sábado, 29 de marzo de 2008

viernes, 21 de marzo de 2008

This is hardcore-Pulp

La música que escucha Fix , un exquisito, si los hay. Yo no entendí mucho( las letras del Reggaeton son más sencillas y del pueblo. ¡Me gusta la gasolina, dame más gasolina!). La letra en español está sacada de la red; si le quiere corregir algo, que avise y lo edito. Yo de inglés, nothing.

Eres hardcore, tú me haces duro.
nombras el drama y jugaré la partición.
se parece que te vi en un cierto sueño mojado adolescente.
tengo gusto de tu montaje si sabes lo que significo.
lo deseo malo.
ahora lo deseo.
el oh no puede tú verme es listo ahora.
he visto todos los cuadros, yo los he estudiado por siempre.
deseo hacer una película así que nos dejo estrella en ella juntos.
no hacer un movimiento 'hasta que digo la “acción.”
el oh aquí viene la vida del hardcore.
poner tu dinero donde está esta noche tu boca.
dejar tu maquillaje encendido y me iré en la luz.
viene aquí el bebé y habla en el mic.
oh ahora te oigo sí.
va a ser un infierno de una noche.
no puedes ser un espectador. no del oh.
conseguiste tomar estos sueños y hacerlos enteros
el oh esto es hardcore -
no hay parte posteriora de la manera para ti.
el oh esto es hardcore -
éste es yo encima de ti
y no puedo creer que me tomó este largo.
que me tomó este largo.
éste es el ojo de la tormenta.
es lo que pagan los hombres en impermeables manchados
pero en aquí él es puro. sí.
éste es el extremo de la línea.
he visto el storyline jugado hacia fuera tan muchas veces antes.
oh que entra allí.
entonces eso entra allí.
entonces eso entra allí.
entonces eso entra allí.
y entonces encima.
oh, un qué infierno de una demostración
pero qué deseo saber:
¿qué haces exactamente para una repetición?
lechuga romana esto es hardcore.


jueves, 20 de marzo de 2008

Dagon- H.P Lovecraft

 

Dagon

H. P. Lovecraft

Escribo esto bajo una fuerte tensión rnental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayáis leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá os hagáis idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur de¡ ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacto una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificabas que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril Inmensa ‘dad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, saando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día, caminé constantemente en dirección oeste, guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes de que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. Y a la luz de la luna, comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto corno a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres ... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de al,-una tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes de que naciese el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, el ser surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco americano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y le divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

Es de noche especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina; pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una vision monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemónium.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

lunes, 10 de marzo de 2008

El dia siguiente a la llegada de los marcianos-<Frederik Pohl

El dia siguiente a la llegada de los marcianos-Frederik Pohl

Había dos camas plegables en cada habitación del motel, además del habitual número de camas, y el señor Mándala, el gerente, había convertido la parte trasera del vestíbulo de entrada en un dormitorio para hombres. Sin embargo, no se sentía satisfecho, y estaba intentando persuadir a sus botones de color para que limpiaran la sala de equipajes y pusieran camas en ella también.

—Por favor, señor Mándala —dijo el capitán de los botones, gritando fuerte por encima del ruido del vestíbulo—, usted sabe que lo haríamos si pudiéramos. Pero no podemos, primero porque no tenemos ningún otro lugar donde colocar esos viejos aparatos de televisión que usted desea guardar, y segundo porque no tenemos más camas plegables.

—Estás discutiendo conmigo, Ernest. Te dije que no discutieras conmigo —dijo el señor Mándala.

Tamborileó con sus dedos sobre el mostrador de recepción y miró irritado a su alrededor en el vestíbulo. Al menos había cuarenta personas en él, hablando, jugando a las cartas y dormitando. El aparato de televisión murmuraba algo mientras ofrecía un montaje de cintas de la NASA, y en la pantalla el señor Mándala pudo ver la imagen de uno de los marcianos mirando a la cámara con sus grandes, gelatinosos y lagrimeantes ojos.

—Ya basta —ordenó el señor Mándala, volviéndose a tiempo para ver a su botones mirando también a la pantalla—. No te pago para que veas la televisión. Ve a ver si puedes ayudar en la cocina.

—Hemos estado en la cocina, señor Mándala. No nos necesitan.

—¡Ve donde te digo que vayas, Ernest! Tú también, Berzie. Los observó salir por la puerta de servicio, y deseó poder librarse tan fácilmente de algunos de los que llenaban el vestíbulo.

Ocupaban todos los asientos, y los sobrantes ocupaban los brazos de los sillones, o se apoyaban contra las paredes y las mesas del bar, que llevaba dos horas cerrado de acuerdo con la ley. Según los libros de registro, todos ellos pertenecían a periódicos, agencias de prensa, cadenas de radio y televisión y cosas así, y aguardaban para dirigirse por la mañana a cubrir la información en Cabo Kennedy. El señor Mándala deseaba con impaciencia que llegara la mañana. No le gustaba tanta gente reunida en su vestíbulo, especialmente teniendo en cuenta el hecho de que estaba casi seguro de que la mayoría de ellos ni siquiera eran clientes del motel.

En la pantalla de televisión un montaje hecho apresuradamente estaba mostrando ahora el regreso de la sonda espacial Algonquino Nueve enviada a Marte, pero nadie la estaba mirando. Era la tercera vez que aquella cinta en particular había sido repetida desde medianoche, y todo el mundo la había visto al menos una vez; pero cuando cambió a otra imagen de uno de los marcianos, parecido a un perro pachón triste con largas aletas de foca como miembros, uno de los jugadores de póquer se desperezó y dijo:

—¡Sé un chiste de marcianos! ¿Por qué un marciano no nada en el océano Atlántico?

—Tú sabrás —dijo el que tenía la banca.

—Porque dejaría un anillo a su alrededor —dijo el periodista, recogiendo sus cartas.

Nadie rió, ni siquiera el señor Mándala, aunque algunos de los chistes habían sido francamente buenos. Todo el mundo empezaba a sentirse un poco cansado de ellos, o quizá simplemente cansado.

El señor Mándala se había perdido la primera excitación sobre los marcianos, porque había estado durmiendo. Cuando el gerente de día le telefoneó, despertándole, el señor Mándala había pensado al principio que se trataba de una broma y, luego, que su compañero de día estaba loco; después de todo, ¿a quién le preocupaba que la sonda marciana hubiera traído de vuelta algún tipo de animales, o aunque no fueran exactamente animales? Cuando vio la gran cantidad de reservas que estaban llegando por el teletipo se dio cuenta de que en realidad a algunas personas sí les interesaba. Sin embargo, el señor Mándala no se tomaba excesivo interés en cosas como aquélla. Estaba bien que hubieran llegado los marcianos, puesto que habían hecho que su motel se llenara, así como todos los demás moteles en un radio de un centenar de kilómetros de Cabo Kennedy, pero cuando uno había dicho eso ya había dicho todo lo que podía interesar al señor Mándala sobre los marcianos.

En la pantalla de televisión la imagen se oscureció y fue reemplazada por el rótulo Boletín informativo de la NBC. El juego de póquer se detuvo momentáneamente.

El vestíbulo se mantuvo casi en silencio mientras un invisible locutor leía un nuevo comunicado de la NASA.

—El doctor Hugo Bache, el veterinario de Fort Worth, Texas, que llegó a última hora de esta tarde para examinar a los marcianos en el centro de recepción de la base Patrik de las Fuerzas Aéreas, ha emitido un informe preliminar que acaba de sernos transmitido por el coronel Eric T. «Happy» Wingerter, hablando en nombre de la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio.

Un tipo de una agencia de prensa aulló:

—¡Subid el sonido!

Hubo un movimiento convulsivo en torno al aparato. El sonido desapareció por completo durante un momento; luego restalló:

—... los marcianos son vertebrados, de sangre caliente y aparentemente mamíferos. Un examen superficial indica un nivel bajo generalizado del metabolismo, aunque el doctor Bache afirma que es posible que eso sea en buena parte el resultado de su difícil y confinado viaje a lo largo de doscientos veinte millones de kilómetros por el espacio en la cámara de especímenes de la espacionave Algonquino Nueve. No hay, repito, no hay evidencia de enfermedades contagiosas, aunque las normales precauciones de esterilización han sido...

—Está diciendo tonterías —gritó alguien, probablemente un corresponsal de la CBS—. Walter Cronkite ha entrevistado en la Clínica Mayo a uno que...

—¡Cállate! —rugieron una docena de voces, y la televisión se hizo audible de nuevo:

—... completa el texto del informe del doctor Hugo Bache tal como nos ha sido comunicado hace un momento por el coronel Happy Wingerter.

Hubo una pausa; luego la voz del locutor, cansada pero animosa, reanudó el hilo y prosiguió su recapitulación de los anteriores comunicados. La partida de poker prosiguió mientras el locutor iba describiendo la conferencia de prensa del doctor Sam Sullivan, del Instituto de Lingüística de la Universidad de Indiana, y sus conclusiones de que los sonidos emitidos por los marcianos eran sin lugar a dudas alguna especie de lenguaje.

Qué tontería, pensó el señor Mándala, que se caía de sueño. Cogió un taburete y se sentó, sintiendo que los ojos se le cerraban.

Luego el ruido de unas risas lo despertó, y se alzó con aire beligerante. Hizo sonar su campanilla para llamar la atención.

—¡Caballeros! ¡Señoras! ¡Por favor! —gritó—. Son las cuatro de la madrugada. Nuestros otros huéspedes están intentando dormir.

—Oh, sí, claro —dijo el hombre de la CBS, alzando impaciente una mano—. Pero espere un momento. Tengo uno muy bueno. 6Qué es un rascacielos marciano? ¿Lo captan?

—Oh, dilo ya —murmuró una pelirroja de Life.

¡Veintisiete pisos de apartamentos subterráneos!

—De acuerdo —dijo la chica—, yo también tengo uno. 6Cuál es la prohibición religiosa que impide a las mujeres marcianas mantener los ojos abiertos mientras hacen el amor? —Aguardó a que alguien dijera algo—. ¡Dios les prohibe ver a sus maridos pasando un buen rato!

—¿Estamos jugando al póquer o no? —gruñó uno de los jugadores, pero eran demasiados para él.

—¿Quién ganó el concurso de belleza marciano?... ¡Nadie!

—¿Cómo conseguir que una mujer marciana renuncie al sexo?.. . ¡Casándose con ella!

El señor Mándala se echó a reír fuertemente ante aquél, y cuando uno de los periodistas se le acercó y le pidió una caja de cerillas, se la dio.

—Gracias —dijo el hombre, encendiendo su pipa—. Una larga noche, 6eh?

—Y que lo diga —respondió el señor Mándala jovialmente.

En la pantalla de televisión estaban pasando de nuevo la cinta, por cuarta vez. El señor Mándala bostezó, mirándola con ojos vacuos; no había mucho que ver, realmente, pero aquello era todo lo que la gente había visto y probablemente vería de los marcianos. Todos aquellos periodistas, cámaras, columnistas e ingenieros de sonido, pensó el señor Mándala con placer, que aguardaban allí desde las diez de la mañana para conseguir información en Cabo Kennedy, efectuarían un viaje de sesenta kilómetros entre los pantanos de palmitos para nada. Porque todo lo que verían cuando llegaran allí sería exactamente lo mismo que estaban' viendo ahora.

Uno de los jugadores de póquer estaba contando una larga y complicada historia sobre marcianos que llevaban abrigos de pieles en Miami Beach. El señor Mándala miró al grupo con disgusto. Si al menos algunos de ellos se fueran a sus habitaciones a dormir un poco podría intentar preguntar a los otros si estaban registrados en el motel. Aunque de todos modos no podía admitir realmente a nadie más, pues todas las habitaciones estaban ocupadas al doble de su capacidad. Rechazó el pensamiento y miró con aire ausente a los marcianos en la pantalla, intentando imaginar a toda la gente del mundo mirando aquella misma imagen en sus aparatos de televisión, leyendo sobre ellos en sus periódicos, interesándose por ellos. No parecían en absoluto dignos de que nadie se interesara por ellos, arrastrándose de aquel modo sobre sus largas y débiles piernas, parecidas a alargadas aletas de foca, jadeando fuertemente bajo el tirón de la gravedad terrestre y mirándolo todo con sus grandes ojos vacuos.

—Parecen más bien estúpidos —dijo uno de los periodistas al fumador de pipa—. ¿Sabes lo que he oído decir? Que la razón por la que los astronautas los mantuvieron encerrados a la vuelta es porque hieden.

—Es probable que ellos no lo noten en Marte —dijo juiciosamente el fumador de pipa—. El aire es más tenue, ¿sabes?

—¿Que no lo noten? Lo adoran. —Echó un billete de un dólar sobre el mostrador ante el señor Mándala—. ¿Tiene usted cambio para la máquina de Coca-Cola?

El señor Mándala contó en silencio diez monedas de diez centavos. No se le había ocurrido pensar que los marcianos pudieran oler mal, pero sólo porque no había pensado en ello. Si lo hubiera hecho, probablemente se le habría ocurrido también.

El señor Mándala tomó otra moneda de diez centavos para él y siguió a los dos hombres hacia la máquina de Coca-Cola. La imagen en la pantalla de televisión cambió para mostrar algunas fotos más bien imprecisas, tomadas por los astronautas, mostrando unos bajos e irregulares edificios color arena sobre un suelo de arena resplandeciente. Eso era lo que la NASA llamaba «la mayor ciudad marciana», compuesta aproximadamente de un centenar de aquellas estructuras bajas y sin ventanas.

—No sé... —dijo finalmente el segundo periodista, llevándose su botella de Coca-Cola a los labios—. ¿Crees que son lo que tú llamarías inteligentes?

—Es difícil decirlo exactamente —dijo el fumador de pipa. Pertenecía a la Reuter y lo parecía, con su rojiza y ancha cara inglesa—. Construyen casas —observó.

—Los gorilas también.

—Sin duda, sin duda —murmuró el hombre de la Reuter. Su rostro se iluminó—. Hey, espera un momento. Eso me hace pensar en uno bueno. Era..., déjame ver, en casa lo contábamos refiriéndonos a los irlandeses... Sí, ya lo tengo. La próxima espacionave llega a Marte, y descubren que alguna terrible enfermedad terrestre ha borrado del planeta a toda la raza, a toda menos una hembra. Todos eliminados. Todos desaparecidos excepto ella. Bien, se sienten terriblemente trastornados, y hay un debate en la ONU, y se firma un pacto antigenocidio, y América vota doscientos millones de dólares como reparación y, bueno, en pocas palabras, se decide que para preservar la raza se aparee a un hombre con esa hembra marciana sobreviviente.

—¡Caramba!

—Sí, así es. Bien, entonces van a buscar a Paddy O'Shaugh-nessy, que se encuentra pasando un apuro, y le dicen: «Mira, Paddy, vas a entrar en esa jaula; dentro encontrarás una buena hembra. Todo lo que tienes que hacer es dejarla preñada, ¿entiendes?» Responde O'Shaughnessy: «¿Y qué conseguiré a cambio?». Le ofrecen miles de libras. Y por supuesto acepta. Pero luego abre la puerta de la jaula y ve lo que parece aquella hembra. Y se vuelve atrás. —El hombre de la Reuter dejó su botella de Coca-Cola vacía en el estante e hizo una mueca, mostrando la expresión de repulsión de Paddy—. «Santo cielo», dice, «no creí que sería algo así». «Miles de libras, Paddy», le dicen, animándole a seguir adelante. «Oh, está bien entonces», dice él, «pero con una condición». «¿Cuál?», le preguntan. «Tenéis que prometerme que los niños serán educados en la religión católica», contesta Paddy.

—Sí, ya lo había oído —dijo el otro periodista.

Se adelantó para depositar también su botella, y al hacerlo su pie se enganchó en la estantería, y cuatro botellas de Coca-Cola vacías se estrellaron ruidosamente contra el suelo.

Aquello fue más de lo que el señor Mándala podía soportar; jadeó, tartajeó, agitó su campanilla y gritó:

—¡Ernest! ¡Berzie! ¡Venid inmediatamente! —Cuando Ernest apareció, pasando su oscura cabeza color ciruela por la puerta de servicio con una expresión que revelaba una anticipación de desastre, el señor Mándala gritó—: ¡Pandilla de cabezas de chorlito, os he dicho cien veces que mantengáis esas estanterías limpias y vacías.

Y se mantuvo de pie allí, dominando a los dos botones con su estatura, refunfuñando, mientras se agachaban sobre el caos de botellas y cristales rotos, mirándole de tanto en tanto con el rabillo del ojo, preocupados, ciruela oscura y arena árabe. Sabía que todos los periodistas lo estaban mirando y que desaprobaban su conducta.

Entonces salió al aire de la noche para tranquilizarse, porque se sentía apesadumbrado y sabía que iba a sentirse aún más apesadumbrado.

La hierba estaba húmeda. El rocío condensado goteaba de la estructura del trampolín de la piscina. El motel no estaba tan tranquilo como debería haberlo estado tan cerca del amanecer, pero estaba bastante tranquilo. Sólo se oía alguna distante y ocasional risa, y los ruidos procedentes del vestíbulo. Para el señor Mándala aquello era tranquilizador. Reconfortó su alma caminando por todas las galerías, comprobando las máquinas de cubitos y las expendedoras de cigarrillos, y encontrándolas todas en orden.

Un jet militar de McCoy aullaba en el cielo sobre su cabeza. Tras él las estrellas aún brillaban, pese al naciente amanecer allá en el este. El señor Mándala bostezó, alzó la vista cansadamente y se preguntó cuál de ellas sería Marte; luego regresó a su mostrador. Muy pronto estaría demasiado ocupado con la larga y agotadora ronda de llamadas a las habitaciones y con las comprobaciones para pensar en marcianos.

Más tarde, cuando la mayor parte de los clientes montaban ruidosamente en sus coches y camionetas, y el equipo de día estaba llegando, el señor Mándala destapó dos botellas de Coca-Cola y le llevó una a Ernest a la puerta de servicio.

—Dura noche —dijo, y Ernest, aceptando la Coca-Cola y la buena intención, asintió y bebió. Se dirigieron hacia el muro que protegía la piscina de la carretera de acceso y observaron a los periodistas de ambos sexos dirigirse hacia la carretera general y hacia su conferencia de prensa de las diez. La mayoría de ellos no habían dormido. El señor Mándala agitó la cabeza, desaprobando tanta conmoción por tan poca causa.

Ernest chasqueó los dedos, sonrió y dijo:

—Sé un chiste de marcianos, señor Mándala. ¿Cómo llamaría usted a un marciano de tres metros que avanzara hacia usted con una lanza?

—Oh, demonios, Ernest —dijo el señor Mándala—, le llamaría «señor». Todo el mundo lo sabe. —Bostezó y se estiró, y dijo reflexivamente—: Cabía pensar que sacarían algunos chistes nuevos con ellos. Todos los que he oído eran viejos, sólo que dedicados a los judíos, a los católicos y a los..., a todo el mundo; y ahora los aplican a los marcianos.

—Sí, ya me he dado cuenta de eso, señor Mándala —dijo Ernest.

El señor Mándala volvió a desperezarse.

—Será mejor que vayamos a dormir un poco —aconsejó—, porque puede que vuelvan esta noche. No sé para qué... ¿Sabes lo que pienso, Ernest? Aparte los chistes, no creo que dentro de seis meses nadie se acuerde ya de que existen los marcianos. No creo que su llegada suponga ningún cambio para nadie.

—Lamento tener que disentir, señor Mándala —dijo Ernest amablemente—, pero yo no lo creo así. Van a cambiar muchas cosas para alguna gente. De hecho, va a suponer un gran cambio para mí.

domingo, 9 de marzo de 2008

Las crónicas de Tertulania,los brujos,alguna bruja,el León Paley y ningún ropero.

El viernes 7 de Marzo,concurrí a la 36ª tertulia de la comunidad de Ciencia Ficción que organiza Sergio Gaut Vel Hartman. Estas reuniones se realizan el primer viernes de cada mes. En esta ocasión se realizó en la pizzería "León Paley", Corrientes al 2900. El motivo principal pasaba por interiorizarme de los pormenores del evento con motivo de estar organizando uno en la ciudad de Pergamino. Ya sé que acá al costadito nomás, esto ya fué informado. Lo sé, porque como supondrán, eso fué escrito por mí, pero la aparente repetición de una noticia no es tal. Para no copar de forma indebida el lugar que Sergio comanda en Yahoo grupos. (comunidadcf, pasen y vean) y de paso ver si atraigo algún lector desde allí, paso a relatar mis experiencias en el ágape en cuestión.

Comenzó la reunión a las 19.00 hs. En realidad no tiene un "comienzo" propiamente dicho, no hay palabras de bienvenida ni discurso de apertura que uno se pueda perder por llegar tarde , por parte del anfitrión. De ninguna manera debe suponerse que esto es así por falta de capacidad oratoria del señor Hartman, (tuve la oportunidad de charlar luego con él y se expresaba bastante correctamente y hasta de corrido), sino que se trata de una reunión informal, sin temario, en la que los concurrentes se presentan o son presentados, o simplemente se saludan si ya se conocen, o ni se miran, precisamente por lo mismo. (pueden, como en cualquier grupo humano que se precie, quedar rencores de tertulias anteriores, aunque esto en apariencia no parece ser lo habitual).PROsigo(nótese la sutileza del cronista haciendo referencia a que la tertulia se realizó en la ciudad de Buenos Aires. Lectores de otros países deberán pedir la respectiva aclaración a mi casilla de correo), entre los concurrentes habíamos muchos vírgenes, esto es, personas que concurrían por primera vez (el que venga desde el grupo notará que ya utilicé este mal chiste en ese ámbito, pero el público se renueva constantemente) y debo decir que fuimos tratados bastante humanamente por los habitués (¿plural o singular?), algunos hasta nos hablaban y todo. Anécdotas de las que suelen denominarse jugosas, en realidad no tengo, podría dar algunos detalles, pero pasaría por botón y son de índole más bien privadas ( un señor que apelaba a todo tipo de artilugios intelectuales para impresionar a una dama sentada enfrente de él, olvidandose lastimosamente de la verdadera finalidad del encuentro. No voy a dar mayores detalles, sólo que ambos estaban libres de compromisos y estaban en todo su derecho, pero distraían mi atención y soy de las personas que toman muy en serio una charla de corte cultural) Saludos a Marcelo y a la tocaya. Mientras tanto, don Hartman circulaba entre las mesas, charlando aquí o allá como debe hacerlo la estrella del espectáculo. Uno podía darse cuenta, por más alejado que estuviera, cuando la charla en la que estaba involucrado giraba hacia el tema "Fantasía", por el aumento gradual de su tono de voz y algún improperio final antes de retirarse de esa mesa, a la cual no regresaría en el resto de la velada. Todo terminaba por suerte de forma pacífica gracias a la interveción de la señora esposa del energúmeno (sólo en ese momento), diciéndole algunas palabras por lo bajo que no alcanzé a escuchar y haciendo que tome una pastillita, que tampoco pude averiguar que era, aunque lo sospecho. El señor Hartman, ya calmado, miraba por última vez hacia la conflictiva mesa, sacaba una libretita y anotaba algo en ella (casi aseguraría que eran nombres a los que luego tachaba). alguna otra cosita al pasar. no existen demasiados códigos ni fidelidades por lo que pude apreciar, ya que un señor al que me presentaron como Ariel y al que pregunté si compartiría una cerveza, se negó amablemente y partió raudo detrás de un vaso de vino y no volvió más. Su silla fué ocupada al poco rato por una dama y diré que el cambio fué de mi agrado. Aclaro que la señora estaba felizmente casada y no acostumbro a llevar a la práctica lo que otro compañero de mesa practica con descaro. La cosa fué transcurriendo de forma tranquila y amena, el anfitrión se estacionó bastante más tiempo del que estaba promediando en una mesa vecina (alguna charla muy interesante con lo más granado de los participantes, viendo las formas de activar el interés por la literatura especulativa, las realidades alteradas, los problemas editoriales con los que deben lidiar cotidianamente, como acercar nuevos valores para que se sumen al movimiento, seguramente pensarán ustedes. No, una especial de muzzarela y varias botellas de cerveza nos mostraron la parte más humana del consagrado escritor. Así está quedando).

Poco a poco se fueron retirando los concurrentes, ¿conclusiones?, sospecho que las personales, todos eran mayores de edad, así que sabrán por qué fueron y para qué. Que le haya ido bien a Marcelo y que cuente con detalles si fué así, que nadie se haya ido sin pagar lo que consumió, y que se repita.

P.D.: trataré de que en Pergamino sea igual o mejor. Depende un poco de mí, pero ustedes deberán aportar lo suyo. Iba a prometer sortear entre los concurrentes a Pergamino un agujero negro, pero decidí que es un chiste fácil, procáz y poco acorde a mi imagen de caballero.

sábado, 8 de marzo de 2008

Hand in my pocket-Alanis Morissette

Una mano en mi bolsillo-Alanis Morissette

Estoy en banca rota pero estoy feliz

Soy pobre pero soy amable

No tengo dinero pero estoy saludable, sí

Estoy elevada pero en la tierra

Estoy cuerda pero abrumada

Estoy perdida pero esperanzada, nene

A lo que se reduce todo

es a que todo va a estar bien bien bien

Porque Tengo una mano en mi bolsillo

Y la otra está dando un cinco alto

Me siento ebria pero estoy sobria

Soy joven pero mal pagada

Estoy cansada pero trabajando, sí

Me preocupo pero agitada

Estoy aquí pero en realidad ya me he ido

Estoy equivocada y lo siento nene

A lo que se reduce todo

es a que todo va a estar bien

Porque Tengo una mano en mi bolsillo

Y la otra está moviendo un cigarrillo

(harmonica)

A lo que se reduce todo es a

¿Será que no he comprendido todo aun?

Tengo una mano en mi bolsillo

Y la otra está haciendo el signo de paz

Estoy libre pero enfocada

Estoy pálida pero soy sensata

Soy dura pero amigable nene

Estoy triste pero sonriendo

Soy valiente pero soy una mierda de gallina

Estoy enferma pero soy bonita nene

A lo que se reduce todo es a

¿Será que nadie ha comprendido aun?

Tengo una mano en mi bolsillo

Y la otra está tocando el piano

A lo que se reduce todo es a

Que todo va a estar bien bien bien

Porque tengo una mano en mi bolsillo

Y la otra está llamando a un taxi…



¿Existe verdaderamente MR. Smith?-Stanislaw Lem

¿EXISTE VERDADERAMENTE MR. SMITH?

© 1968 STANISLAW LEM

Título original: CY ISTNIEIE PRAVTE PAN SMITH?

* * *

JUEZ. – La Corte pasa a examinar el liti­gio entre la Cybernetics Company y Harry Smith. ¿Están presentes las dos partes? ABOGADO. – Sí, Su Señoría.

JUEZ. – ¿Usted actúa en nombre de...? ABOGADO. – Represento legalmente a la Cybernetics Company, Su Señoría. JUEZ. – ¿Dónde está el acusado? SMITH. – Estoy aquí, Su Señoría. JUEZ. – Les ruego se sirvan dar a la Cor­te sus datos personales.

SMITH. – Con mucho gusto. Me llamo Ha­rry Smith y nací el 6 de abril de 1917 en Nueva York.

ABOGADO. – Me opongo, Su Señoría. La afirmación del acusado es tendenciosa: él nunca ha venido al mundo.

SMITH. – Tengo aquí mi partida de na­cimiento. Y mi hermano está aquí, en la Sala...

ABOGADO. – Esa no es su partida de na­cimiento, y aquel individuo no es su her­mano.

SMITH. – Entonces ¿de quién es herma­no? ¿De usted acaso?

JUEZ. – Calma, se lo ruego. Un momento, abogado. ¿Entonces, Mr. Smith.. .?

SMITH. – Mi padre, el nunca bastante llorado Lexington Smith, poseía un garaje, y me inculcó la pasión por su oficio. A los diecisiete años participé por primera vez en una carrera automovilística para prin­cipiantes. A continuación, ya como corre­dor profesional, he competido ochenta y siete veces. Hasta hoy me he hecho con la victoria dieciséis veces, con veintiún se­gundos puestos...

JUEZ. – Se lo agradezco, pero estas par­ticularidades no son pertinentes a la causa. SMITH. – Tres copas de oro...

JUEZ. – Le he dicho que esos detalles son superfluos.

SMITH. – Y una corona de plata...

MR. DONOVAN (Presidente de la Cyber­netics Company).– ¡Oh, está delirando!

SMITH.– No se engañe.

JUEZ. – ¡Calma! ¿No tiene un abogado para su defensa?

SMITH. – No, me defiendo por mí mismo. Mi causa es clara como el agua de un manantial.

JUEZ. – ¿Conoce las demandas que la Cy­bernetics Company presenta contra usted?

SMITH. – Las conozco. Soy víctima de las viles maquinaciones de esos perros criminales...

­JUEZ. – Ya es suficiente. Abogado Jen­kins, ¿quiere exponer a la Corte las razo­nes que han motivado su citación?

ABOGADO. – Con mucho gusto, Su Seño­ría. Hace dos años el acusado tuvo un ac­cidente durante las carreras automovilísti­cas disputadas en Chicago. Se dirigió en­tonces a nuestra firma. Usted ya sabe que la Cybernetics Company fabrica prótesis: piernas, brazos, riñones artificiales, cora­zones artificiales y muchos otros órganos 7 de recambio. El acusado compró a crédito una prótesis de la pierna izquierda y pagó el primer plazo. Cuatro meses después se dirigió de nuevo a nosotros, esta vez para el suministro de dos brazos, una caja to­rácica y una bóveda craneal.

SMITH. – ¡Es falso! La bóveda craneal no. Fue en primavera, tras las carreras en montaña.

JUEZ. – No interrumpa.

ABOGADO. – Se trataba, respetando el or­den cronológico, de la segunda transacción. En aquel tiempo la deuda del acusado as­cendía a 2.967 dólares. Cinco meses des­pués el hermano del acusado se dirigió a nosotros: Harry Smith se encontraba recu­perándose en la clínica Monte–Rosa, no lejos de Nueva York. Conforme al nuevo pedido, nuestra firma suministró, tras pago de un adelanto, diversas prótesis cuya relación particularizada va unida a las actas del proceso. Entre otras figura como re­puesto de un hemisferio cerebral un ce­rebro electrónico Geniak, llamado comúnmente «El Genial», cuyo precio es de 26.500 dólares. Llamo la atención de la honorabilísima Corte sobre el hecho de que el acusado nos ordenó un modelo Geniak de lujo, equipado con válvulas metálicas, dispositivo para sueños en colores natura­les, filtro antipreocupaciones y eyector de pensamientos tristes, a pesar de que todo esto excedía sus posibilidades financieras.

SMITH. – ¡Seguro! ¡Les habría sido mu­cho más cómodo si hubiera decidido reventar con su cerebro construido en serie!

JUEZ. – ¡Calma, se lo ruego!

ABOGADO. – Que el acusado haya actuado con la intención consciente y deliberada de no pagar lo que había adquirido, viene probado perentoriamente por un hecho: él no ordenó un modelo común de brazo artificial, sino que escogió una prótesis es­pecial, provista de reloj de muñeca, marca Schaffhausen, de 18 rubíes. Cuando la deu­da del acusado llegó a los 29.863 dólares lo citamos en juicio para restitución de todas las prótesis que había adquirido. Sin embargo, nuestra querella fue desestimada basándose en la siguiente consideración: Mr. Smith, si fuera privado de sus prótesis, moriría. En efecto, en aquel tiempo, de este Mr. Smith no quedaba sino medio cerebro.

SMITH. – ¿Cómo se atreve a decir de este Mr. Smith»? ¿ Percibe acaso acciones de la Cybernetics Company por cada in­sulto que sale de su boca? ¡Leguleyo!

JUEZ. – ¡Calma, por favor! Mr. Smith, en caso de nuevos ultrajes a la parte deman­dante le impondré una sanción.

SMITH. – ¡Es él quien me insulta!

ABOGADO. – En las condiciones en que entonces se encontraba, en deuda con la Cybernetics Company, y equipado de pies a cabeza con prótesis suministradas por nuestra firma que, a su respecto, ha dado pruebas de infinita bondad, satisfaciendo ipso facto cualquier deseo suyo, el acusado comenzó a calumniar públicamente nues­tros productos a los cuatro vientos, encon­trando qué murmurar sobre su calidad. Pero esto no le impidió todavía presentarse ante nosotros tres meses más tarde. Se quejaba, en aquel tiempo, de toda una sar­ta de achaques y de dolores que, como pudieron probar nuestros expertos, depen­dían del hecho de que su viejo hemisferio cerebral se encontraba sofocado, alojado como estaba en aquel nuevo ambiente que yo definiría, si me lo permite Usía, como protésico. Movida de un sentimiento de hu­manidad, nuestra firma aceptó otra vez más satisfacer el deseo del acusado, «ge­nializándolo» totalmente, o lo que es igual, nuestra firma aceptó sustituir el viejo pe­dazo de cerebro que le pertenecía in pro­prio con un segundo aparato Geniak, ge­melo del precedente. Como garantía de este nuevo crédito, el acusado nos firmó letras de cambio por un importe de 26.950 dó­lares. ¡Hasta hoy, todo lo que nos ha liqui­dado han sido 232 dólares con 18 centavos! Estando así las cosas... ¡Honorabilísima Corte, el acusado está tratando pérfidamen­te de impedirme hablar, sofoca mis pala­bras con silbidos, ruidos y estridencias! ¡Que la Honorabilísima Corte tenga la bon­dad de llamarlo al orden!

JUEZ. – Mr. Smith...

SMITH. – No soy yo, es mi Geniak. Hace esto cada vez que reflexiona intensamente. ¿Acaso soy yo responsable de todo lo que ha hecho la Cybernetics Company? ¡La Ho­norabilísima Corte haría mejor si citase al presidente Donovan por fraude!

ABOGADO.–... estando así las cosas, la Cybernetics Company presenta a la Corte la siguiente petición: que le sea reconocido el derecho de entera propiedad sobre la totalidad de las prótesis suministradas y que se encuentran aquí, en esta sala de tribu­nal, sosteniendo ser Harry Smith.

SMITH. – ¡Qué desvergüenza! ¿Y dónde está Smith según usted, abogado, si no está aquí?

ABOGADO. – Aquí, en esta sala, yo no veo a ningún Smith, por la simple razón de que los restos de aquel célebre campeón de carreras reposan diseminados a lo largo de las muchas autopistas de los Estados Unidos. En consecuencia, el veredicto que seguramente pronunciará este tribunal a nuestro favor no podrá lesionar a ninguna persona física, porque nuestra firma no hará sino volver a entrar en posesión de lo que legítimamente le pertenece, desde el envoltorio de nylon hasta el último tor­nillo.

SMITH. – ¡Cómo! ¡Quieren despedazarme, quieren reducirme a prótesis!

PRESIDENTE DONOVAN. – ¡Lo que haremos con nuestros bienes no le interesa!

JUEZ. – Presidente Donovan, le ruego cá­lidamente conservar su sangre fría. Gra­cias, abogado. ¿Qué tiene que decir, Mr. Smith?

ABOGADO. – Señoría, para aclarar mejor la cuestión querría hacerle notar además que el acusado, para decir la verdad, no es realmente el acusado, sino únicamente un objeto material que pretende pertenecerse en toda propiedad. En efecto, dado que él no vive...

SMITH. – ¡Acérquese un poco, y se enterará de sí estoy vivo o no!

JUEZ. – Verdaderamente, es un caso insólito. Mmmm... Abogado, la decisión de esta­blecer si el acusado está vivo o no la dejo en suspenso hasta que la Corte haya emitido su juicio; de otra manera, nos arriesgaríamos a turbar el desarrollo normal de la audiencia. Ahora, tiene usted la palabra, Mr. Smith.

SMITH. – Honorabilísima Corte, y uste­des, ciudadanos de los Estados Unidos, que siguen atentamente los despreciables es­fuerzos de un gran trust para destruir en mi persona una libre personalidad pensan­te...

JUEZ. – Le ruego dirigirse exclusivamente a la Corte. ¡Esto no es un mitin!

SMITH. – De acuerdo, Su Señoría. La cosa se presenta así: efectivamente, yo he obtenido de la Cybernetics Company un cierto número de prótesis...

PRESIDENTE DONOVAN. – ¡Un cierto nú­mero de prótesis! ¡Y tiene la desfachatez de decirlo!

SMITH. – ¡Que la Honorabilísima Corte llame a orden a este señor! Sí, he obtenido aquellas prótesis. Poco importa lo que éstas sean. Poco importa si, incesantemente, cuando estoy sentado, cuando camino, cuan­do como, cuando duermo, se oye un tal ruido en mi cabeza hasta el punto que he llegado a tener que retirarme a una habi­tación aparte porque despertaba a mi her­mano durante la noche. Sí, a causa de estos Geniak con estas inclinaciones, construidos a escondidas con los avances de las máqui­nas de calcular, he contraído la enfermedad del cálculo, hasta el extremo que debo con­tar sin tregua las cercas, los gatos, los pa­los, las personas que me encuentro a lo largo de los caminos, y Dios sabe qué otras cosas... Ustedes ya me entienden. Sea como sea, tenía verdaderamente intención de pa­gar todas las sumas debidas, pero el único medio que tengo de procurarme dinero es vencer en las carreras. Ahora he dejado pasar demasiadas, me he descorazonado, he perdido la cabeza y...

ABOGADO. – El acusado reconoce espon­táneamente haber perdido la cabeza. Ruego a la Corte tome nota.

SMITH. – ¡No me interrumpa! Lo he di­cho, pero no con ese sentido. He perdido la cabeza, he comenzado a jugar en la bolsa, he perdido y me he endeudado. En aquel período era un chasis lleno de achaques. Notaba continuamente dolores lacerantes en la pierna izquierda, vahídos, tenía sueños idiotas: yo cosiendo a máquina, yo hacien­do media, yo haciendo puntilla; me hice visitar por psicoanalistas, que inmediatamen­te me descubrieron un complejo de Edipo tan sólo porque mi madre cosía a máquina cuando yo era niño. Fue en aquel período, justamente entonces que era débil Y que apenas podía valerme, que la Cybernetics Company comenzó a llevarme ante los tri­bunales. Los periódicos hablaron de ello y, como consecuencia de las pérfidas calum­nias de las cuales fui objeto, la congrega­ción metodista – yo soy metodista, ¿ sa­ben?– me cerró las puertas de su iglesia.

ABOGADO. – ¿Se lamenta por esto? ¿Cómo, usted cree en la vida de ultratumba?

SMITH. – Creo, aunque no veo por qué le interesa a usted esto.

ABOGADO. – ¡Me interesa porque Mr. Smith, actualmente, está ya viviendo una vida de ultratumba, y usted no es sino un infame usurpador!

SMITH. – ¡Mida sus palabras, señor!

JUEZ. – Ruego a las dos partes que man­tengan la compostura.

SMITH. – Honorabilísima Corte, mientras me encontraba en tan penosas circunstan­cias, la Cybernetics Company me citó a juicio, y cuando sus impúdicas peticiones fueron rechazadas un individuo sospechoso, un tal Goas, vino a mi encuentro enviado por el presidente Donovan... aunque esto yo aún no lo sabía. Este tal Goas se hizo pasar por perito electrónico y me dijo que tan sólo existía un remedio para curar todos mis sufrimientos, los lacerantes dolores y los vértigos: hacerme «genializar» a fondo. En el ruinoso estado en el cual me encontraba era imposible pensar en nuevas carreras automovilísticas. Por tanto, ¿qué otra cosa me quedaba? Acepté, lo reconoz­co ante la Honorabilísima Corte. Y Goas, al día siguiente, me condujo a la oficina de montaje de la Cybernetics...

JUEZ. – ¿Esto significa que se ofreció a llevarle?...

SMITH. – Ciertamente.

JUEZ. – ¿Y que se ofreció a introducirlo allí...?

SMITH.– Naturalmente; pero yo, yo, aún no comprendía por qué lo hacían tan de buen grado, con condiciones de favor y con lar­gos plazos en el pago. ¡Ahora, por el con­trario, lo entiendo perfectamente! Ellos querían, lo declaro ante la Honorabilísima Corte, que me desembarazase del viejo he­misferio cerebral que todavía me quedaba, dado que precedentemente sus peticiones habían sido rechazadas en consideración al hecho de que el desventurado pedazo origi­nal de mi cabeza no habría podido perma­necer con vida por sí mismo sí se me re­tiraba todo el resto. Y así el tribunal no les concedió nada. Y es por esto que ellos, aprovechando mi ingenuidad y la debilita­ción de mis facultades mentales, pensaron en mandarme a aquel tal Goas, para hacer que aceptase espontáneamente el sustituir el viejo pedazo de cerebro original, y hacer­me caer en las redes de su diabólica ma­quinación. Ruego ahora a la Honorabilísi­ma Corte que examine cuánto vale su razonamiento. Ellos dicen que tienen derecho a tomar posesión de mi persona. ¿A qué título? Supongamos que alguien adquiera provisiones a crédito en su proveedor: ha­rina, azúcar, carne... y que después de un cierto tiempo el tendero intente una acción legal para hacerse reconocer propietario de su deudor, dado que – según se enseña en medicina – las sustancias de nuestro cuerpo, gracias a los procesos de naturaleza química, son constantemente renovadas y sustituidas por los productos alimenticios. Es verdad: transcurridos algunos meses, el deudor por entero, cabeza, hígado, brazos y piernas comprendidas, se compone de aquellas grasas, de la leche, de los huevos y de los hidratos de carbono que el tendero le ha cedido a crédito. Pero, ¿existe en el mundo un tribunal dispuesto a pronunciarse a favor de este tal tendero? ¿Acaso vivi­mos en el medioevo, cuando Shylock podía exigir que su deudor le cediese una libra de su propia carne? ¡Estamos aquí frente a una situación análoga! En cuanto a mí, ¡yo soy el campeón de carreras Harry Smith y no una máquina!

PRESIDENTE DONOVAN. – ¡Es falso! ¡Es una máquina!

SMITH. – ¿Ah, sí? ¿Entonces, a quién es, en definitiva, a quién persigue la Cyberne­tics? ¿A quién ha sido enviada la citación del tribunal? ¿A una máquina cualquiera o por el contrario a mí, Harry Smith? Su Señoría, desearía que consintiese en que la cuestión fuera definitivamente aclarada.

JUEZ.– Mmmm... esto. La citación está dirigida a Harry Smith, Nueva York, calle 44.

SMITH. – ¿Ha oído, Mr. Donovan? Que­rría además dirigir a Su Señoría una pre­gunta referente al procedimiento: ¿La ley de los Estados Unidos prevé, de una forma u otra, la posibilidad de querellarse contra una máquina? ¿ Prevé la ley la posibilidad de citar a una máquina ante los tribunales, de acusarla de algo?

JUEZ. – Veamos... eh... no. ¡No! Esto no lo prevé la ley.

SMITH. – Entonces todo está aclarado. En suma, o yo soy una máquina, y enton­ces el desarrollo de este proceso es fundamentalmente imposible, siendo claro que una máquina no puede ser citada en juicio, o bien no soy una máquina, sino un hom­bre, y entonces ¿cuáles son esos derechos que la firma pretende ejercer sobre mi per­sona? ¿ Debería acaso convertirme en su es­clavo? ¿ Trata Mr. Donovan de convertirse en un propietario de esclavos?

DONOVAN. – ¡Qué insolencia!

SMITH. – ¡Reconózcalo, está en una tram­pa! En cuanto a los métodos comerciales a los que recurre esta firma, basta decir lo siguiente: cuando, todavía enfermo, ator­nillado y chaveteado a más y mejor, dejé el hospital y me fui a la playa para respi­rar un poco de aire puro, una masa de gente me seguía siempre los pasos. Comprendí inmediatamente el motivo: sobre la espalda me habían impreso «made in the Cybernetics Company». He debido hacerme borrar la inscripción a mi costa y hacerme remendar lo mejor posible. ¡Y he aquí que ahora aún quieren perseguirme! Es verdad, el pobre está siempre expuesto a la cólera del rico, mi padre y mi madre me lo repe­tían siempre...

PRESIDENTE DONOVAN. – ¡Su padre y su madre son la Cybernetics Company!

JUEZ. – ¡Calma! ¿Ha terminado ya, Mr. Smith?

SMITH. – No. Querría subrayar, en pri­mer lugar, que la firma debería pasarme una pensión alimenticia, dado que no tengo de qué vivir. La dirección del Automóvil Club ha anulado mi participación en las carreras panamericanas, hace un mes, apo­yándose en el hecho de que mi vehículo sería pilotado – así dicen – por un complejo automático no humano. Pero, ¿quién me ha puesto en estas condiciones? ¡Ellos, la Cybernetics Company, que ha enviado al Automóvil Club una sucia carta difamato­ria! ¿Tratan de sacarme el pan de la boca? Bueno, que paguen entonces mi manutención y que me suministren las piezas de recambio. Y no es eso todo: ¡cada vez que debo hablar con ellos, los empleados de la firma, especialmente los de la dirección, m cubren de insultos!

El presidente Donovan me ha propuesto, para normalizar la situación, una transac­ción amistosa: sería suficiente que acepta­se figurar como modelo de reclamo. ¡Debería permanecer inmóvil, ocho horas diarias, en su vitrina! Por tal afrenta y otras simi­lares, me constituyo en parte civil contra la Cybernetics Company. Concluyendo, pido que la Honorabilísima Corte quiera aten­tamente escuchar a mi hermano en calidad de testigo, puesto que él conoce perfecta–mente todos los particulares de la causa.

ABOGADO. – Su Señoría, me opongo. El hermano del acusado no puede comparecer en calidad de testigo.

JUEZ. – ¿Tal vez a causa de la consanguinidad?

ABOGADO. – Sí... y no. La razón exacta es que el hermano del acusado fue víctima, la semana pasada, de un accidente aéreo.

JUEZ.– Ah... ¿Y no puede comparecer ante la Corte?

HERMANO DE SMITH. – ¡Sí puedo, estoy aquí!

ABOGADO. – Puede, pero el hecho es que el accidente ha tenido para él consecuencias trágicas. Nuestra firma, a consecuencia de las órdenes llegadas a través de su esposa, ha debido proceder a la «genialización» y puesta a punto de un nuevo hermano del acusado...

JUEZ. – ¿Un nuevo qué?

ABOGADO. – Un nuevo hermano, que al mismo tiempo es el marido de la ex–viuda.

JUEZ. – Ah...

SMITH. – ¿Pero qué importa esto? ¿Por qué no puede testificar mi hermano? ¡Mi cuñada ha saldado la factura al contado!

JUEZ. – Silencio, por favor. Vista la necesidad de proceder al examen de estos ele­mentos complementarios, ordeno el aplaza­miento de la causa...

FIN

martes, 4 de marzo de 2008

Hey you-Pink Floyd

Hey tu-Pink Floyd

Hey tu,
Allí afuera en el frío,
Quedándote solo, haciéndote viejo,
¿Puedes sentirme?
Hey tu,
Parado en el pasillo
Con la picazón en tu pie y una sonrisa que se descolora
¿Puedes sentirme?
Hey tu,
No les ayudes a enterrar la luz.
No te des por vencido sin luchar.
Hey tu,
Allí afuera solo,
Sentado desnudo en el teléfono
¿Me tocarías?
Hey tu,
Con tu oído contra la pared,
Esperando a alguien a quien llamar
¿Me tocarías?
Hey tu,
¿Me ayudarías a cargar la piedra?
Abre tu corazón, estoy llegando a casa.
Pero era solo una fantasía.
La pared era demasiado alta, como tu puedes ver.
No importa cómo él intentó, no podría romperse libremente.
Y los gusanos se comieron su cerebro.
Hey tu,
Allí afuera en el camino,
Haciendo siempre lo que te dicen,
¿Puedes ayudarme?
Hey tu,
Allí afuera más allá de la pared,
Rompiendo botellas en el pasillo,
¿Puedes ayudarme?
Hey tu,
No me digas que no hay nada de esperanzas.
Juntos estamos parados, divididos nos caemos.



sábado, 1 de marzo de 2008

El Basurero-Ray Bradbury

EL Basurero-Ray Bradbury

Así ERA su TRABAJO: se levantaba a las cinco de la fría y oscura mañana y se lavaba la cara con agua caliente si el aparato de calefacción funcionaba y con agua fría si el aparato no funcionaba. Se afeitaba cuidadosamente, hablándole a su mujer en la cocina, que preparaba jamón y huevos o panqueques o lo que hubiera aquella mañana. A las seis en punto estaba en marcha solo hacia su trabajo, y estacionaba el coche donde los otros hombres estacionarían los suyos a medida que se alzara el sol.

A aquella hora de la mañana los colores del cielo eran anaranjados y azules y violetas y a veces muy rojos y a veces amarillos o claros como el agua sobre una piedra blanca. Algunas mañanas podía ver su aliento en el aire y otras mañanas no. Pero aún asomaba el sol cuando golpeaba con el puño la cabina del camión verde, y el conductor sonriendo y diciendo hola, subía al camión por el otro lado y entraban en la gran ciudad e iban calles abajo hasta que llegaban al lugar donde empezaban a trabajar.

A veces se detenían en el camino a beber café negro y luego seguían con el calor en el cuerpo. Y comenzaban a trabajar, es decir que él saltaba frente a todas las casas y recogía las latas de basura y las llevaba al camión y les sacaba la tapa y las golpeaba contra el borde de la caja, de modo que las càscaras de naranja y melón y el café usado caían y empezaban a llenar el camión vacío. Había siempre huesos de ternera y cabezas de pescado y trozos de cebolla y apio rancio. La basura reciente no era nada malo, pero sí la basura muy vieja. No sabía realmente si le gustaba o no el trabajo, pero era un trabajo y lo hacía bien, hablando mucho de él a ratos, y otros no pensando en él de ningún modo. Algunas veces el trabajo era maravilloso, pues uno estaba afuera temprano y el aire era limpio y fresco hasta que uno había trabajado demasiado y el sol calentaba y la basura humeaba. Pero casi siempre era un trabajo regular y tranquilo, y al pasar uno podía mirar las casas y jardines y ver cómo vivían todos. Y una o dos veces al mes le sorprendía descubrir que el trabajo le gustaba y que era el mejor trabajo del mundo.

Así fue durante muchos años. Y luego, de pronto, el trabajo cambió para él. En un día. Más tarde se preguntó a menudo cómo un trabajo podía cambiar tanto en tan pocas horas.

Entró en la casa y no vio a su mujer ni oyó su voz, aunque ella estaba allí. Fue hasta una silla y ella lo miró desde lejos observando como él tocaba la silla y se sentaba sin decir una palabra.

—¿Qué hay de malo?

Al fin la voz de su mujer llegó a él. Debía haberlo dicho tres o cuatro veces.

—¿De malo?

Miró a aquella mujer, y sí, era su mujer, era alguien que conocía, y aquella era su casa con los altos cielo rasos y las gastadas alfombras.

—Algo ocurrió hoy en el trabajo —dijo.

Ella esperó.

—En mi camión, algo pasó. —La lengua se le movió secamente sobre los labios y se le cerraron los ojos hasta que no hubo más que oscuridad y ninguna luz y era como estar solo y de pie en un cuarto cuando uno deja la cama en medio de la noche oscura—. Creo que voy a renunciar a mi trabajo. Trata de entender.

—¡Entender! —exclamó ella.

—No puedo evitarlo. Nunca me ocurrió una cosa tan rara en toda mi vida. —Abrió los ojos y sintió las manos frías mientras se frotaba el dedo índice con el pulgar—. Fue raro lo que ocurrió.

—Bueno, ¡no te quedes ahí!

El hombre sacó parte de un periódico del bolsillo de su chaqueta de cuero.

—Este es el diario de hoy —dijo—. 10 de diciembre de 1951, Times de Los Angeles. Boletín de Defensa Civil. Dicen que están comprando radios para nuestros camiones de basura.

—Bueno, un poco de música no tiene nada de malo.

—No, no música. No entiendes. No música.

Abrió la mano tosca y señaló con una uña limpia, lentamente, tratando de que todo estuviese allí, donde él pudiese verlo y ella pudiese verlo.

—En este artículo el alcalde dice que pondrán aparatos transmisores y receptores en todos los camiones de basura de la ciudad. —Se miró la mano con los ojos entornados—. Cuando las bombas atómicas caigan en la ciudad, estas radios nos llamarán a nosotros. Y entonces nuestros camiones irán a recoger los cadáveres.

—Bueno, eso parece práctico. Cuando...

—Los camiones de basura —dijo él— irán a recoger todos los cadáveres.

—¿No puedes dejar los cadáveres por ahí, no es cierto? Tienes que recogerlos y...

La mujer cerró la boca muy lentamente. Parpadeó, sólo una vez, y también muy lentamente. El hombre observó aquel lento parpadeo. En seguida, como si alguien la hubiera ayudado a volverse, la mujer dio media vuelta, fue hasta un sillón, hizo una pausa, pensó cómo hacerlo, y se sentó, muy erguida y tiesa. No dijo nada.

El hombre escuchó el tic-tac de su reloj, pero sólo con una parte de la mente.

Al fin ella rio.

—¡Están bromeando!

El hombre sacudió la cabeza. Sentía que la cabeza se le movía de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, con la misma lentitud con que había ocurrido todo.

—No. Hoy pusieron un receptor en mi camión. Y me dijeron que cuando yo escuchase la sirena de alarma dejase caer la basura en cualquier parte. Y que cuando ellos me llamasen por la radio, yo fuera allí a recoger los muertos.

El agua hirvió ruidosamente en la cocina. La mujer la dejó hervir cinco segundos y luego se apoyó en el brazo del sillón con una mano y se incorporó y encontró la puerta y entró en la cocina. El ruido del hervor se apagó. La mujer apareció en la puerta y luego fue hasta donde estaba él, inmóvil, con la cabeza en la misma posición.

—Ya está todo publicado. Tienen cuadrillas, sargentos, capitanes, cabos, todo —dijo él—. Hasta sabemos a dónde hay que traer los cadáveres.

—Así que pensaste en eso todo el día —dijo ella.

—Todo el día desde esta mañana. Pensé: Quizá ahora yo ya no quiera ser más un recolector de basura. A veces Tom y yo nos divertíamos con una especie de ¡uego. Hay que llegar a eso La basura no es agradable. Pero trabajando con ella es posible transformarla en un juego. Así lo hicimos Tom y yo. Mirábamos qué clase de basura deja la gente. Costillas de ternera en las casas ricas, lechuga y cascaras de naranja en las pobres. Sí, es tonto, pero un hombre tiene tiue hacer su trabajo tan bien como sea posible, y que va1°:a la pena, ¿si no para qué hacerlo? Y en un camión uno es su propio jefe en cierto modo. Uno sale a la mañana temprano, y es un trabajo al aire libre a fin de cuentas. Ves cómo sale e' sol, y cómo despierta ia ciudad, y eso no es tan malo. Pero ahora, hoy, de pronto, ya no es un trabajo para mí.

La mujer empezó a hablar rápidamente. Nombró muchas cosas y habló de otras muchas más, pero antes que ella llegase muy lejos él la interrumpió dulcemente.

—Ya sé, ya sé, los chicos y la escuela, y nuestro coche, ya sé —dijo—. Y las cuentas y el dinero y el crédito. ¿Pero y aquella granja que nos dejó papá? ¿Por qué no mudarnos allí, lejos de las ciudades? Sé un poco de trabajos de campo. Podemos criar ganado, sembrar, tener bastante para vivir durante meses si algo pasara.

La mujer calló.

—Sí, todos nuestros amigos están aquí, en la ciudad, —continuó él—. Y las películas y los teatros y los amigos de los chicos, y ...

La mujer respiró profundamente.

—¿No podemos pensarlo unos días?

—No sé. Tengo miedo. Temo que si pienso un tiempo en mi camión y el nuevo trabajo me acostumbre a eso. Y, oh Cristo, no parece bien que un hombre, un ser humano, se acostumbre a una idea semejante.

Ella meneó lentamente la cabeza, mirando las ventanas, las paredes grises, los cuadros oscuros en las paredes. Apretó las manos. Abrió la boca.

—Lo pensaré esta noche —dijo él—. Me quedaré un rato levantado. A la mañana sabré qué hacer.

—Ten cuidado con los chicos. No conviene que ellos conozcan esto.

—Tendré cuidado.

—No hablemos más entonces. Terminaré de preparar la cena.—La mujer se incorporó de un salto y se llevó las manos a la cara y luego se miró las manos y observó el sol en las ventanas—. Los chicos llegarán en cualquier momento.

—No tengo mucho apetito.

—Tienes que comer, tienes que ir adelante.

La mujer corrió dejándolo sólo en medio de un cuarto donde ninguna brisa movía las cortinas, y sólo el cielo raso gris colgaba sobre él con una solitaria lámpara apagada, como una vieja luna en el cielo. Se sentía tranquilo. Se frotó la cara con las manos. Se incorporó y se detuvo en un umbral y dio un paso adelante y sintió que se sentaba en una silla del comedor. Vio que extendía las manos en el mantel blanco, desierto.

—Toda la tarde —dijo—, he pensado.

La mujer se movía en la cocina, entrechocando ollas, golpeando sartenes contra el silencio que estaba en todas partes.

—Me he preguntado —dijo el hombre— cómo habrá qué poner los cuerpos en los camiones, a lo largo o a lo ancho, con la cabeza a la derecha o los pies a la derecha. ¿Hombres y mujeres juntos, o separados? ¿Los niños en un camión, o mezclados con hombres y mujeres? ¿Los perros en camiones especiales, o los dejaremos ahí? Me he preguntado cuántos cabrán en un camión. Y me he preguntado si habrá que ponerlos unos sobre otros y comprendí al fin que no había otra solución. No puedo imaginármelo. No alcanzo a verlo. Trato, pero no es posible, no hay modo de saber cuántos pueden caber en un camión.

Se quedó pensando en cómo era en las últimas horas de su trabajo, con el camión lleno y la lona que cubre el gran montón de basura, de modo que el montón comba la lona como un montículo irregular. Y cómo era si uno retira de pronto la lona y mira adentro. Durante unos segundos uno ve las cosas como macarrones o tallarines, sólo cosas blancas que viven y hierven, millones de ellas. Y cuando las cosas blancas sienten el calor del sol, se esconden y se meten en las lechugas y los restos de carne de vaca y café y las cabezas de los blancos pescados. Luego de diez segundos de luz solar, las cosas blancas que parecen tallarines o macarrones han desaparecido, y en el gran montón de basura nada se mueve, y uno pone otra vez la lona y sabe que abajo hay oscuridad otra vez, y las cosas empiezan a moverse como siempre deben moverse las cosas en la oscuridad.

Estaba todavía sentado allí en el cuarto desierto cuando la puerta de calle se abrió de par en par. Su hijo y su hija entraron corriendo, riéndose, y lo vieron allí sentado, y se detuvieron.

La madre corrió a la puerta de la cocina, se apoyó rápidamente en el marco, y miró fijamente a su familia. Le vieron la cara y le oyeron la voz.

—¡Sentaos, chicos, sentaos! —Alzó una mano y la adelantó hacia ellos—. Llegáis justo a tiempo.