontró que las enormes salas de roca estaban desiertas. No había cintas magnéticas, ni procesadores. No había nada que tuviese relación con computadoras, calculadoras, o cualquier otra forma de inteligencia artificial. Todo eso había desaparecido. Sólo quedaban los animales domésticos, palpándose las estrellas de sus uniformes, atontados, con los ojos clavados en sus monitores de comunicación... mientras afuera el cielo se encendía un poco más. Y seguía iluminándose con creciente intensidad.

jueves, 29 de mayo de 2008

El rey de las bestias-Philip José Farmer

El rey de las bestias

Philip José Farmer

The king of the beasts, © 1964 by Galaxy Publishing Corporation. Traducido por ? en nueva dimensión 51, Noviembre de 1973.

El biólogo estaba mostrándole al visitante el laboratorio y el zoo.

–Nuestro presupuesto –dijo–, es demasiado limitado para recrear todas las especies extintas conocidas. Así que devolvemos a la vida sólo los animales superiores, los más bellos que fueron cruelmente exterminados. Por así decirlo, estoy tratando de compensar la crueldad y la estupidez. Se podría decir que el hombre abofeteaba el rostro de Dios cada vez que aniquilaba una especie del reino animal.

Hizo una pausa, y miraron más allá de los fosos y los campos de fuerza. Los cervatillos brincaban y galopaban, mientras el Sol les iluminaba los flancos. La foca sacaba sus humorísticos bigotes del agua. El gorila atisbaba tras los bambúes. Las palomas mensajeras se atusaban las plumas. Un rinoceronte trotaba como un cómico acorazado. Una jirafa los miró con delicados ojos y luego volvió a comer hojas.

–Ahí está el dronte. No es hermoso, pero es muy raro, y totalmente inerme. Venga, le mostraré el proceso de recreación.

En el gran edificio pasaron junto a hileras de voluminosos y altos tanques. Podían ver claramente por las ventanas de sus flancos, y a través de la gelatina interior.

–Esos son embriones de elefantes africanos –dijo el biólogo–. Planeamos producir una gran manada y soltarla en la nueva reserva gubernamental.

–Casi se le puede ver irradiar felicidad –dijo el distinguido visitante–. Ama mucho a los animales, ¿no?

–Amo todo lo vivo.

–Dígame –dijo el visitante–, ¿de dónde obtiene los datos para la recreación?

–Principalmente de esqueletos y pieles que había en los antiguos museos. Y de libros y películas que hemos encontrado en excavaciones arqueológicas y que hemos logrado restaurar y luego traducir. ¡Ah!, ¿ve esos grandes huevos? En su interior están gestándose los polluelos del gran moa. Y casi a punto para ser sacados del tanque se hallan los cachorros de tigre. Cuando estén crecidos serán peligrosos, pero estarán confinados en la reserva.

El visitante se detuvo ante el último de los tanques.

–¿Sólo uno? –preguntó–. ¿Qué es?

–Pobrecillo –dijo el biólogo ahora triste–. ¡Estará tan solo! Pero yo le daré todo el cariño que pueda.

–¿Es tan peligroso? –preguntó el visitante–. ¿Peor que los elefantes, tigres, y osos?

–Tuve que conseguir un permiso especial antes de hacer crecer este –explicó el biólogo; su voz temblaba.

El visitante dio un paso hacia atrás asustado, apartándose del tanque. Y exclamó:

–Entonces, debe de ser... ¡Pero no, no se atrevería!

El biólogo asintió con la cabeza.

–Sí, es un hombre.

domingo, 25 de mayo de 2008

El cuervo-Edgar Allan Poe 2

Otra versión.

Edgar Allan Poe
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)
el cuervo


Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”
¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.
Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos. Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”
Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.
Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.
Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!
De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.
Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”
Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”
Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”
Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”
En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!
Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”
“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”
Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!

El Cuervo-Edgar Allan Poe

Una versión de "El Cuervo"


El Cuervo


Cierta noche aciaga, cuando, con la mente


cansada,


meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral


y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,


como si alguien muy suavemente llamara a mi


portal.


"Es un visitante -me dije-, que está llamando al


portal;


sólo eso y nada más."


¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado


diciembre!


Cada chispa resplandeciente dejaba un rastro espectral.


Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado


calma


en mis libros, ni consuelo a la perdida abismal


de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar


y aquí nadie nombrará.


Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas


me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto


era tal


que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:


"No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;


un tardío visitante esperando en mi portal.


Sólo eso y nada más".


Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:


"Caballero -dije-, o señora, me tendréis que


disculpar


pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido


y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal


que dudé de haberlo oído...", y abrí de golpe el


portal:


sólo sombras, nada más.


La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,


y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;


pero en este silencio atroz, superior a toda voz,


sólo se oyó la palabra "Leonor", que yo me atreví a


susurrar...


sí, susurré la palabra "Leonor" y un eco la volvió a


nombrar.


Sólo eso y nada más.


Aunque mi alma ardía por dentro regresé a mis


aposentos


pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.


"Esta vez quien sea que llama ha llamado a mi


ventana;


veré pues de qué se trata, que misterio habrá detrás.


Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.


¡Es el viento y nada más!".


Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,


agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y


ancestral.


Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un


momento,


con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,


en un pálido busto de Palas que hay encima del


umbral;


fue, posóse y nada más.


Esta negra y torva ave tocó, con su aire grave,


en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.


"Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser


osado, viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;


¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?"


Dijo el cuervo: "Nunca más".


Que una ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa


sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco


cabal,


pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido


ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.


Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal


que se llamara "Nunca más".


Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde


el busto,


como si en ello le fuera el alma, ni una sílaba más.


No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna


hasta que al fin musité: "Vi a otros amigos volar;


por la mañana él también, cual mis anhelos, volará".


Dijo entonces :"Nunca más".


Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;


"Sin duda - dije-, repite lo que ha podido acopiar


del repertorio olvidado de algún amo desgraciado


que en su caída redujo sus canciones a un refrán:


"Nunca, nunca más".


Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía


planté una silla mullida frente al avi y el portal;


y hundido en el terciopelo me afané con recelo


en descubrir que quería la funesta ave ancestral


al repetir: "Nunca más".


Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra


al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;


eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada


sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.


¡ Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,


y ya no usará nunca más!.


Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un


incienso


mecido por serafines de leve andar musical.


"¡Miserable! -me dije-. ¡Tu Dios estos ángeles dirige


hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!


¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás!".


Dijo el cuervo: "Nunca más".


"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo


alado!


¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad


trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,


a esta morada espectral? ¡Mas te imploro, dime ya,


dime, te imploro, si existe algún bálsamo en


Galaad!"


Dijo el cuervo: "Nunca más".


"¡Profeta! -grité-, ser malvado, profeta eres, diablo


alado!


Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,


dile a este desventurado si en el Edén lejano


a Leonor , ahora entre ángeles, un día podré abrazar".


Dijo el cuervo: "¡Nunca más!".


"¡Diablo alado, no hables más!", dije, dando un


paso atrás;


¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!


¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje


quiero en mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!


¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!"


Dijo el cuervo: "Nunca más".


Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,


en el pálido busto de Palas que hay encima del


portal;


y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,


cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;


y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,


no se alzará...¡nunca más!.


Edgard Allan Poe ---------------------------------------Versió Original

lunes, 5 de mayo de 2008

Ersatz-Henry Slesar

Ersatz--Henry Slesar

Había mil seiscientas Estaciones de Paz erigidas en el octavo año del conflicto, la contribución de los pocos civiles que quedaban aún en el continente americano; mil seiscientos refugios a prueba de radiaciones donde el combatiente itinerante podía hallar comida, bebida y descanso. Sin embargo, en cinco agotadores meses de vagabundear por las áridas regiones de Utah, Colorado y Nuevo México, el sargento Tod Halstead había perdido toda esperanza de encontrar alguna. En su armadura de aluminio forrada de plomo, parecía una máquina de guerra perfectamente acondicionada, pero la carne dentro del resplandeciente alojamiento era débil y estaba sucia, cansada y solitaria, en su monótona tarea de buscar un camarada o encontrar un enemigo a quien matar.

Era un Portacohetes de tercera clase, significando el rango que su tarea consistía en ser una rampa de lanzamiento humana para los cuatro cohetes con cabeza de hidrógeno que llevaba sujetos a la espalda, cohetes que debían ser puestos en ignición por un Portacohetes de segunda clase, siguiendo las órdenes y la cuenta atrás de un Portacohetes de primera clase. Tod había perdido los otros dos tercios de su unidad hacía meses; uno de ellos se había echado a reír de pronto y se había clavado su propia bayoneta en la garganta; el otro había sido muerto de un disparo por la esposa sexagenaria de un granjero, la cual se resistía a sus desesperados avances amorosos.

Luego, a primera hora de la mañana, tras asegurarse de que el resplandor que surgía por el este era el sol y no el fuego atómico del enemigo, echó a andar por una polvorienta carretera y vio más allá de las oscilantes oleadas de calor un edificio cuadrado blanco situado en medio de un bosquecillo de desnudos árboles grises. Avanzó tambaleante, y supo que no era un espejismo del desierto creado por el hombre, sino una Estación de Paz. En la puerta, un hombre de pelo blanco con rostro de Papá Noel le hizo una seña, le sonrió y le ayudó a entrar.

—Gracias a Dios —dijo Tod, dejándose caer en una silla—. Gracias a Dios. Ya casi había renunciado...

El jovial viejo le palmeó las manos, y dos muchachos de revuelto pelo entraron corriendo en la habitación. Como empleados de una estación de servicio, se afanaron en torno a él, quitándole el casco, las botas, soltando sus armas. Le abanicaron, masajearon las muñecas, aplicaron una loción refrescante a su frente; pocos minutos más tarde, con los ojos cerrados y sintiendo aproximarse el sueño, fue consciente de una mano suave en su mejilla, y cuando se despertó descubrió que su barba de meses había desaparecido.

—Ya está —dijo el director de la estación, frotándose satisfecho las manos—. ¿Se siente mejor, soldado?

—Mucho mejor —dijo Tod, mirando a su alrededor la desnuda pero confortable habitación—. ¿Cómo va la guerra para usted, civil?

—Muy dura —dijo el hombre, perdiendo su jovialidad—. Sin embargo, hacemos todo lo que podemos, sirviendo a los luchadores del mejor modo posible. Pero relájese, soldado; pronto le traerán comida y bebida. No será nada especial; nuestras provisiones de ersatz están muy bajas. Hay un nuevo buey químico que hemos estado guardando; se lo daremos. Creo que está hecho a base de corteza de árbol, pero su sabor no es tan malo como todo eso.

—¿Tiene usted cigarrillos? —dijo Tod. El otro extrajo un cilindro amarronado.

—También ersatz, me temo; fibras de madera tratadas. Pero arde, al fin y al cabo.

Tod lo encendió. El humo acre ardió en su garganta y pulmones; tosió, y lo apagó.

—Lo siento —dijo el director de la estación tristemente—. Es lo mejor que tenemos. Todo, todo es ersatz; nuestros cigarrillos, nuestra comida, nuestra bebida...; la guerra es dura para todos.

Tod suspiró y se reclinó. Cuando la mujer surgió por la puerta, llevando una bandeja, se irguió en su asiento y sus ojos se clavaron primero en la comida. Ni siquiera se dio cuenta de lo hermosa que era, cómo sus ropas casi transparentes y hechas harapos moldeaban sus pechos y caderas. Cuando se inclinó hacia él, tendiéndole un humeante tazón de un guiso de extraño olor, su rubio pelo cayó hacia delante y rozó la mejilla del hombre. Él alzó la vista y sus ojos se encontraron; la joven bajó tímidamente la mirada.

—Te sentirás mejor después de esto —dijo con voz ronca, e hizo un movimiento con su cuerpo que apagó su hambre por la comida, despertando otro tipo de apetito. Hacía cuatro años desde la última vez que había visto a una mujer como aquélla. La guerra se las había llevado las primeras, con las bombas y el polvo radiactivo, a todas las mujeres jóvenes que se habían quedado detrás mientras los hombres escapaban a la comparativamente relativa seguridad de la batalla. Sorbió el guiso y lo halló detestable, pero lo apuró hasta el final. El buey hecho de madera era duro y fibroso; no obstante, era mejor que las raciones enlatadas a las que se había acostumbrado. El pan sabía a algas, pero lo untó con una especie de margarina y lo masticó a grandes bocados.

—Estoy cansado —dijo finalmente—. Me gustaría dormir.

—Sí, por supuesto —dijo el director de la Estación de Paz—. Por aquí, soldado, venga por aquí.

Lo siguió hasta una pequeña habitación sin ventanas, cuyo único mobiliario era un oxidado camastro de metal. El sargento se dejó caer blandamente sobre el colchón, y el director de la estación cerró con suavidad la puerta tras él. Sin embargo, Tod sabía que no iba a poder dormir, pese a su estómago saciado. Su mente estaba demasiado llena, su sangre corría demasiado aprisa por sus venas, y el ansia de mujer crispaba todo su cuerpo.

La puerta se abrió y ella entró.

No dijo nada. Se dirigió hacia el camastro y se sentó junto a él. Se inclinó y le besó en la boca.

—Mi nombre es Eleanora —susurró, y él la abrazó ansiosamente—. No, espera —dijo, soltándose de su abrazo.

Se alzó del camastro y se dirigió hacia el rincón.

Él la contempló mientras se desprendía de sus ropas. El rubio cabello se deslizó hacia un lado cuando se sacó el vestido por encima de la cabeza, y los bucles cayeron en un ángulo imposible sobre su frente. Dejó escapar una risita, y se ajustó de nuevo la peluca. Luego se llevó las manos atrás y soltó el sujetador; cayó al suelo, revelando un plano y velludo pecho. Iba a quitarse el resto de la ropa interior cuando el sargento empezó a gritar y echó a correr hacia la puerta; ella se alzó, le tendió los brazos y croó palabras de amor y súplica. Él golpeó a la criatura con todas sus fuerzas, y ella cayó al suelo, sollozando amargamente, su falda a medio camino de sus musculosas y peludas piernas. El sargento no se detuvo a recuperar su armadura y sus armas: salió de la Estación de Paz al brumoso desierto, donde la muerte aguardaba al desarmado y al desesperado.

miércoles, 23 de abril de 2008

No solo de Mafalda vive el Quino.


Ultimamente estoy muy rebelde (Casi tanto como el señor este).


miércoles, 16 de abril de 2008

El fin-Jorge Luis Borges

EL FIN

Por JORGE L. BORGES

Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente…

Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aun quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercio de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de la novelas concluímos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.

Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no cantaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.

La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete, que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:

—Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.

El otro, con voz áspera, replicó:

—Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido.

Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

—Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.

El otro explicó sin apuro:

—Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos.

Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.

—Ya me hice cargo —dijo el negro—. Espero que los dejó con salud.

El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.

—Les di buenos consejos —declaró—, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.

Un lento acorde precedió la respuesta de negro:

—Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

—Por lo menos a mí —dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta—: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.

El negro, como si no lo oyera, observó:

—Con el otoño se van acortando los días.

—Con la luz que queda me basta —replicó el otro, poniéndose de pie.

Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:

—Dejá en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

—Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.

El otro contestó con seriedad:

—En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.

Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:

—Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano.

Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.

Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música… Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó. Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.

domingo, 6 de abril de 2008

La maldición que cayó sobre Sarnath-H.P.Lovecraft

H. P. Lovecraft-La maldición que cayó sobre Sarnath.

Existe en la tierra de Mnar un lago vasto de aguas tranquilas al que ningún río alimenta y del cual tampoco fluye río alguno. En sus orillas se alzaba, hace diez mil años, la poderosa ciudad de Sarnath, mas hoy ya no existe allí ciudad alguna.

Se dice que, en un tiempo inmemorial, cuando el mundo era joven y ni aun los hombres de Sarnath habían llegado a la tierra de Mnar, a la orilla de aquel lago se alzaba otra ciudad: la ciudad de Ib, construida en piedra gris, que era tan antigua como el propio lago y estaba habitada por seres que no resultaba agradable contemplar. Muy extraños y deformes eran tales seres, cual corresponde en verdad a seres pertenecientes a un mundo apenas esbozado, aún sólo toscamente empezado a modelar. En los cilindros de arcilla de Kadatheron está escrito que los habitantes de Ib eran, por su color, tan verdes como el lago y las nieblas que de él se elevan; que poseían abultados ojos y labios gruesos y blandos y extrañas orejas y que carecían de voz. También está escrito que procedían de la luna, de la que habían descendido una noche a bordo de una gran niebla, junto con el lago vasto de aguas tranquilas y la propia ciudad de Ib, construida en piedra gris. Cierto es, en todo caso, que adoraban un ídolo, tallado en piedra verdemar, que representaba a Bokrug, el gran saurio acuático, ante el cual celebraban danzas horribles cuando la luna gibosa mostraba su doble cuerno. Y escrito está en el papiro de Ilarnek que un día descubrieron el fuego y que desde aquel día encendieron hogueras para mayor esplendor de sus ceremoniales. Pero no hay mucho más escrito sobre estos seres, pues pertenecieron a épocas muy remotas y el hombre es joven y apenas conoce nada de quienes vivieron en los tiempos primigenios.

Al cabo de muchos milenios, de eras incontables, llegaron los hombres a la tierra de Mnar. Eran pueblos pastores, de tez oscura, que llegaron con sus ganados y construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron en las riberas del tortuoso río Ai. Y ciertas tribus, más osadas que las otras, llegaron hasta las orillas del lago y construyeron Sarnath en un lugar donde la tierra estaba preñada de metales preciosos.

No lejos de Ib, la ciudad gris, colocaron estas tribus nómadas las primeras piedras de Sarnath, y grande fue su asombro a la vista de los extraños habitantes de Ib. Mas a su asombro se mezclaba el odio, pues, a su juicio, no era deseable que seres de aspecto semejante convivieran, sobre todo al anochecer, con el mundo de los hombres. Tampoco les agradaron las extrañas figuras esculpidas en los grises monolitos de Ib, pues nadie podía explicar cómo habían pervivido tales esculturas hasta la aparición del hombre, a no ser porque la tierra de Mnar era como un remanso de paz y se hallaba muy a trasmano de las demás tierras, tanto de las tierras reales como del país de los sueños.

A medida que los hombres de Sarnath iban conociendo mejor a los seres de Ib, su odio iba en aumento, y a ello no dejó de contribuir el descubrimiento de que estos seres eran débiles, y blandos sus cuerpos al contacto con piedras o flechas. Así, pues, un día, los jóvenes guerreros, los honderos y los lanceros y los arqueros marcharon sobre Ib y mataron a todos sus habitantes, arrojando sus extraños cuerpos al lago con ayuda de largas lanzas, va que prefirieron no tocarlos. Y como tampoco les agradaban los grises monolitos esculpidos de Ib, también los arrojaron al lago, aunque no sin antes maravillarse del inmenso trabajo que habría debido costar el acarreo de las piedras con que estaban construidos, ya que éstas sin duda procedían de regiones remotas, pues en la tierra de Mnar y en países adyacentes no existía piedra alguna que se pareciese a ella.

Así, pues, nada quedó de la antiquísima ciudad de Ib, excepto el ídolo, tallado en piedra verdemar, que representaba a Bokrug, el saurio acuático, el cual fue llevado a Sarnath por los jóvenes guerreros, como símbolo de su victoria sobre los arcaicos dioses y habitantes de Ib y como señal también de hegemonía sobre toda le tierra de Mnar. Mas en la noche que siguió al día en que había sido instalado en el templo, algo terrible debió suceder, pues sobre el lago se vieron luces fantásticas y, por la mañana, notaron las gentes que el ídolo no estaba en el templo y que el sumo sacerdote Taran-Ish yacía muerto, como fulminado por un terror indecible, y, antes de morir, Taran-Ish había trazado con mano insegura, sobre el altar de crisolita, el signo de MALDICION.

Después de Taran-Ish se sucedieron en Sarnath muchos sumos sacerdotes, mas nunca volvió a encontrarse el ídolo de piedra. Y pasaron muchos siglos, en el curso de los cuales Sarnath se convirtió en una ciudad extraordinariamente próspera, hasta el punto de que, excepto los sacerdotes y las viejas, todos olvidaron el signo que Taran-Ish había trazado en el altar de crisolita. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek se creó una ruta de caravanas, y los metales preciosos de la tierra fueron canjeados por otros metales y por exquisitas vestiduras y por joyas y por libros y por herramientas para los orfebres y por todos los lujosos artificios de los pueblos que habitaban en las riberas del tortuoso río Ai y aun más allá. Y así creció Sarnath, poderosa y sabia y bella, y envió ejércitos invasores que sojuzgaron las ciudades vecinas; y, por fin, en el trono de Sarnath se sentaron reyes que gobernaban toda la tierra de Mnar y muchos países adyacentes.

Maravilla del mundo y orgullo de la humanidad era Sarnath la magnífica. Sus murallas eran de mármol pulido de las canteras del desierto y su altura era de trescientos codos y su anchura de setenta y cinco, de tal modo que, por el camino de ronda, podían pasar dos carretas a la vez. Su longitud era de quinientos estadios y rodeaban la ciudad excepto por la parte del lago, donde había un dique de piedra gris contra el que se estrellaban las extrañas olas que se alzaban una vez al año, durante la ceremonia que conmemoraba la destrucción de Ib. Tenía Sarnath cincuenta calles, que iban del lago a las puertas de las caravanas, y otras cincuenta más que iban en dirección perpendicular a aquéllas. De ónice estaban pavimentadas todas, excepto las que eran vía de paso para caballos, camellos y elefantes, estando éstas empedradas con losas de granito. Y las puertas de Sarnath eran tantas como calles llegaban a sus murallas, y todas eran de bronce y estaban flanqueadas por estatuas de leones y elefantes esculpidos en una piedra que hoy desconocen ya los hombres. Las casas de Sarnath eran de ladrillo vidriado y de calcedonia y todas tenían un jardín amurallado y un estanque cristalino. Con extraño arte estaban construidas, pues ninguna otra ciudad tenía casas como las suyas; y los viajeros que llegaban de Thraa y de Ilarnek y de Kadatheron se maravillaban al contemplar las cúpulas resplandecientes que las coronaban.

Pero aún más maravillosos eran los palacios y los templos y los jardines construidos por Zokkar, rey de tiempos remotos. Había muchos palacios, el último de los cuales era más grande que cualquiera de los de Thraa, Ilarnek o Kadatheron. Tan altos eran sus techos que, a veces, los visitantes imaginaban hallarse bajo la bóveda del mismo cielo; sin embargo, cuando encendían sus lámparas alimentadas con aceites de Dother, las paredes mostraban vastas pinturas que representaban reyes y ejércitos de tal esplendor que quien las contemplaba sentía asombro y pavor a la vez. Muchos eran los pilares de los palacios, todos de mármol veteado y cubiertos de bajorrelieves de insuperable belleza. Y en la mayor parte de los palacios, los suelos eran mosaicos de berilio y lapislázuli y sardónice y carbunclo y otros materiales preciosos, dispuestos con tanto arte que el visitante a veces creía caminar sobre macizos de las flores más raras. Y había asimismo fuentes que arrojaban agua perfumada en surtidores instalados con sorprendente habilidad. Mas superior a todos los demás era el palacio de los Reyes de Mnar y países adyacentes. El trono descansaba sobre dos leones de oro macizo y estaba situado tan alto que, para llegar a él, era preciso subir una escalinata de muchos peldaños. Y el trono estaba tallado en una sola pieza de marfil y ya no vive hombre que sepa explicar de dónde procedía pieza de tal tamaño. En aquel palacio había también muchas galerías y muchos anfiteatros donde leones, hombres y elefantes combatían para solaz de los reyes. A veces, los anfiteatros eran inundados con aguas traídas del lago mediante poderosos acueductos y entonces se celebraban allí justas acuáticas o combates entre nadadores y mortíferas bestias del mar.

Altivos y asombrosos eran los diecisiete templos de Sarnath, construidos en forma de torre con piedras brillantes y policromas desconocidas en otras regiones. Mil codos de altura medía el mayor de todos, donde residía el sumo sacerdote, rodeado de un boato apenas superado por el del propio rey. En la planta baja había salas tan vastas y espléndidas como las de los palacios; en ellas se agolpaban las multitudes que venían a adorar a Zo-Kalar y a Tamash y a Lobon, dioses principales de Sarnath, cuyos altares, envueltos en nubes de incienso, eran como tronos de monarcas. Las imágenes de Zo-Kalar, de Tamash y de Lobon tampoco eran como las de otros dioses, pues tal era su apariencia de vida que cualquiera habría jurado que eran los propios dioses augustos, de rostros barbados, quienes se sentaban en los tronos de marfil. Y por interminables escaleras de circonio se llegaba a la más alta cámara de la torre más alta, desde la cual los sacerdotes contemplaban, de día, la ciudad y las llanuras y el lago que se extendía a sus pies y, de noche, la luna críptica y los planetas y estrellas, llenos de significado, y sus reflejos en el lago. Allí se celebraba un rito, arcaico y muy secreto, en execración de Bokrug, el saurio acuático, y allí se conservaba el altar de crisolita con el signo de Maldición trazado por Taran-Ish.

Maravillosos asimismo eran los jardines plantados por Zokkar, rey de tiempos remotos. Se hallaban situados en el centro de Sarnath, ocupando gran extensión de terreno, y estaban rodeados por una elevada muralla. Se hallaban protegidos por una inmensa cúpula de cristal, a través de la cual brillaban el sol, la luna y los planetas cuando el tiempo era claro, y de la cual pendían imágenes refulgentes del sol, de la luna, de las estrellas y de los planetas cuando el tiempo no era claro. En verano, los jardines eran refrigerados mediante una fresca brisa perfumada producida por grandes aspas ingeniosamente concebidas, y en invierno eran caldeados mediante fuegos ocultos, de tal modo que en aquellos jardines siempre era primavera. Entre prados verdes y macizos multicolores corrían numerosos riachuelos de lecho pedregoso y brillante, cruzados por muchos puentes. Muchas eran también las cascadas que interrumpían su plácido curso y muchos los estanques, rodeados de lirios, en que sus aguas se remansaban. Sobre la superficie de arroyos y remansos se deslizaban blancos cisnes, mientras pájaros raros cantaban en armonía con la música del agua. Sus verdes orillas se elevaban formando terrazas geométricas, adornadas aquí y allá con rotondas y emparrados florecidos, con bancos y sitiales de pórfido y mármol. Y también había profusión de templetes y santuarios donde reposar o donde rezar, mas sólo a los dioses menores.

Todos los años se celebraba en Sarnath una fiesta que conmemoraba la destrucción de Ib, durante la cual abundaban vino, canciones, danzas y juegos de todas clases. Rendíanse también honores a las sombras de los que habían aniquilado a los extraños seres primordiales, y el recuerdo de tales seres y de sus dioses arcaicos se convertía en objeto de mofa por parte de danzantes y vihuelistas coronados con rosas de los jardines de Zokkar. Y los reyes contemplaban las aguas del lago y maldecían los huesos de los muertos que yacían bajo su superficie.

Grandiosa, más allá de todo cuanto pueda imaginarse, fue la fiesta con que se celebró el milenario de la destrucción de Ib. Más de un decenio llevaba hablándose de ella en la tierra de Mnar y, cuando se aproximó la fecha, llegaron a Sarnath, a tomos de caballos, camellos y elefantes, los hombres de Thraa, de Ilarnek, de Kadatheron y de todas las ciudades de Mnar y de los países que se extendían más allá de sus fronteras. Cuando llegó la noche señalada, ante las murallas de mármol se alzaban ricos pabellones de príncipes y sencillas tiendas de viajeros. En el salón de banquetes, Nargis-Hei, el monarca, se embriagaba, reclinado, con vinos antiguos procedentes del saqueo de las bodegas de Pnoth, y a su alrededor comían y bebían los nobles y afanábanse los esclavos. En aquel banquete se habían consumido manjares raros y delicados: pavos reales de las lejanas colinas de Implan, talones de camello del desierto de Bnaz, nueces y especias de Sydathria y perlas de Mtal disueltas en vinagre de Thraa. De salsas hubo número incontable, preparadas por los más sutiles cocineros de todo Mnar y gratas al paladar de los invitados más exigentes. Mas, de todas las viandas, eran las más preciadas los grandes peces del lago, de gran tamaño todos, que se servían en bandejas de oro incrustadas con rubíes y diamantes.

Mientras en el palacio, el rey y los nobles celebraban el banquete y contemplaban con impaciencia la vianda principal, que aún les aguardaba, aunque servida ya en las bandejas de oro, otros comían y festejaban en el exterior. En la torre del gran templo, los sacerdotes celebraban la fiesta con algazara y, en los pabellones plantados fuera del recinto amurallado de la ciudad, reían y cantaban los príncipes de las tierras vecinas. Y fue el sumo sacerdote Gnai-Kah el primero en observar las sombras que descendían al lago desde el doble cuerno de la luna gibosa y las infames nieblas verdes que a su encuentro se alzaban del lago, envolviendo en brumas siniestras torres y cúpulas de Sarnath, cuyo destino ya había sido señalado. Luego, los que se hallaban en las torres y fuera del recinto amurallado contemplaron extrañas luces en las aguas y vieron que Akurión, la gran roca gris que se alzaba en la orilla a gran altura sobre ellas, se hallaba ahora casi sumergida. Y el miedo cundió, rápido aunque vago, de tal modo que los príncipes de Ilarnek y de la lejana Rokol desmontaron y plegaron sus pabellones y partieron veloces, aunque apenas sin saber por qué.

Luego, próxima ya la medianoche, abriéronse de golpe todas las puertas de bronce de Sarnath y por ellas salió una multitud enloquecida que se extendió, como una ola negra, por la llanura, de tal modo que todos los visitantes, príncipes o viajeros, huyeron empavorecidos. Pues en los rostros de esta multitud se leía la locura nacida de un horror insoportable, y sus lenguas articulaban palabras tan atroces que ninguno de los que las escucharon se detuvo a comprobar sin eran verdad. Algunos hombres de mirada alucinada por el pánico gritaban a los cuatro vientos lo que habían visto a través de los ventanales del salón de banquetes del rey, donde, según decían, ya no se hallaban Nargis-Hei ni sus nobles ni sus esclavos, sino una horda de indescriptibles criaturas verdes, de ojos protuberantes, labios fláccidos y extrañas orejas y carentes de voz; y estos seres danzaban con horribles contorsiones, portando en sus zarpas bandejas de oro y pedrería de las que se elevaban llamas de un fuego desconocido. Y en su huida de la ciudad maldita de Sarnath a tomos de caballos, camellos y elefantes, los príncipes y los viajeros volvieron la mirada hacia atrás y vieron que el lago continuaba engendrando nieblas y que Akurión, la gran roca gris, estaba casi sumergida. A través de toda la tierra de Mnar y países adyacentes se extendieron los relatos de los que habían logrado huir de Sarnath y las caravanas nunca más volvieron a poner rumbo a la ciudad maldita ni codiciaron ya sus metales preciosos. Mucho tiempo transcurrió antes de que viajero alguno se encaminase a ella, y aún entonces sólo se atrevieron a ir los jóvenes valerosos y aventureros, de cabellos rubios y ojos azules, que ningún parentesco tenían con los pueblos de Mnar. Cierto que estos hombres llegaron al lago impulsados por el deseo de contemplar Sarnath, mas, aunque vieron el lago vasto de aguas tranquilas y la gran roca Akurión, que se elevaba en la orilla a gran altura sobre ellas, no les fue dado contemplar la maravilla del mundo y orgullo de la humanidad. Donde antaño se habían levantado murallas de trescientos codos y torres aún más altas ahora tan sólo se extendían riberas pantanosas y donde antaño habían vivido cincuenta millones de hombres ahora tan sólo se arrastraba el abominable reptil de agua. No quedaban ni aun las minas de metales preciosos. La MALDICION había caído sobre Sarnath.

Mas, semienterrado entre los juncos, percibieron un curioso ídolo de piedra verdemar, un ídolo antiquísimo que representaba a Bokrug, el gran saurio acuático. Este ídolo, transportado más adelante al gran templo de Ilarnek, fue adorado en toda la tierra de Mnar siempre que el doble cuerno de la luna gibosa se alzaba en el cielo.